- El Diario conversó en exclusiva con los escritores y críticos literarios Carlos Sandoval y Arturo Gutiérrez Plaza
En momentos tan angustiantes como los que vive Venezuela, en numerosas oportunidades surge la pregunta sobre el papel de la literatura y los escritores frente al destino político que hace presa del país. Ante este escenario se hace necesario volver la mirada hacia quienes dedican su vida al pensamiento y a la palabra buscando encontrar alguna guía en tan oscuro trance. La literatura constituye una especie de espejo en el que el hombre puede verse: el lector no solo lee una historia, sino que se lee en ella y aprende a conocerse, a reconocerse, con la esperanza de situarse en medio de la confusión.
Los discursos políticos que se disfrazan con el ropaje literario no son literatura sino burdos panfletos. Sin embargo, cuando se narran los excesos del poder con los filtros estéticos adecuados, desbrozando el camino de la vocinglería politiquera y afinando el lenguaje, el producto puede convertirse en una pieza fundamental para la memoria de un país, a la que se vuelve cada tanto para intentar explicar el presente.
En el siglo XX venezolano, se haría notar que la literatura le ha seguido muy de cerca la pista al poder para testimoniar sus arbitrariedades. Por ejemplo, en la férrea dictadura de Juan Vicente Gómez surgió como contrapeso la llamada “generación de 1928”, integrada por jóvenes universitarios que se atrevieron a hacerle frente al autócrata, y entre quienes se encontraban no pocos escritores cuyas obras dan cuenta de los desmanes de entonces. Basta nombrar a unos pocos: Andrés Eloy Blanco, Pío Tamayo, Antonio Arráiz, Guillermo Meneses, Miguel Otero Silva, Isaac J. Pardo y Nelson Himiob.
Al morir el dictador de turno en 1936, Venezuela entra final y tardíamente en el siglo XX, parafraseando a Mariano Picón Salas. Poco a poco se flexibilizan las cadenas, se liberan los presos políticos y se democratiza la enseñanza y la cultura (nace el Ministerio de Educación Nacional bajo la tutela de Rómulo Gallegos).
Elisa Lerner, testigo privilegiado de la naciente democracia, cuenta que “entre el año 36 y el 48 hay un triunfo de la literatura en el país. Un triunfo moral. La literatura viene a ser sinónimo de libertad y de dignidad (…) En esa época, la literatura se convirtió en un factor muy importante para el ejercicio moderno del país, para esclarecer su destino. Todo eso culmina cuando en 1948 Gallegos, el novelista más importante de la época, es nombrado presidente”.
La esperanza bulle: se crean los partidos políticos, la economía se robustece, la modernidad arquitectónica irrumpe y el arte alumbra representantes excepcionales. Sin embargo, el revés de este panorama no tardaría en llegar con el derrocamiento de Rómulo Gallegos y la posterior instauración de otra dictadura militar, esta vez la de Marcos Pérez Jiménez. Lejos de amilanarse, los inquietos jóvenes escritores de entonces convirtieron el desencanto en acicate para formar agrupaciones en las que la palabra será la principal arma.
Cuarenta años de democracia, un paréntesis de excepción
Sardio, Tabla Redonda y El Techo de la Ballena son los tres principales grupos literarios que desde finales de los años cincuenta y principios de los sesenta animarán la escena cultural venezolana. En esta época se escriben poemas icónicos de nuestra tradición literaria, como Fracaso y Derrota de Rafael Cadenas, que purifican el desencanto colectivo de una sociedad que vio en la izquierda política una alternativa al modelo democrático. También ¿Duerme usted, señor presidente? de Caupolicán Ovalles, que enfila su verbo feroz contra un presidente aletargado y ajeno a los males del país, un tema de absurda vigencia en nuestro entorno. O las narraciones de Salvador Garmendia, que (des)dibujan una urbe viciada por los abusos de poder.
Más tarde, Víctor Valera Mora, Miyó Vestrini, Carlos Noguera, Antonieta Madrid, Victoria de Stefano, entre otros, dejarán testimonio de las guerrillas urbana y rural de los años sesenta y del clima político de la década. A través de sus obras podemos analizar la situación de entonces y presagiar los desatinos que se estaban incubando y que estallarían al final del milenio.
En lo sucesivo, se apaciguan las guerrillas y el sistema democrático comienza a cimentarse. Pero los cismas sociales que sacudirán al país, consecuencia de los pésimos manejos de los gobernantes, permearán la producción literaria. Eventos como la estrepitosa devaluación de la moneda nacional — “Viernes negro” — o el estallido social sin precedentes conocido como el “Caracazo”, ocurridos en los años ochenta, serán dos de los acontecimientos capitales que signen el contexto en el que nacen los grupos literarios Tráfico y Guaire. Un par de líneas del manifiesto del primero pueden ponernos en la pista de sus inquietudes: “en esta hora incolora, a menudo nauseabunda, de la democracia petrolera (…) buscamos [sincerar] al máximo la relación del poeta con Venezuela”.
Los jóvenes escritores sienten la necesidad de situarse en medio de la confusión generalizada, de la borrachera petrolera, y se (re)plantean su lugar en una sociedad cuyas bases están siendo minadas por la desidia y la corrupción.
A finales de los años noventa, el panorama político se fue enrevesando de tal manera, que devinimos en una llamada “revolución” que, en efecto, vino a subvertir todos los órdenes del país, calando incluso en los aspectos más íntimos del ser humano: desde lo fisológico hasta lo ontológico.
Desde ese momento, Venezuela ha vivido un proceso inédito en su historia republicana que ya cumple dos décadas, y la literatura ha seguido de cerca el desarrollo de tan kafkiano periodo. En el nuevo milenio se comenzó a hablar de un boom literario a raíz de las muchas publicaciones que abundaban en las librerías. Pero evaluando el asunto, los especialistas precisaron luego que tal fenómeno se trató, puntualmente, de una inusual difusión y consumo de ensayos de corte histórico y político vinculados con Venezuela. En realidad, lo que hubo fue una necesidad de explicar el proceso político que atraviesa el país. Se comenzaba a revisar con detenimiento el pasado para intentar comprender el presente.
La “hora incolora” y “nauseabunda” producto de nuestra “democracia petrolera” que refería el manifiesto del grupo Tráfico en los años ochenta, hoy se convertirá en un eterno presente continuo que ha trastocado la vida del venezolano.
La literatura venezolana hoy: hablan los especialistas
Ante un cuadro tan complejo como el que miramos, surge la interrogante ¿qué papel ocupan la literatura y los escritores ante un poder desbocado como el que nos desgobierna? ¿Pueden — o deben — hacerle frente? ¿Sobre qué se está escribiendo hoy en el país?
Para intentar dar respuestas a estos cuestionamientos, los investigadores de la literatura venezolana Carlos Sandoval y Arturo Gutiérrez Plaza abordaron el asunto para El Diario de Caracas.
Sandoval, profesor universitario, narrador, editor, antólogo y acaso el gran conocedor de narrativa venezolana en la actualidad, ha realizado minuciosas investigaciones y antologías sobre el cuento corto venezolano. “Todo hay que decirlo”, es la frase que enarbola como emblema
Gutiérrez Plaza es poeta, investigador, profesor universitario y gerente cultural. Fue el director más joven que hasta el momento ha tenido el Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Celarg). Es un empecinado estudioso de la ciudad en el imaginario literario venezolano.
— Las jóvenes generaciones literarias venezolanas de principios de siglo XX se enfrentaron activamente contra la dictadura y posteriormente se dieron a la tarea de testimoniar los inicios de la democracia. Hoy, cuando las bases de la democracia están seriamente socavadas, ¿cuál es el lugar de los escritores en este contexto tan delicado? ¿Debe la literatura dar cuenta de la ignominia que nos ciñe? ¿En qué se diferencian las generaciones de escritores de ayer de las de hoy?
— Carlos Sandoval: Por lo general, cuando la literatura se vincula con el poder sus realizaciones suelen resultar mediocres o francamente proselitistas. La historia literaria nos enseña que los verdaderos escritores — esto es, aquellos que se toman con seriedad su papel de resultas de una demandante vocación comunicativa — siempre se ubican en la orilla contraria a los poderosos. No es que el ejercicio literario exija asepsia político-partidista; ocurre que los objetos estéticos sustentados en la palabra revelan conocimientos sui géneris que atienden urgencias relacionadas con el modo en que los sujetos se precipitan en el mundo, angustias íntimas derivadas, sin duda, de complejos entornos sociales (caóticos, problematizados) donde la mera política apenas ocupa espacio contingente.
En el caso venezolano actual, “el lugar de los escritores” en un contexto sociopolítico “tan delicado” no debería ser otro que el mismo que desde la antigüedad clásica occidental conocemos: dar cuenta del estado de la sensibilidad individual y colectiva en empaques artísticos que logren proyectar, de manera ecuménica, cómo vivimos nuestro tiempo, cómo enfrentamos los males y las bondades de siempre (muerte, amor, venganza, solidaridad), cómo soñamos y pagamos por esos sueños.
