• Hay quienes dicen que los platos son el mejor reflejo de quienes lo preparan. En el caso de la chef Ariana Pérez esta regla no solo no se rompe, sino que se podría decir que sus preparaciones son la representación más exacta de su personalidad: moderna, disruptiva, colorida. Avasallante

Cuando a Ariana Pérez le preguntan qué la caracteriza, no duda en responder: “Soy transgresora”. Solo basta una mirada rápida para descubrir que, en efecto, es como se describe. Como si se tratase de una parte indispensable de su uniforme, acomoda una y otra vez una pañoleta roja que rodea su cabeza. El sombrero largo y abultado, figura insigne de los chef en el imaginario colectivo, no es lo de ella. Tampoco lo es la sobriedad, o al menos lo que muchos entienden como tal. Para ella, la cocina no tiene límites y le permite ser como siempre quiso ser. Innumerables marcas de tinta negra adornan sus robustos brazos y aros de distintos tamaños perforan su labio y orejas. La cocina la lleva en su mente, en la sangre, y en la piel. Es una chef a tiempo completo.

Los tatuajes de sus brazos son como un mapa que explica su vida. Un cuchillo, una mujer que piensa en cocina, y el mural que identifica al restaurante La Esquina –su primer lugar de trabajo– , acompañan su lema de vida: “Vive, ama y cocina”. Sin embargo, su imagen ruda dista mucho de su sonrisa fácil y afable. Su voz, aunque siempre muy alta, no le quitan su palabra amable y apresurada, como quien cuenta un plan que le entusiasma.

Los únicos momentos en que se permite pensar sus respuestas con calma es cuando le piden algo en específico, algún plato favorito, algún referente internacional, algún temor. Para algunas preguntas simplemente no tiene respuesta. Es diversa. Tampoco le gusta el silencio, ni siquiera durante el cocinado. Por eso suele escuchar reguetón o música llanera. Es alegre.

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Foto: Fabiana Rondón

Su apariencia le importa tanto como la de sus emplatados. Siempre trata de conseguir un elemento diferenciador. “Creo que la cebolla morada me parece sensual para muchos platos. A veces le falta color y le pongo ajo o tomate. Me atrevo a mezclar cosas que la gente no se imaginaría. La gente come por los ojos. La comida es amor a primera vista”, comenta.

La dureza la deja para los momentos en los que tiene que cocinar o comandar un servicio; además de su habilidad y su pasión, es el gran motivo de su éxito pero, curiosamente, también su mayor defecto a corregir.

“Tengo que mejorar mi carácter. Tal vez ser un poco más flexible”, reflexiona “Ary” –como ella misma se da a conocer en sus redes sociales–. “Pienso que esa fortaleza me ha traído a donde estoy, pero creo que hay mejores maneras. Tal vez cambiando una palabra, te va a cambiar todo el contexto. Sí, me arrepiento de haber dicho algo, pero creo que he madurado mucho. No dudo en pedir perdón u ofrecer disculpas”, asegura. 

Si bien reconoce errores, la opinión de los demás no es lo que más le preocupa ni le mortifica. Ni siquiera la de todos sus comensales, y lo dice con la seguridad de quien se siente satisfecha consigo misma.

Si yo te cocino a ti y no te gusta, es porque mi sazón no está adaptado a tu paladar. Pero tal vez al de otro sí. No modificaría mi manera de cocinar para complacer a alguien. La cocina es tu personalidad, tu identidad”. Y Ariana personalidad tiene. Mucha.

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Ariana entró a la cocina de La Esquina. Era un jueves. Tenía entre 24 o 25 años cuando sucedió, no lo recuerda. Ahora tiene 28. Para ella era un lugar de referencia, quizá un intimidante por ser uno de los restaurantes más importantes de Caracas, su ciudad natal. Pero ella lo tenía claro: quería trabajar allí, a pesar de no tener experiencia previa en ningún otro lugar de comida. Hasta entonces solo tenía dos meses en un curso de cocina, preparaba la parrilla para sus amigos, y recordaba algún que otro consejo de su abuela. Se sintió sorprendida, pero decidió hacer una prueba de admisión. Al día siguiente ya estaba trabajando en aquel lugar. 

