• Las carreteras del país son sinónimo de peligro. Las rutas que comunican la capital con las ciudades del interior guardan historias protagonizadas por el hampa que se aprovecha de la falta de iluminación y las irregularidades en el asfalto de la vía para cometer sus fechorías

El autobús sale una hora más tarde del horario pautado en el terminal de San Cristóbal, ciudad fronteriza de Venezuela con Colombia en el estado Táchira. El ruido de las maletas rodantes, empujadas por viajeros que regresan desde Cúcuta, rompe la silenciosa tensión que supone emprender un viaje por una carretera venezolana.

No es una cuestión de distancia ni de fatiga lo que impide recorrer esas vías, el problema es otro. Hay que atravesar un puñado de barrios por cuyo control pugnan uno, dos y hasta tres grupos criminales. La capital tachirense es un entramado de pasadizos donde no se camina sin dinero ni permiso. Siempre se paga, de lo contrario no se cruza. El otro lado de la frontera, está ahí, cerca, al alcance, pero se camina por lugares cercados por el miedo.

Al caer la noche, la oscuridad muestra la peor cara de San Cristóbal. A ella se enfrentan los dueños de vehículos por la falta de combustible en la región. Los conductores deben dormir dentro de sus carros haciendo fila frente a la estación de servicio, exponiéndose a los riesgos de la ciudad andina. Ese es el panorama que dejo atrás cuando abordo la unidad de transporte con destino a Caracas.

Los rostros de cansancio y estrés inundan mi vista mientras camino por el pasillo del autobús hasta encontrar mi asiento, ese donde espero descansar la mayor parte del trayecto que dura aproximadamente 14 horas. Las luces se apagan en señal de que está a punto de iniciar el viaje en la oscuridad de la noche. El miedo me invade, no quiero ser víctima de la delincuencia en la carretera.

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Era un “bus normal”, que en la jerga de los viajeros implica una unidad con asiento que se reclina solo un poco, con un baño maloliente y con otras particularidades que voy descubriendo con el paso de las horas. Durante la travesía se fue revelando el mundo interior de un servicio de transporte público y también el de un país: la situación de sus rutas y lo que hay en ellas.

Regresar con las manos vacías es lo que más preocupa a los viajeros que deciden realizar un viaje por el país. Yo no soy la excepción, pues tampoco quiero llegar a la casa sin mi equipaje.

Ese es mi deseo. No recuerdo la hora, eran más de las 9:00 pm y la oscuridad solo permitía entrever las siluetas de los asientos vecinos.

El sonido es fuerte, como cuando golpeas con mucha fuerza el vidrio de un carro. Me sobresalto, siento miedo. El vidrio estalló, hay un hueco, es lo único que puedo ver gracias al reflejo de las luces de un carro que va pasando a toda velocidad frente al autobús.

La oscuridad me ciega al igual que al resto de los pasajeros. El llanto de un niño me paraliza, mientras la luz tenue de los teléfonos celulares me recuerda que algo pasó y quiero entenderlo. El cristal estalló sobre un bebé de 3 años de edad y su madre. Las luces de los celulares iluminan sus cuerpos cubiertos de brillantes esquirlas adheridas a la piel y a su ropa. Desde un matorral lanzaron tres piedras que atravesaron el vidrio del lado izquierdo del autobús, repartiendo mil pedazos contra los pasajeros.

La madre del niño está en shock. En total fueron tres filas afectadas por el impacto. Estoy en pánico. Algunas personas intentan quitarse los pedazos de vidrio con las manos. Los minutos de desesperación se transformaron en una eternidad — siento que todo pasa en cámara lenta — ¿Y si esos delincuentes abordan el autobús?

No sé si cerrar los ojos. En mi cabeza todavía siento un pitido fino que no me deja tranquila. El llanto del niño no me deja olvidar que sigo en este lugar viviendo una pesadilla.

Llegamos a la alcabala. La niebla me ciega, el frío de la noche se cuela por el hueco en la ventana de la que se desprendían pequeños trozos de vidrio en cada curva del camino. Entramos en una ruta estrecha y afectada por derrumbes en la que el conductor maniobra para pasar con más velocidad. Son momentos tensos, el tiempo transcurre cada vez más lento y el paisaje negro me hace sentir como la única pasajera. El transporte se detiene, hemos llegado a un puesto de control.