Respecto de si la literatura debe registrar “la ignominia que nos ciñe”, quiéralo o no es imposible que no lo haga. Actuamos por necesidades e impulsos; las primeras nos permiten mantener la vida (material y del espíritu); los segundos, resolver — en una mezcla de intuición y sabiduría — situaciones de sobrevivencia (justo el momento en el que estamos: de pura y dolorosa sobrevivencia). En una sociedad como la nuestra — rebajada los últimos 20 años en su condición de civilidad — en la que la literatura ha resultado siempre, sobre todo la narrativa, una suerte de termómetro de lo que nos acontece, las obras tienden a mostrar, de cualquier manera, el malestar generalizado del país. La literatura venezolana ha sido un medio para retratar, en ocasiones arriesgando su naturaleza estética, las contradicciones y entuertos de un cuerpo social en constante crisis, atenazado por algunos complejos: la riqueza inmanente por ser usufructuarios de la industria del petróleo, el igualitarismo, “la peste militar” (en expresión del historiador Manuel Caballero), entre otros.
Antes de evaluar las posibles diferencias entre “las generaciones de escritores anteriores con las de hoy”, debe aclararse que el término “generación” ha sido cuestionado por varios historiadores y críticos literarios en virtud de que resulta difícil establecer parámetros que consientan la exacta aplicabilidad del término. Digamos, no obstante, que los creadores de ayer agrupados, por ejemplo, en “la generación modernista”, “la generación del 18”, “la generación del 28”, etcétera, no son distintos en sus modos de encarar — desde la escritura — las terribles circunstancias sociopolíticas en las que les tocó ejercer su labor a los poetas, narradores, ensayistas o dramaturgos de nuestros días, inmersos en una crisis que ha derruido no solo los órganos institucionales del país, sino muchas de las bases morales de convivencia civil y hasta las que atañen a la condición humana.
— Arturo Gutiérrez Plaza: Yo diría que una diferencia fundamental entre la generación de escritores de hoy y las del pasado, es que la actual tiene plena conciencia de que Venezuela vivió una era democrática, con todo y sus imperfecciones, entre 1958 y 1998. Una etapa sin precedentes en la historia del país. Por tal razón, de lo que se trata en esta coyuntura no es de inaugurar una forma de vida en sociedad, sino de rescatar, ahora con mayor vigilancia sobre los peligros de su pérdida, lo que se tuvo. Es una generación que se ha visto forzada a aprender una lección muy amarga, la de haber sido partícipe mayoritariamente (a conciencia o no, por indiferencia o por conformismo) del estado actual del país, hundido en la miseria y la indignidad, en todos los órdenes de la vida. Una generación que ahora resiste con coraje y determinación, pero sin olvidar, en muchos casos, sus propias heridas, sus mea culpa.
Ahora bien, habría que diferenciar entre la generación de escritores contemporáneos que vivieron esa Venezuela democrática y que fueron aguerridos críticos de los excesos y desviaciones de esa “democracia petrolera”, al tiempo que eran beneficiarios de ella (basta ver, por ejemplo, el manifiesto del grupo Tráfico) y la de los descendientes de esa generación, que solo han conocido un país enrumbado, desde que tienen memoria, hacia el abismo. Para los segundos, nacidos en las vísperas o después del cierre del paréntesis al que se circunscribió la etapa democrática en Venezuela, la noción de retroceso no es la predominante, sino más bien la de la continua “caída en el tiempo” (como diría, en otro contexto, Emil Cioran). Para ellos, la huida del país se asocia de modo más epidérmico con el rechazo radical al único modo de vida que han conocido. En ellos es poco el lugar que ocupa la nostalgia y son capaces de asimilar más rápidamente el desarraigo, o cierta condición global. En todo caso, a pesar de esas hipotéticas diferencias generacionales, el registro de las dolorosas dimensiones emocionales y afectivas derivadas de esta dura experiencia, así como el de la indagación intelectual afanada en comprender las complejidades de todo este proceso, se encuentran presentes, casi de modo inevitable, en la literatura, en todos los géneros, producida en el siglo XXI venezolano.
— ¿Qué obras pudieran convertirse en íconos de la literatura venezolana permeada por la política de hoy?
— CS: Aunque innumerables títulos hacen referencia a la negativa situación política que padecemos, todavía es pronto para cifrar una obra (o un grupo de ellas) que pueda ser considerada retrato o “ícono” de esta época: la era del Chávez, como la llamo; o, si se prefiere, “el ciclo del chavismo”, expresión de mi amigo y colega Miguel Gomes. Algunos poemarios, conjuntos de relatos, piezas dramáticas y ensayos muestran destellos de constelación simbólica — como corresponde en literatura — sobre este tramo de la historia venezolana. Sin embargo, habrá que esperar el cierre del fenómeno para poder sacar en claro, si ello es posible, cuáles son las piezas que mejor representan el deletéreo “espíritu” de esto que sufrimos.