 “Yo nunca había entrado a una cocina. Ni siquiera había agarrado un cuchillo de chef”, admite. “Eso es como que lo llevas en la sangre. Es innato”. En su caso, la vena cocinera la heredó de su abuela, quien trabajó durante 25 años en un restaurante en La Trinidad. Fue en esos pasillos, entre esas ollas y entre esa sazón casera, en donde tuvo sus primeros acercamientos con la cocina. “Desde pequeña yo la ayudaba. Cosas básicas, obviamente, como cortar algunas cosas, pero siempre me gustó. Yo estaba destinada a esto”, dice.

Su abuela murió hace un año, pero su legado –asegura- lo mantiene. Al recordarla dice sentirse nostálgica, triste. No se nota. Lo habla con tranquilidad, sin emocionarse, ni demostrar quebranto. No es de lágrima fácil. Quizás sea por el hecho de que antes de irse, la vio triunfar en las cocinas.

La comida profesional, pues, está presente a lo largo de toda su vida. Ahora con mayor frecuencia que antes, eso sí. Pero hay ámbitos en donde todavía aparece matizada. Su casa es uno de esos espacios. Allí no hay dudas: cocina su mamá. Los platos muy elaborados, lo sabores menos tradicionales, quedan para el trabajo. En la casa, como a cualquier otra persona, a Ariana le gusta lo típico, lo sencillo. “Solo quiero llegar y comer que si un arroz con pollo y tajadas, cosas así. Siempre le digo a mi mamá que me haga algo”.

Con su padre tiene una relación cercana, pero a la distancia. Él vive en Valencia. En ocasiones hablan por teléfono para ponerse al día con la vida de Ariana. “Vi tus fotos en las redes”, le dice con frecuencia. Su hija ya es casi una celebrity. Pero eso queda allí. Por lo demás, los Pérez Solis son una familia diversa, tradicional. Su hermana no tiene mano para la cocina, y a Ariana siempre se le exigió estudiar una carrera. Tampoco piensa en agrandar la familia, al menos por ahora. “No pienso tener hijos. La cocina te necesita disponible 24/7. En este momento no me veo. No es mi prioridad. Estoy bastante entregada a lo que estoy haciendo”, asegura.

“Desde pequeña quise ser cocinera. Veía muchos programas de cocina. En mi época no veía comiquitas así, sino una que si Dino en lo cocina, no recuerdo bien cómo se llamaba, pero quería ser chef. Pero bueno, tú sabes cómo son las mamás que si ‘estudia una carrera primero y después estudias lo que tú quieras’. Y así fue. Estudié primero en la Universidad Católica Andrés Bello (Ucab) relaciones industriales. No ejercí nunca la carrera, luego sí estudié cocina en Chuao en el Centro Venezolano de Capacitación Gastronómica, en el año 2014”.

Como estudiante fue igual de buena que como cocinera. Lo acredita a su personalidad: se define como perfeccionista, pasional. “Si voy a hacer algo, lo hago bien”, dice. Sin embargo, si de algo se arrepiente es no haber estudiado cocina antes, cuando recién era una adolescente. Lo siente, pero tampoco le mortifica. Al fin y al cabo, su comienzo en la cocina, aunque tardío, es trepidante. Su trayectoria, aunque muy corta, tiene un legado considerable.

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Foto: Fabiana Rondón

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La primera vez que entró en La Esquina, Ariana pensó “wow, que grande es esto”. Lo segundo que pensó no necesariamente tiene que ver con la cocina ni nada relacionado a ella. Tampoco es algo en lo que piensen todos los chef: el hecho de ser mujer. Cuando llegó, 43 cocineros conformaban el equipo del restaurante. Solo había una mujer, y esa era ella. En principio, dice, no fue un problema. Al contrario. “Yo decía ‘ay, Dios mío, soy la única mujer’, pero la gente era muy amable. Si sabían que tenías muchos servicios y eras nuevo, te ayudaban”, recuerda. 

Su primera labor en La Esquina fue cortar frutas para el servicio de desayuno, y su primer jefe fue Edward Rodríguez. “No es nada fácil”, advierte antes de que alguien desestime su primer trabajo, “tenía que salir perfecto, en cubos de un por un centímetro, entonces tienes que saber la forma de cómo manipular la fruta”, explica. Su paso por allí fue breve; dos o tres meses, no lo recuerda con exactitud. Su calidad daba para otras cosas. Fue entonces cuando la ascendieron a la línea caliente de desayunos, ya de preparaciones más elaboradas. Su estadía allí, aunque más larga, fue efímera si se le compara con otros chef.