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La madre del niño se baja corriendo de la unidad para desnudar a su pequeño e intentar quitarle los vidrios que tiene clavados en su cuerpo. Yo me quedo dentro del autobús. Una de las piedras seguía incrustada en el vidrio. Una pareja comenta:

— Fueron unos niños desde el monte. Si fueron tantas piedras, querían robarnos.

— Sí, pero se escondieron. Decidieron no hacerlo.

Una joven que viaja desde Valencia con su madre se esfuerza por contener el llanto mientras se limpia las lágrimas de forma desesperada, comenta que es la segunda vez que vive un intento de robo en un traslado desde San Cristóbal. Ella fija su mirada en los pedazos de vidrio que aún permanecen sobre su asiento. Mueve la cabeza hacia atrás y hacia adelante mientras cierra los ojos, como si le doliera algo. Entretanto, su madre se pone de pie y dice:

— Estamos encomendados a Dios para hacer estos viajes todas las semanas. Salimos en la madrugada y nos regresamos el mismo día para comprar en Cúcuta. Esto es una guillotina: tú puedes llegar, pero no sabes si regresas.

Bajita, de cachetes redondos y cabello a la altura de los hombros, la mujer mira la hora en su teléfono y voltea hacia la ventana rota. Comenta que habla con su su familia cada tres días por teléfono. El dinero siempre se destina a la comida. “Nada de lujos”, dice mientras mira al niño que había resultado herido producto del ataque.

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Falta mucho camino todavía. Vamos por el estado Barinas, donde las carreteras son reconocidas por estar repletas de funcionarios en las alcabalas que suelen parar arbitrariamente a los autobuses que viajan desde la frontera hacia la capital.

Pierdo la noción del tiempo apenas entramos en las oscuras carreteras del matorral llanero. No hay avisos, la mayoría no fueron repuestos luego de ser robados y otros se encuentran deteriorados por el paso de los años. No puedo ubicarme, solo sé que he dejado atrás el terminal de San Cristóbal.

Tras pasar miles de curvas, nos estacionamos durante más de media hora. Sé que una requisa militar nos espera.

Tenemos más de tres horas en este lugar. El frío no me permite moverme mientras me encuentro en una fila para cumplir con la orden de los oficiales de revisar el equipaje de cada uno, sin importar el tiempo que tarde. Mujeres a un lado, hombres al otro, cada pasajero tiene que sacar su maleta para ser inspeccionada en el lugar. Es un proceso irregular y desconocido para mí:

— ¿Esto lo hacen muy a menudo?, pregunto.

— No, es la primera vez que lo hacen, siempre se montan en los autobuses y piden cédulas, eso es lo máximo que nos ha pasado — responde una pasajera de Valencia.

Unas sombras en la alcabala se acercan lentas en medio de la oscuridad de la noche. Ya es de madrugada. Las vías en la región son un agujero de oscuridad, humedad y frío. El grupo camina sin prisa. Son dos hombres vestidos con pantalón y camisa verde militar.

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Se acercan a la “oficina”, una mesa de madera para las mujeres y una mesa de plástico para los hombres. Allí todas las luces están encendidas, como para dejar constancia de que nunca cierran, de que los funcionarios siempre están en servicio, pero solo basta mirar el panorama para darse cuenta de que ese punto era el único que tenía luz a nuestro alrededor.

Muchas mujeres llevan tres o cuatro maletas cada una. El funcionario que hace la requisa revisa cada rincón del equipaje, incluso en los bolsos íntimos de las mujeres y entre la ropa sucia de los hombres. Pasan las horas y todavía nos encontramos en el mismo lugar. El humo del café que ofrecen los vendedores del lugar se disipa y la bebida empieza a enfriarse.

Los efectivos no preguntaron por el vidrio que ya no estaba en su lugar. No era de su interés, quizá solo buscaban algo de valor. El conductor se sacude el frío mientras se fuma un cigarrillo. Es alto, robusto. Está consciente del retraso que implica esta requisa. Durante la espera dijo que reponer el vidrio costaría 200 dólares y que su única recomendación era que cerráramos las pequeñas cortinas junto a nuestros asientos para no pasar “otro susto” en la vía.

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Me siento de nuevo en el mismo puesto. Camino por el mismo pasillo, pero los rostros ya no denotan cansancio, sino que reflejan incertidumbre. A medida que el autobús avanza, tengo nuevamente la sensación de estar completamente sola, ciega. Únicamente tenía oídos para los ruidos que percibía desde los matorrales. Solo quiero que el recorrido termine, olvidar los sonidos que me devuelven a la travesía y bajarme del autobús. Solo quiero llegar a Caracas.

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