• El siguiente testimonio es de una venezolana que contó para El Diario cómo fue su viaje hasta Colombia en busca de un servicio básico de salud que no se garantiza en Venezuela

El día que mi hijo cumplió 2 años de edad representó el inicio de una nueva etapa llena de desafíos para él y en la que debemos como padres protegerlo de cualquier enfermedad. Ante lo difícil que se ha vuelto conseguir medicinas y lo caro que es sistema de salud privado en Venezuela, siempre hacemos lo posible por estar al día con sus vacunas.

La mayoría de ellas las consigo en Caracas; en el hospital J.M. de Los Ríos o en el Seguro Social. Sin embargo hay algunas muy importantes que no han llegado al país desde hace tiempo como la de antineumococo, esta es la principal razón por la que decidimos viajar a Colombia para buscarla.

Día 1

La jornada empezó a las 4:00 am, la noche anterior dejé al niño con mi mamá para poder salir de la casa bien temprano desde La Pastora hasta el Terminal oriente — sur, de la avenida San Martín en Caracas.

Al llegar, mi esposo y yo conseguimos dos filas fuera del edificio: una para quienes quieran viajar al oriente del país y otra para los que van a occidente. La venta de los boletos comenzó luego de dos horas de espera y después de que pasaron solo 10 personas un trabajador del terminal gritó: “No quedan pasajes para Táchira”.

Nadie en la fila entendía qué pasaba. “Cómo es posible si nosotros estamos aquí desde la madrugada y no han pasado más de 10 personas”, preguntó una señora delante de nosotros.

A pesar de la confusión continuamos esperando. “Señores no hay pasajes para San Antonio para hoy, me quedan para mañana”, anunció el mismo trabajador.

Rápidamente me acerqué a él y le dije que quería esos boletos. Me hizo señas para pasar a pagar, pero me dejó apartada de la cola y me pidió las copias de cédula y de la partida de nacimiento del niño. “Me sacas con esto cuatro pasajes para mañana para San Antonio”, le dijo el trabajador al hombre en la taquilla de pago.

Cuando pasé para pagar me entregaron unos pasajes hechos a mano en unas hojas blancas y los números resaltados en naranja. El hombre me pidió que no me preocupara, que solo llegara una hora antes y lo buscara para abordar. Con dudas nos fuimos a casa para terminar de preparar todo.

Día 2

La mañana me pasó muy lenta, la ansiedad me carcomía, especialmente porque no me daban seguridad los pasajes hechos a mano. A la 1:00 pm llegamos al terminal mi esposo, mi mamá, el niño y yo, al ver al señor que nos atendió antes le pregunté “Dónde dejamos las maletas y dónde esperamos para abordar”.

Nos señaló que entraremos con los bolsos a la sala de espera y aguardaramos cuando llamarán a quienes van para San Antonio por la puerta dos.

En 20 minutos escuchamos la señal acordada y corrimos a hacer una fila pero la persona que recibía la boletos nos frenó. “Ustedes todavía no, ese es otro autobús”, advirtió el hombre.

A las 3:00 pm llegó el autobús de Expresos Suramericanos, una línea internacional que hace conexiones para quienes viajan fuera de Colombia. Los trabajadores de la línea dieron instrucciones para los pasajeros cuando el autobús se llenó. una de ellas era que si alguien iba a Cúcuta solo a comprar podría regresar el mismo día con ellos si así lo deseaban.

Algunos pasajeros manifestaron que efectivamente volverían con ellos, otros iban con la intención de emigrar y unos pocos como nosotros iban por motivos “humanitarios”.

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Día 3

Cuando salió el sol ya estábamos en Táchira, en un pequeño pueblo llamado Chururú y pasamos hora y media hasta Capacho, donde fue nuestra última parada de descanso hasta San Antonio.

En el terminal acordamos pasar la frontera por Ureña en lugar de San Antonio para cruzar más rápido. Tomamos un taxi y nos cobraron en pesos y le pedimos que por favor lo hiciera en bolívares porque no teníamos ni un peso. Al final pagamos 300.000 bolívares que equivalen a 50.000 pesos colombianos.

“Normalmente no hago carreras hasta Ureña porque es muy peligroso”, dijo el taxista. Mi esposo quiso saber a qué se debía esa decisión. “Las bandas que quieren controlar el territorio y se enfrentan a la Guardia”, respondió el hombre.

Mientras nos contaba cómo tuvo que esconder el carro para no quedarse en medio de una balacera un mes antes, al lado derecho de la carretera personas le sacaban la mano al taxi.