“En la parte de los desayunos estuve como seis meses. Luego fui jefa de la línea caliente de desayuno, y no pasó ni un año cuando me ascendieron a sous-chef (la segunda al mando de la cocina). Fue un 5 de julio. Yo ya sabía lo que quería. En la cocina ya tú te visualizas”.

El rol de sous-chef lo afrontó con la misma dureza de siempre. Algunos decían que no estaba preparada, pero qué saben ellos. A los jefes les gustaba las formas y la habilidad de Ariana. Y allí estaba ella, la única mujer entre 42 hombres, liderando la cocina en el turno noche. Lo dice con orgullo, pero con la necesidad de ratificarlo: “La noche es como que la guerra. Siempre están los mejores cocineros en ese turno, porque es más fuerte”. Haciendo retrospectiva, sabe que el hecho de ser mujer no siempre le jugó a favor. 

“Mis ascenso no fue muy bien visto entre los otros cocineros”, analiza, y continúa en su relato, tratando de buscar la explicación. “Recuerdo que a los dos meses de ser sous-chef, toda la cocina se me fue. Se alzaron, firmaron carta de renuncia y se fueron. Creo que fue porque a los hombres no les gusta que las mujeres los manden. Yo sentí que fue por eso. Ellos me llevaban al punto máximo de mis capacidades. A ellos les costó muchísimo. Al principio fue bastante rudo”.

En las cocinas sí hay machismo. A las mujeres siempre las asocian como en la pastelería”. Pero a Ariana la pastelería no le seduce nada.

De su paso en dicho cargo recuerda haber atravesado dos conatos fuertes. Nada que no superó rápido, pero que hablan de la dificultad de ser mujer en un trabajo de predominancia masculina. 

“Un día me doy cuenta que el pastelero y un chamo de la línea caliente se estaban tomando el ron de la pastelería”, comenta, “por lo que llamo al chef operativo y le digo lo que está sucediendo, a lo que él me dice ‘le vas a decir que traigan una botella de ron cada uno y le vas a quitar los puntos por una semana’. Eso hice”. Lo que vino después lo cuenta con el mismo desconcierto que atravesó en aquel momento. No lo podía creer:

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Foto: Fabiana Rondón

“Uno de los cocineros, que es viejísimo, se quitó el delantal y me dijo ‘cocina tú. Tú me das risa’. El pastelero fue aún más agresivo. Me dio una patada. Me paralicé por unos segundos y continué el servicio. Obviamente me dieron ganas de llorar de la rabia, pero seguí. Tenía que continuar. El servicio salió como debía. Ellos dudaban de mi capacidad de cocinar. Me veían muy joven, con poca experiencia”.

Pero esos sucesos fueron una excepción. De La Esquina no tiene más que elogios y agradecimientos. “De ahí partí y aprendí todo. Siempre voy a recordar ese lugar. Yo puedo manejar un restaurante gracias a La Esquina.”, asevera. También fue allí donde conoció al que dice ser su mentor, el reconocido chef Eduardo Moreno quien, entre otras cosas, importó a Venezuela la experiencia de la comida molecular. Con él todavía asegura mantener una relación de amistad. Algo vio diferente en ella. Ariana no sabe exactamente qué.

“A Eduardo no le gustan las mujeres en la cocina. Pero está bien. Yo después aprendí el significado de eso, porque las mujeres somos más pasionales, somos hormonales, nos ponemos tristes, vamos de mal humor al trabajo. En la cocina hay gritos, groserías, hay presión. Creo que las mujeres se podrían poner a llorar. Un hombre como que aguanta, es como que ‘esto no me va a hacer llorar’. Pero la mujer es como que ‘ay, me gritó’. Eso es como una escuela militar. Tal cual”, cometan. Ella es sencillamente diferente.

A Ariana tampoco le gusta cocinar con mujeres. Quizá sea porque la enfrentan más o piden más ayuda, dice. Aun así, no quita el mérito de la lucha femenina en Venezuela. Para ella, la mujer venezolana es guerrera, arriesgada y se impone ante cualquier reto. “Hace lo imposible, pero lo conquista”, comenta. Modestia aparte, no duda en poner su historia de vida como un ejemplo de ello. Por algo ahora es dueña de su propio negocio. 

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Foto: Fabiana Rondón

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En la avenida Principal de los Chorros, en el estado Miranda, algunas quintas aún resisten clavadas entre las nuevas construcciones. Son callecitas estrechas donde hasta el tránsito de vehículos se dificulta. Allí, en una de esas casas, actualmente se expende diversos platos de comida al día. Salen una caja, casi intactas, desde una moto. Se trata de El Almacén, un negocio de delivery que actualmente comanda Ariana. Hace poco más de dos meses que decidió salir de La Esquina.