— AGP: Es un inventario pendiente. Se requiere mayor perspectiva histórica. Ya la crítica literaria encargada de construir el mapa de este proceso histórico literario (lectura que será siempre condicionada y condicionante, determinada por múltiples factores que no vienen a cuenta ahora y que incluso, muchos de ellos, solo identificaremos en el futuro) determinará los virtuales hitos que rigen ese entramado.
— Hoy vivimos el entronizamiento de las bullangueras e influyentes redes sociales. El cambio de paradigmas en cuanto a la manera de recibir la palabra escrita e informarnos es más que evidente. Así las cosas, ¿cuál es el lugar que ocupa la literatura, tan silenciosa y reflexiva?
— CS: La permanencia y adaptabilidad de la literatura (y a veces su gestión de cambios en el seno de los contextos culturales) resaltan como sus rasgos más característicos. Las formas literarias tradicionales se imponen de acuerdo con los vaivenes de las sociedades en las que se materializa, de modo que por mucho que los cambios en los soportes y en las maneras de difusión sean abruptos o vertiginosos, el poema, la novela, el cuento o algunos formatos emergentes — la crónica, la no ficción, la autoficción — terminan ocupando su lugar en el imaginario. Como quiera que sea, se trata de una actividad cognitiva elaborada con la materia básica, esencial, que define la condición humana: el lenguaje, la lengua; lo cual hace que sea imposible eliminar su necesidad de manifestarse, aunque su radio de acción pueda, ocasionalmente, disminuir. “En el mundo hay gente para todo”, reza una conseja popular. En este sentido, la “noción de cambio” en literatura — como demuestra la teoría literaria: Carlos Rincón, Terry Eagleton — ha develado la proteica resistencia de la palabra creativa incluso en circunstancias extremas y, por supuesto, la de sus beneficiarios: los lectores. Así pues, el lugar “silencioso y reflexivo” de la literatura dará siempre de que hablar, pese a la velocidad y a la efímera sobre información.
— AGP: La literatura también ha sido víctima de la bulla que producen, promueven y difunden las redes sociales. Me parece que lo que predomina es justamente una literatura superficial e irreflexiva, en la que las carretas se disponen delante de los caballos, y en la que hay demasiada ansiedad por lograr la visibilidad, notoriedad y la fama instantánea, por acumular el mayor número de “likes” y “retuits” posibles. En tal sentido, estamos hablando de un marcado empobrecimiento y de un mayor provincianismo, causado por cierta hipnosis tecnológica que crea la ilusión de que lo minúsculo es el universo. Por supuesto, esta es una generalización muy gruesa, pues hay obvias excepciones, aunque tal vez no tan obvias, justamente, para los lectores ganados por la velocidad y la instantaneidad que demanda la existencia en tales redes.
— ¿Cuáles son los géneros más oportunos para alertar acerca de la debacle que nos ciñe? ¿“Para qué poetas en tiempos de indigencia”, en palabras del poeta Friedrich Hölderlin?
— CS: Cuando la necesidad de hacer arte de las ruinas se impone, cualquier género es pertinente si quien escribe es, valga la tautología, un escritor. La crítica literaria no es una disciplina prescriptiva ni se arroga el manejo de verdades respecto de la estructura artística más eficaz para transmitir sensaciones relacionadas con “la debacle que nos ciñe”. Lo que sí está claro es que el poeta — el escritor — resulta imprescindible en “tiempos de indigencia”, pues suele ver aquello que el grueso de menesterosos, imbuidos por la sobrevivencia, no alcanza a comprender. Y escribe.
— AGP: No veo que haya un género más oportuno que otro. O más bien diría que, tal vez, siendo la interpenetración genérica, la promiscuidad entre géneros, uno de los signos característicos de estos tiempos, en los que las concepciones convencionales de lo literario también han entrado en crisis, sea desde ese lugar, desde ese estado de indeterminación que se propicien con mayor pertinencia las alertas necesarias.
Dejar memoria, entonces, ser testigo de estos dolorosos tiempos es el rol de la literatura. Un trabajo silente que se sigue haciendo tercamente, a contracorriente, en medio del más “mundanal ruido”. Arando en el mar, sí. Pero a sabiendas de que, como dijo Elisa Lerner, “un país también lo hacen el cuido del lenguaje y el cuido de las formas”.