Nosotros creímos que querían tomar el taxi o pedir la cola, pero no era así. “Esos son los pimpineros”. Se trataba de personas que le compran la gasolina a particulares para pasarla por las trochas y venderla en Colombia.

En todo el camino hasta Ureña vimos más de 10 pimpineros, varias alcabalas de militares con armas largas y ninguna balacera afortunadamente. El taxista nos dejó lo más cerca que pudo del puente internacional Francisco de Paula Santander a las 11:30 am y de ahí en adelante el trayecto fue a pie.

Caminamos 45 minutos sin parar bajo el fuerte sol que arropa la frontera entre Colombia y Venezuela. En la mitad del puente todavía reposan los containers que colocó la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) en febrero de este año para evitar el paso de la ayuda humanitaria hacia nuestro país. Ahora están pintados con una bandera de Venezuela y hacen el paso de las personas un poco más difícil.

Por el lado venezolano escuchas a personas ofreciendo: “Colombia sin papeles, Colombia por trocha”, se trata de los trocheros que “guían” a los venezolanos que quieren cruzar a Colombia sin pasaporte o tarjeta de movilidad fronteriza por el río.

Meses antes habíamos sacado las tarjetas de movilidad fronteriza de cada uno, para evitar sellar pasaporte en los puestos de migración y pasar con mayor facilidad.

En el lado colombiano, en una zona llamada El Escobal también escuchas gritos pero de personas que te ofrecen líneas telefónicas colombianas “gratis”, que si las aceptas debes pagar el plan telefónico. Además hay personas vendiendo pan, gaseosas (refrescos), golosinas, pasteles colombianos y comida rápida que afirman sus vendedores “tiene el sabor caraqueño”.

Al final del puente está un toldo azul con el logotipo de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), del cual sale una fila de mujeres con niños en brazos, coches o tomados de la mano. Allí esperaban ser atendidos por dos mujeres venezolanas que trabajan para el organismo internacional.

“Quien es el último, cómo es el proceso para vacunar”, le pregunté a las madres, quienes me dijeron que los 40 números de ese dia ya se habían repartido y que tenía que llegar a las 6:00 am de Colombia o 7:00 am en Venezuela para anotarme.

En vista de que no existía ninguna esperanza de vacunar al niño ese día, decidimos acercarnos a un negocio en el que trabaja una prima colombiana. Ella nos dio agua, un ventilador para pasar el calor y nos compró el almuerzo. Después de comer nos fuimos a casa de una tía cerca del centro de la ciudad.

La Cúcuta que nos recibió fue una ciudad tranquila pero llena de propaganda electoral. Las elecciones de gobernadores, alcaldes, concejales y Asamblea estaban a pocos días y lo único que se escuchaba en las calles eran promesas.

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Día 4

Ese día madrugamos con la intención de llegar antes de las 6:00 am, desayunamos un poco de pan y huevo revuelto con café y a los pocos minutos llegó el taxi que nos llevaría nuevamente a El Escobal para la vacunación.

En 20 minutos ya estábamos ahí, eran las 5:48 am cuando nos acercamos a la persona que hizo la lista y nos correspondió el número 38 de 40. Las doctoras de la OPS llegaban al puesto a las 8:00 am así que esperamos sentados, de pie, dando vueltas e incluso saltando para evitar que el niño se fastidiara, para él o cualquier niño es difícil esperar por horas en el mismo lugar.

A la hora de llegada de las doctoras, me alejé un momento, porque todavía faltaban más de 30 números antes de mi hijo pasara.

Nos acercamos al negocio de mi prima y justo ella estaba llegando en ese momento. nos ofreció agua y café y nos preguntó si queríamos comer algo, pero aun estábamos satisfechos del desayuno apresurado. El calor de ese dia fue insoportable por lo que preferí esperar un poco más en el local mientras mi esposo iba a averiguar cómo iba la lista de niños.

Ya eran casi las 10:00 am y él no había vuelto. “Si no ha venido es porque todavía falta mucho, yo creo que se van como a la 1:00 pm”, me dijo mi prima y le respondí que me acercaría porque estaba preocupada. Después de todo estábamos en un país extraño en el que operan guerrillas y grupos irregulares en las fronteras.

Cuando llegué al toldo azul no logré verlo, pero sí escuché su voz. Él estaba dentro del puesto explicándole a las mamás cuántos niños habían pasado y cuántos faltaban por vacunarse. Resulta que se había quedado ayudando a las doctoras tanto con el control como con la compra de unos insumos que necesitaban para comenzar a vacunar a los pequeños.

“El muchacho que hizo la lista era el papá del primer niño que pasó entonces me dejó la lista”, me explicó y luego me dijo que faltaban solo 12 números más, lo que después se tradujo en dos horas más de espera.

“Le vamos a colocar tres vacunas: neumococo, hepatitis A y varicela, ninguna de estas debe darle fiebre ni malestar”, nos explicó una de las doctoras, mientras me entregaba una tarjeta de vacunación con los datos de mi hijo. La tarjeta es reproducida por el gobierno de Colombia y se la entregan tanto a niños colombianos como venezolanos.

Mi esposo sostuvo al niño para que la otra doctora le inyectara dos veces en el brazo izquierdo y una en el derecho. Le agradecimos varias veces a las trabajadoras humanitarias no solo por atendernos sino por ayudar a tantos venezolanos que requieren este servicio.

El niño lloró por al menos 5 minutos luego lo olvidó y 10 minutos después el cansancio lo venció. Era casi la 1:00 pm cuando nos despedimos de mi prima en su trabajo, ella siempre supo que pasaríamos toda la mañana ahí y me lo dijo.

Día 5

Cómo creíamos que el niño tendría algún malestar, nuestros planes eran quedarnos un día más y evitar algún inconveniente en carretera. Aunque nos dijeron que las vacunas que le aplicaron no le causarian nada, igual aprovechamos el día en esa ciudad.

Esta vez iríamos a comprar medicamentos para mi mamá, ella es sobreviviente de cáncer de seno y había reunido dinero para comprar sus medicinas en este viaje. También encontró levotiroxina para el hipotiroidismo porque en Venezuela es casi imposible conseguirla.

Mientras ella iba por las farmacias, nosotros buscábamos leche y pañales para nuestro hijo y su pequeño primo que acababa de cumplir un año. Sus papás nos pidieron el favor porque sabían que viajabamos.

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De vuelta a la casa usamos un típico taxi amarillo, esta vez nos llevó el señor Ramiro, quien rápidamente nos preguntó de qué parte de Venezuela éramos. “Yo conocí bastante de Venezuela, fui gandolero por varios años”, nos contó el hombre, quien explicó que volvió a Colombia la situación económica de nuestro país.

El chofer nos habló de su ciudad y sus problemas; de la política y la corrupción; de las fotomultas y los impuestos que tanto agobian al colombiano.

Vía de escape. Cúcuta es la primera ciudad a la que llegan los más de 4.000 venezolanos que cruzan la frontera a diario en busca de una mejor vida.

En la tarde visitamos a la ahijada de mi abuela. Ella trabajó por muchos años en Ureña aunque siempre ha vivido en Cúcuta. Su negocio atravesó muchas dificultades: gastos elevados, cierre de frontera, conflictos entre paramilitares e hiperinflación. El año pasado decidió cerrar su comercio.

Esa tarde, entre tantas historias, nos contó que a su familia le habían entregado una copia de Perfiles de la desaparición en Norte de Santander, un libro para el que un familiar dio un testimonio sobre su hermano que desapareció.

Su hermano desapareció hace 16 años y su caso está plasmado junto al de 99 víctimas de las desapariciones en este departamento colombiano. En 2018, una persona desaparecía cada 30 horas en ese departamento.

Día 6

Nuestra jornada comenzó a las 5:00 am. Mi mamá y el bebé se quedaron en la casa descansando, mi esposo y yo nos fuimos hasta la frontera. Fuera de la urbanización encontramos un típico taxi y a su conductor, el señor Henry. Al escuchar nuestro acento de inmediato reconoció nuestra nacionalidad.

A mitad de camino Henry nos preguntó de dónde éramos y respondimos que de Caracas. “Yo trabajé por allá muchos años. Bueno, en Charallave (Miranda)”, comentó el taxista.

El chofer tenía una charcutería, la cual fue su sustento hasta hace dos años, cuando fue víctima de un saqueo que lo llevó a la quiebra y a tomar la decisión de volver a Colombia.

Ahora trabaja gracias a un sobrino, quien es el dueño del taxi que maneja todos los días por las calles de Cúcuta. Al llegar a La Parada en Villa del Rosario, frontera con San Antonio del Táchira, Henry nos deseó suerte para conseguir los pasajes y para el viaje.

Caminamos entre cientos de personas para atravesar el puente Simón Bolívar. Allí nos dimos cuenta de que había muchos más funcionarios militares y de migración venezolanos y colombianos que en el puente Francisco de Paula Santander.

Mostramos los carnets de movilidad para pasar con facilidad y ya en el lado venezolano abordamos un autobús hasta el terminal de San Antonio. “El pasaje cuando puedan son 500 pesos”, nos dijo el colector que nos aclaró que también podíamos pagar 3.000 bolìvares por persona.

Cuando llegamos al terminal recordamos las palabras del agente de viajes: “Búsquennos en la caseta de Expresos Los Andes”, pero en ese lugar nos dijeron que la línea con la que llegamos a San Antonio no viajaba ese día.

No quisimos esperar un dìa más y preguntamos en otras líneas. La primera que conseguimos que viajaba a Caracas fue Expresos Occidente. “El autobús sale a las 3:00 pm deben estar aquí una hora antes en el andén seis o siete”, aclaró el vendedor.

Como ya eran las 9:30 am nos devolvimos rápidamente a la frontera para buscar al niño, a mi mamá y las maletas. Nuevamente cruzamos caminando y en La Parada tomamos un autobús que nos llevara cerca de la urbanización donde nos quedamos.

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Conforme pasaban las horas, el calor de Cúcuta aumentaba, ese día la temperatura era de 32º centígrados. A las 12:00 del mediodía llegó el taxi y nos llevó con las maletas hasta El Escobal, cuando llegamos varios carretilleros se nos atravesaron para ofrecernos sus servicios, “20.000 pesitos para pasar el puente, barato”, gritó uno, pero nos negamos a pagarle eso.

Caminamos solo cuatro o cinco metros cuando ya no podíamos con el equipaje, pero no llegabamos hasta los 20.000 pesos para pagar la carretilla. De un lado se nos acercó otra carretillera llamada María. “Yo les llevo las maletas por 10.000”, nos dijo y aceptamos rápidamente.

María acomodó el equipaje en la carretilla y se tapó la cabeza con un pañuelo para no quemarse tanto con el sol. “Ellos están cobrando muy caro, quieren hacer el día en una pasada”, comentó.

María se mudó de su natal estado Carabobo hace un año con sus dos hijos varones, uno de 18 y otro de 26 años de edad, llegó al Táchira. Antes trabajaba como personal administrativo de la Universidad de Carabobo, pero tomó la decisión de dejar su trabajo y su hogar cuando su sueldo y el de su hijo mayor no les alcanzaba para comer.

Con lo que hago aquí por lo menos comemos, a veces hay más o menos trabajo, pero algo se hace. María también nos dijo que su hijo menor quiere conseguir un cupo para estudiar en una universidad de Colombia.

Ya en Venezuela tomamos otro taxi hasta el terminal de autobuses. A las 2:15 pm ya estábamos esperando el autobús que nos llevaría a Caracas, en un terminal que no tiene ni siquiera asientos para esperar.

Pasaron las 3:00 pm y las 4:00 pm y todavía no llegaba el autobús. pedimos una explicación en la línea y nos dijeron que iba por Capacho y que no tardaba en llegar. A las 5:00 pm llegó el autobús de Expresos Occidente, respiramos profundo e hicimos la fila para subir las maletas.

La mayoría de los pasajeros llevaba exceso de equipaje, lo que nos preocupó un poco, porque con los primeros 10 pasajeros ya se había llenado el maletero de la unidad. “Tranquilos que todos nos vamos”, repetía el conductor del autobús cuando las personas les preguntaban dónde iban a llevar sus cosas.

Minutos después el mismo chofer cambió el tono y comenzó a pedirle a cada pasajero “algo extra” para subir las maletas. A algunos les cobro desde 100.000 hasta 300.000 bolívares en efectivo. Aunque estábamos molestos pagamos 200.000 bolívares para poder irnos porque ya estábamos muy cansados de esperar.

A las 5:40 pm arrancó el autobús que misteriosamente nunca fue detenido por ninguna alcabala de ningún tipo en todo el camino. Antes había escuchado que lo que piden las líneas en efectivo lo usan para pagarle a la Guardia Nacional Bolivariana en el camino y evitar las revisiones.

Día 7

La única parada que hicimos esa mañana fue antes de llegar a Valencia, estado Carabobo, porque el autobús se accidentó. No nos bajamos de la unidad a pesar de que pasamos casi una hora ahí. Lo único que queríamos era llegar a Caracas.

Lo que quedó de viaje fue mucho silencio, a los pasajeros se les notaba el cansancio y la molestia.

Llegamos a la casa agotados, pero satisfechos porque logramos vacunar al niño y ganarle una a la emergencia humanitaria que pasa nuestro país. Todavía no sabemos si debemos volver al país vecino por motivos de este tipo, solo nos queda esperar que nos dirá el pediatra.

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