La casa poco remite a un restaurante. Al entrar, una gran mesa redonda de madera recibe a los visitantes. No hay mucho más en el lugar, solo alguno que otro escombro que se esconde en la oscuridad de las habitaciones. Allí solo hay un salón intacto, impoluto, pero no moderno: la cocina. Cada detalle habla de un negocio en crecimiento. Recetas escritas en tinta color verde agua sobre la cerámica blanca de las paredes es la primera impresión al ingresar al espacio. Lo demás no es muy diferente a cualquier otra cocina cacera. Tampoco se necesita más para hacer refinadas elaboraciones.

“El Almacén surge de unos amigos. Ellos ha tenían tiempo que querían abrir y me llamaron para decirme que tenemos una idea bastante clara de qué queremos y de cómo lo queremos. En El Almacén queremos vegetales, cosas poco procesadas, ver hojas completas; comida sabrosa que te haga sentir bien, no necesariamente fitness, que te cautive y puedas comer todos los días. Creé el menú, y allí tuve mi primer enfrentamiento con esta nueva etapa de mi vida, porque era vender tu comida escrita, y eso es muy difícil. Nos ha ido super bien. Cuando alguien dice delivery, se imagina un sanduchito o una hamburguesa, pero que llegue a tu oficina o tu casa un pescado o algo que digas ‘wow’, es otra cosa”, explica sobre el nuevo emprendimiento. 

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Foto: Fabiana Rondón

A Ariana le inquieta progresar, salir adelante. Por algo uno de sus mayores miedos en la vida es dejar de crear, de innovar. Por ahora eso no es problema para ella. Además del menú de El Almacén, en su haber tiene más de 15 platos en La Esquina. Entre ellos, el famoso “Aguadito” típico de la carta del restaurante, que consiste en un arroz caldoso con camarones, coronado con un ceviche fresco y puntos de alioli. 

Pero la chef entiende que hay ciclos en la vida que se cumplen. “Creo que ya había aprendido lo suficiente, ya conoces todo lo del restaurante, cumples tu ciclo y ya se convierte en una relación tóxica. Ya no hay nada que aprender. Me lo podía saber todo, hasta el peso de los alimentos con tan solo mirarlos. Son cuatro años viendo lo mismo”, comenta.

Haber pasado de uno de los mejores restaurantes de Caracas a un negocio en crecimiento no lo toma como un retroceso, sino como una oportunidad para ser libre, mostrarse a sí misma. No busca protagonismo, pero sí que su trabajo sea reconocido y valorado.

“La Esquina nunca mostró su cocina. Nadie sabe quién está detrás, entonces claro, estás en el mejor restaurante de Caracas, pero nadie sabe quién eres tú. Tú no eres nadie. Sentía que le tenían que dar más impulso a los cocineros, porque si es un restaurante, tienes que vender lo que tú eres. Siento que ahorita no bajé de nivel, sino que subí. Cocino lo que yo quiera, vendo mi comida. Lo llevo a mi manera. Además, con delivery uno tiene más alcance, llegas a más lugares”.

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Foto: Fabiana Rondón

Si algo le obsesiona tanto como cocinar, es enseñar de cocina, diversificarla y que suene en cada rincón del país. No se explica cómo es que en Venezuela no existe una escuela de cocina gratis. Sabe que no todos tienen la posibilidad que tuvo ella de estudiar en un lugar privado, y tampoco reniega vivir en una realidad muy distante a la de la mayoría de venezolanos, por lo que en ocasiones se dedica a asistir a comedores o escuelas para dictar cursos. “Los chef sueñan con tener un restaurante, pero más que eso, yo quiero una escuela de cocina. Yo me veo dando clases”, reconoce.

Ama Venezuela, y asegura que son muchas las oportunidades que están surgiendo en el oficio, que “hay gente apostando a la gastronomía del país duro”. Sin embargo, no cae en falsos nacionalismo. Si algún día le propusieran ir a otro país de una marca reconocida para cocinar, la respuesta será sí. “Es una relación ganar-ganar”, justifica. 

De cara al futuro tiene sus ideas claras. Si se le pregunta qué hará mañana, seguramente mirará su brazo y así recordará su lema de vida.

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