- Agustina Niño se ha mantenido durante más de tres décadas en su puesto de perros calientes. Ha sido una partícipe silenciosa en el avance de la ciudad y, desde su oficio dominado en la mayoría por hombres, ha podido brindarle un futuro a sus hijos y nietos
Desde 1987 la señora Agustino Niño está en una de las esquinas cercanas a la estación del Metro de Plaza Venezuela con su puesto de perros calientes y ha visto el avance de la ciudad, la algarabía de los años ochenta y el declive de las últimas décadas. En ese momento, mientras inicia su relato sacude la pinza que tiene en sus manos, para limpiar con rapidez los ingredientes restantes que se adhieren a la pieza de aluminio y limpiar sus manos en el delantal.
Nació en un pequeño pueblo de las montañas andinas llamado Delicias, escondido entre la neblina y los inmensos terraplenes de la cordillera del estado Táchira, pero se mudó a Caracas a los 20 años. Sonríe tenuemente, se arregla la gorra agujereada, prenda indispensable para su oficio, y recuerda los momentos de su niñez. Salió de su pequeño pueblo, con las inseguridades de la despedida y la emoción de la llegada a la capital, para enfrentarse con un hecho que cambiaría, de cierta manera, su vida.
Al momento de las fotografías decide esquivar el lente, resguardarse tras la gorra y enunciar con fuerza: “no quiero fotografías ni videos”. Aunque mantiene sus uñas impolutas, con un esmalte rosado, para brindar la mejor cara a sus usuarios decide esquivar los retratos.
En la carretera, mientras amanecía y con muchas horas de viaje, se encontró con un accidente, cuenta con la sensación de revivir cada momento de ese día. Una gandola chocó contra un autobús de pasajeros y los cuerpos desmembrados estaban tirados en el pavimentos, la cabeza del chófer, relata, estaba rebotando ante la inmensidad de la carretera. En ese momento decidió no volver a viajar por carretera, decidió, sin esperarlo, quedarse indefinidamente en Caracas.
Su hermana mayor la recibió en el mercado de Coche, entre los tarantines de verduras y legumbres, junto a los gritos desaforados de los camioneros que llegaban del interior. Agustina, mientras realiza pequeños movimientos con sus dedos, sonríe y se sonroja con la entrevista, relata que su primer oficio en Caracas fue vender cebolla en los tarantines del mercado de Coche.
Eran los años ochenta, recuerda, y el movimiento de la ciudad era muy distinto. La vitalidad de los transeúntes, el crecimiento económico y estructural de Caracas, las construcciones de Metro y la sensación de un futuro que, entre las dificultades, era posible. Su trabajo, declara, le ha brindado felicidad y ha sido desde que comenzó la razón para el sustento de sus hijos. Además, fue partícipe de la gran imagen de la ciudad desde su pequeño puesto, en la esquina de Plaza venezuela, trabajando en un oficio característico de lo venezolano.
El carro de perros calientes, con sus hamburguesas estrambóticas y los perros que nunca se acaban, que brotan del agua hirviente y se pierden entre el vapor y el hambre de los usuarios, es un factor determinante para entender la relación del venezolano con su ciudad. Agustina, de cierta manera, es consciente de esa relación y en sus respuestas denota sosiego al estar presente en la memoria de la ciudad.
Su hermana mayor, Ana Luisa Niño, fue la primera mujer de la familia que comenzó a trabajar en un puesto de perros calientes. Agustina la recuerda con cariño, entrecierra los ojos y levanta suavemente la comisura de sus labios, esbozando una leve sonrisa, al iniciar el relato de su hermana. Ana Luisa le dio cobijo en Caracas y tiempo después la ayudó a iniciarse en el oficio de perrocalientera. Agustina no fue la única; sus hermanos, desde el más grande hasta el más pequeño, también iniciaron en el oficio por Ana Luisa y se repartieron por toda la capital. Una familia de perrocalienteros, de cocineros de la calle, que han vivido los momentos de oscuridad y luz de la ciudad.
El sol abrasador de la tela se cuela entre los huecos del toldo, su nieto la acompaña en el oficio, busca las bolsas de papitas, los cortes de cebollas y los panes para atender a los clientes. En ese momento, mientras trata de alejarse de los rayos del sol, menciona uno de los momentos más duros de su vida. Su sonrisa se detiene y, por primera vez en toda la tarde, responde con seriedad: hace mucho tiempo, no recuerda la fecha exacta, tuvo que dejar a sus dos hijos en Delicias, en el pequeño pueblo que había dejado a los 19 años, porque la situación en Caracas habían encrudecido y su madre se ofreció a cuidar a los dos pequeños. Su hijo mayor tenía diez años y su hija tenía seis años en ese momentos. Los dos estaban muy pequeños y la despedida, relata Agustina, fue un momento muy difícil para ella. En el camino pensaba en sus pequeños, en la nostalgia de sus abrazos y en la sonrisa de su pequeña niña.
La despedida de sus hijos fue un momento significativo para su vida, relata con la voz suave y sin sonrisa aparente, porque tuvo que enfrentarse con la soledad y la nostalgia. Pronto volvió a encontrarse con ellos, al comenzar su trabajo en el carrito de perros calientes, y pudo brindarles la educación y el “pan de cada día”, como ella menciona, para que crecieran en un hogar estable. Aunque sus palabras se enmascaran en su pequeña sonrisa, en el movimiento de sus manos y las miradas esporádicas con su nieto, se transforman en sentencias fuertes que han construido su vida desde el momento que decidió dirigirse a Caracas.
En los momentos difíciles que atraviesa la población venezolana, entre las calamidades de la crudeza económica y la crisis humanitaria, una de las cosas que la mantiene inamovible en su puesto de Plaza Venezuela es la posibilidad de independencia, de tener una entrada de dinero diaria.
En otros tiempos, recuerda, la ganancia de su trabajo le permitía disfrutar las salidas de los fines de semana, escoger un par de zapatos en las boutiques de Sabana Grande y sorprender con regalos a sus hijos. En cambio, en los últimos años su trabajo diario sólo le permite recolectar lo suficiente para comer. “Nosotros no sabemos lo que es pasar trabajo, pasar hambre”, menciona con sencillez, entre la muchedumbre que se aglomera en las paradas de camionetica y los usuarios que preguntan el precio de los perros calientes.
En este momento su hogar está conformado por sus nietos, porque su hijo mayor se transformó en un venezolano más de la diáspora y su hija menor se quedó en Delicias, trabajando desde la apacible tranquilidad de las montañas andinas. Aunque, menciona Agustina, su pueblo ha cambiado mucho en los últimos años. Antes la agricultura era el oficio principal, los cafetales en flor, como relata Chucho Corrales en una de sus más laureadas canciones, se distribuían por los valles de su pueblo; las cosechas de legumbres, los cañaverales, los “calditos” de papa y el agua panela, eran cosas comunes de la sencillez de la vida pueblerina. En cambio, en esta época el trabajo ha disminuido y la tierra se ha encrudecido. La cosecha no es el oficio principal, la economía inestable ha impulsado que las casas se queden vacías y sus habitantes escojan el rumbo de la migración.
Clank, clank, vuelve a sonar la pinza de aluminio en el carro de perros calientes. Agustina detiene un momento el relato y se dedica a atender a un cliente. Su nieto le ha pedido ayuda. Se arregla la gorra agujereada, voltea con una leve sonrisa y prepara una hamburguesa. “A la orden, señor. ¿Qué desea?”. Clank, Clank. “Con todo, por favor”, responde el comensal. El sol se ha escondido un momento tras la gran fila de nubes que cubren el cielo de Plaza Venezuela. Su nieto buscaba más ingredientes. El cliente recibe su hamburguesa, se sienta frente a la mirada de los caminantes de la ciudad y disfruta, con la amabilidad de Agustina, su pedido.
Se sienta y vuelve a comenzar su relato. Sonríe, se disculpa y limpia sus manos en el delantal: “lo siento, muchachos”. Este oficio, menciona, y la independencia que le ha brindado desde 1987 le permitió dejar a su esposo luego de 20 años. El hombre que conoció en las calles de su pueblo, el padre de sus hijos, que la acompañó en el viaje a Caracas a los 19 años.
Los detalles de la ruptura no aparecen en el relato, ella decide obviarlos, resguardarlos en sus recuerdos y sonríe con las mejillas ruborizadas. Sus hijos y ahora sus nietos han sido un motor para su vida, para continuar con un oficio agotador que, entre todas las calamidades, le ha brindado un sustento diario durante 32 años. Conoció las construcciones del Metro, el avance arquitectónico de Caracas, la algarabía de los caminantes de Sabana Grande en la década de los ochenta y noventa. Además, ha podido ver el declive de la ciudad, los descalabros del Metro, el pesar del hambre de los caminantes y la disminución del valor de la moneda.
Ahora, su impulso son sus nietos, los pequeños que extrañan a su padres y tienen que mantenerse en un país inestable, con la nostalgia y la añoranza del abrazo materno o paterno. Agustina, la abuela cariñosa, ha encontrado en ellos una razón para seguir ejerciendo el oficio que la define. Finaliza el relato, arregla la gorra agujereada, se limpia su manos en el delantal y sacude la pinza plateada. