• El siguiente relato es de una venezolana que fue víctima de dos delitos en una misma semana y contó lo ocurrido en exclusiva para El Diario

Mis ojos se empañaron de lágrimas, sentí un vacío en el estómago y me inundó la desesperación al darme cuenta de que lo que parecía ser una diligencia rápida, se convertiría en uno de los momentos más difíciles que me ha tocado enfrentar.

Como muchos otros días, estacioné mi vehículo en la avenida principal de El Bosque, en Caracas; solo sería un momento. Pero ese sábado cambié mi percepción del funcionamiento de las instituciones del Estado, de la seguridad del país y, sobre todo, cambié mi percepción de la policía.

Bajé de mi vehículo confiando en que todo estaría bien, haría mi diligencia y volvería sin inconvenientes. Pero nada ocurrió como lo imaginé. Al regresar me topé con una terrible imagen: mi carro había desaparecido.

La desesperación se apoderó de mí. Pregunté a los quiosqueros, en locales comerciales, y todos respondieron que habían remolcado los tres carros que estaban estacionados en ese lugar. Me pareció lógico, pues no era sitio de aparcamiento. En la esquina vi a varios policías municipales. Rápidamente me acerqué para preguntar qué había pasado con mi vehículo.

Pero en la “lista” de vehículos remolcados que ellos manejaban no se encontraba el mío. La desesperación y la angustia me superaban. Imaginé lo peor. Los funcionarios me dieron varias opciones e hipótesis. Uno de ellos insistía en que fuera a los estacionamientos de remolque y averiguara si el carro, “por casualidad”, estaba ahí; el otro uniformado daba por hecho que el carro había sido robado. Aquella escena parecía de película: el policía bueno y el policía malo.

¡Qué estúpida, cómo dejé mi carro ahí!”, me repetía una y otra vez. Con la cara empapada por las lágrimas llamé a un amigo para que me llevara a recorrer los estacionamientos de remolque. Mantenía la esperanza de que la primera opción fuera la correcta.

Pero en el estacionamiento del municipio Chacao no estaba. Me dijeron que era posible que la Policía Nacional Bolivariana (PNB) lo hubiese remolcado o incluso la Policía de Caracas, pues esa calle era “límite entre el municipio Chacao y Libertador”. ¡Qué insólito!, pensé.

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Aún no perdía las esperanzas. Una parte de mí anhelaba conseguirlo, es extremadamente difícil comprar un carro en medio de la crisis que atraviesa Venezuela. “¿Cuándo vuelvo a comprar otro carro? Ojalá lo hayan remolcado”. Con esa idea en mente me dirigí a los demás aparcamientos.

En cada uno de los lugares me atendía un funcionario peor al anterior. Uno de los que conversó conmigo tenía unos lentes con cristales anaranjados en la cabeza; con una mano fumaba un cigarro y con la otra sostenía el arma de su cinturón. Me dijo fríamente que mi carro había sido hurtado y que me preparara para que lo consiguiera “picado en cuatro partes”. Lo miraba impactada, no podía creer que realmente me estuviera diciendo eso como algo normal.

No fue nada alentador hablar con la policía. Mi carro no estaba en ningún estacionamiento, nunca me dieron una respuesta clara, e incluso en la Policía de Caracas afirmaron que habían dejado de remolcar hace aproximadamente tres meses.

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Nada cuadraba en mi mente. “Si lo remolcaron, ¿dónde puede estar? ¿Por qué no me dan respuestas claras? ¿Qué fue lo que pasó?”. Nada tenía sentido. Llegué a mi casa esa noche y la realidad cayó sobre mí como un balde de agua helada. Tragué saliva y me repetía una y otra vez: “Me robaron mi carro, eso fue lo que pasó”.

Conciliar el sueño esa noche fue una tarea casi imposible. El trago amargo no pasaba. Me preguntaba una y otra vez por qué lo dejé estacionado en ese lugar, la culpa me carcomía. Pasaban las horas y no podía dejar de pensar en que todo había sido mi culpa: fui demasiado ingenua. El remordimiento, la rabia y la frustración me invadieron esa noche. “¿Por qué me tiene que pasar esto a mí?”.

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El domingo en la mañana fui a colocar la denuncia del hurto del vehículo. Me atendieron muy bien en el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc). Me tomaron la denuncia y me fui a casa. Sentía mucha rabia. No soy millonaria. Lo poco que tengo es por que lo he trabajado con mucho esfuerzo. La impotencia me dominaba al salir de ese lugar, sobre todo por el hecho de que todo apuntaba a que no obtendría justicia, tampoco mi carro, y los policías no harían ningún esfuerzo para encontrarlo.

De regreso en metro, apretujada entre un montón de gente y con una demora increíble, reflexioné sobre la situación y recordé que vivo en un país en el que los ladrones abundan en todas y cada una de las calles. “Bueno, la vida sigue. El mundo no se acaba por esto. No soy la primera persona a quien le roban algo en Venezuela. Me tocó a mí esta vez”. En ese estado de resignación me fui a trabajar al día siguiente.

En la oficina traté de cumplir con mis labores, pero mi mente se paseaba entre la inconformidad y la impotencia. No dejaba de pensar en lo mucho que me costó obtener el dinero para comprar ese carro, y que así, sin mayor explicación, me lo hayan quitado.

Pero esa tarde un mensaje de texto terminaría de quitarme la poca tranquilidad que me quedaba.

“Revisamos un carro que nos robamos y encontramos unos documentos. Sabemos dónde vives”. El texto llegó seguido de las especificaciones del vehículo y la dirección de mi casa. Sentí miedo, miedo genuino. Nunca había pasado por un situación como esa. El teléfono sonó, el tipo del mensaje de texto quería comunicarse conmigo, pero no contesté. Me dio miedo.

Me fui corriendo a las escaleras. No sabía qué hacer o a quién llamar. Tras unos minutos, me calmé y opté por devolver la llamada al hombre que aseguraba tener mi carro. Me temblaban las manos mientras marcaba el número y el corazón me latía muy rápido. Repicaba. Sentía que se me iba a detener el corazón de los nervios. “Aló”, se escucha una voz gruesa y ronca al otro lado. “Buenas, me escribieron desde este número diciendo que tenían mi carro. ¿Cómo sé yo que eso es verdad?”, dije muy rápido tratando de parecer lo más calmada posible. “Ya te escribo”, dijo y trancó la llamada. Mientras esperaba ese mensaje caminaba de un lado a otro. Sentí ganas de vomitar y la ansiedad se apoderó de mí.

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Sonó el teléfono. Llegó un mensaje del número del extorsionador. El mensaje solo contenía la placa del carro, el lugar de donde se lo llevaron y también una advertencia.

No queremos líricas ni nada, nosotros queremos entregarte tu vaina, pero sabes cómo es. Sabemos que tienes hermanos y el sitio donde trabaja tu mamá”. Leer ese mensaje me dejó paralizada. No reaccionaba, tampoco respondí.
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Pedí a un compañero de trabajo que me acompañara al comando de la policía. Ahí expliqué todo lo que había pasado. “Ya hablaste con el tipo, así que ahora solo tú tienes que hablar con él”, me dijo un funcionario. Llamé de nuevo. Mientras repicaba, siete policías me rodeaban para escuchar la llamada. Mis manos no dejaban de temblar y mi pierna se movía nerviosamente. “Aló”, dijo al otro lado la voz ronca. “Mira, si de verdad tienes mi carro, dime cómo cuadramos esto”, dije tratando de volver a sonar normal.

Pasé el resto de la tarde en el comando. El extorsionador y yo intercambiamos alrededor de cinco llamadas. Me pidió cinco millones de bolívares. “Coye, no tengo esa cantidad. Sabes cómo está la situación del país. ¿Me aceptas unos dólares?”, el sujeto se negó rotundamente por temor a una posible trampa.

Los policías no pudieron hacer mucho, solo esperar la ubicación del teléfono desde donde se hizo la llamada. “Mi mayor preocupación es que saben dónde vivo”, expliqué a los policías. “No, chica, quédate tranquila que esos carajos no se van a meter en ese peo”, respondieron.

Me fui a mi casa hecha un manojo de nervios. Nunca me habían extorsionado en mi vida.

Otra noche sin dormir. Esta vez me invadía el miedo. “¿La seguridad de mi familia y la mía de verdad estaban en peligro? ¿Todo será psicoterror? ¿Por qué tenía que pasar por esto?”, más preguntas sin respuestas.

A la mañana siguiente no me podía concentrar en el trabajo, seguía asustada. Al transcurrir la mañana sonó mi teléfono. Me sobresalté del susto. Miré el celular y era un número desconocido. Contesté con recelo. “Es para informarle que la llamada que le hicieron fue hecha desde un penal, ya en ese punto no podemos hacer nada”, me dijo el oficial. Colgué. Fui extorsionada por un sujeto preso que sabe los datos de mi vehículo, que tiene contactos afuera para cometer este tipo de delitos… ¿Y la policía no podía hacer nada? Estaba impresionada del poder que tiene la delincuencia en Venezuela.

Los tres días siguientes transcurrieron entre frustración, rabia, impotencia y las ganas de querer irme definitivamente del país. Una parte de mí siempre quiso quedarse en Venezuela, a pesar de la terrible crisis que atraviesa, porque confío en que todo va a mejorar. Pero despojarme de lo que me ha costado tanto conseguir me hizo pensar si realmente vale la pena apostar por un futuro en mi país.

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Llegó la mañana del sábado. Dormí hasta tarde después de la intensa semana que tuve. Conciliar el sueño era una batalla en la que siempre tenía desventaja. A las 9:30 am me despierta una llamada. Número desconocido. Me asusté de nuevo, pero me armé de valor y contesté.

“Buenos días, soy inspector de la Policía Nacional”, dijo el hombre al tiempo que se identificó con su nombre y apellido. Dudé. ¿Realmente era un policía o era un delincuente que se hacía pasar por policía? “¿A usted o alguna persona que conoce le robaron un vehículo?”. “Sí, a mí”, respondí. “La llamada es para informarle que su vehículo fue recuperado y se encuentra en el comando de la policía, véngase lo más pronto posible”.

Me volvió a inundar el miedo. El carro supuestamente se encontraba en una zona popular al otro lado de Caracas. Dudé si debía ir o no: “¿Y si no lo tienen y no son policías?”. Decidí arriesgarme. Me levanté de la cama rápidamente y llamé a mi amigo para que me llevara al lugar.

Sentía mucha ansiedad. No sabía qué esperar o en qué estado iba a conseguir el carro. Al acercarnos al sitio lo vi estacionado afuera. A primera vista tenía los cuatro cauchos. “Por lo menos no está picado en cuatro partes como me dijo uno de los policías”,pensé. Me bajé y me acerqué al grupo de cuatro policías que “custodiaban” el carro.

Lo conseguimos por ahí tirado y preferimos llamarla a usted primero antes de llevarlo a Fiscalía, porque sabes cómo es. En esos estacionamientos los desvalijan”, dijo uno de los funcionarios.
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Esa afirmación era cierta. Cuando un carro robado es recuperado por la policía debe ir a la Fiscalía; sin embargo, todas las personas con quienes hablé me dijeron que si mi carro entraba allí, era mejor que me despidiera de él. Me comentaron que el tiempo que un vehículo puede estar ahí es tal, que casi es desvalijado en su totalidad. Es decir, tampoco puedo confiar en la justicia de mi país porque si lo hago salgo perjudicada. Con esa carta bajo la manga, los policías jugaron su juego.

“Sí, eso me han dicho. ¿Ahora qué tengo que hacer para llevármelo?”, pregunté mientras los cuatro policías se miraban entre ellos. Uno encendió un cigarro y se rascó la barriga. “Bueno, mami, si fuese por nosotros, lo tenemos que llevar a Fiscalía, pero mira cómo lo conseguiste, no le falta nada. Te lo encontramos enterito”. En ese momento me di cuenta. “Estos lo que quieren es dinero”, me dije. Comenzó lo que coloquialmente conocemos como “matraqueo”.

“Yo no quiero que lo lleven a la Fiscalía; después me encargo de la denuncia, pero no quiero que lleven mi carro para allá”, dije. “Bueno, nosotros te podemos prestar la colaboración. ¿Cuánto nos puedes dar?”, soltaron los funcionarios. No sabía qué responder. No tenía mucho dinero y no sabía si tenían muy altas sus expectativas en cuanto al beneficio que iban a obtener por el carro.

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“Bueno, yo solo tengo 200 dólares”, dije. El que llevaba la batuta de aquel matraqueo miró a sus compañeros, aspiró su cigarro, se ajustó el pantalón y dijo: “Eso es muy poco, mira cuántos somos, tenemos que repartirlo”.

Suspiré profundamente. Estaba anonadada por el descaro con el que los policías también me extorsionaban. No podía creer que estaba negociando para que los policías me entregaran mi carro. Además, debía pagarles como un acto de agradecimiento por el hecho de que no estaba desvalijado.

Lo que más me sorprendía era la naturalidad con la que los funcionarios pedían el dinero, como un acto de rutina.

“Danos 500 dólares y te lo llevas”, me dijo. “Chamo, yo no soy millonaria, no tengo esa plata. Te puedo puedo dar 300 y me dejas sin nada porque es lo único que tengo. Mira, le quitaron la batería y le jodieron todo el sistema eléctrico, ahora tengo que parir la plata para arreglarlo. Esto es lo único que te puedo dar”, dije al tiempo que me llenaba de indignación.

“Bueno, sí va, pues, te lo paso porque me caíste bien. Pero sabes cómo es la vuelta y eso es más plata”, completaron.

“Sí, yo sé que 300 dólares no es mucho”, dije entredientes mientras pensaba en lo mucho que trabajé para obtener ese dinero, que en menos de cinco minutos ellos tendrían sin ningún esfuerzo.

Me despedí con un gracias hipócrita. Mi amigo llamó a un conocido suyo que es gruero. Pagué 30 dólares más por el traslado del carro. En el camino iba en silencio. No podía creer lo que acababa de pasar. Me abrumó la rabia y las lágrimas empezaban a correr por mis mejillas. “Pero piensa que por lo menos conseguiste el carro”, me decía mi amigo en un intento de calmarme. Tenía razón, por lo menos lo conseguí y no estaba desvalijado, pero el sentimiento agridulce era demasiado fuerte. Estaba contenta por recuperar mi carro, pero estaba totalmente asqueada del nivel de corrupción que existe en Venezuela.

Tengo la certeza de que mis dudas sobre lo ocurrido no tendrán respuesta y mucho menos justicia. Robaron mi vehículo, me extorsionaron desde una prisión de Venezuela, y además fui extorsionada por policías, quienes se supone deben proteger a los ciudadanos. No sé quiénes fueron los responsables del hurto, ni cómo se llevaron el carro. Tampoco sé quién coordinó la extorsión desde la prisión, ni cuál fue la relación que tuvieron los policías en todo este hecho. Tengo mi carro de vuelta, pero todas esas preguntas quedarán sin respuestas, como ya es costumbre en el país de la impunidad y la corrupción.

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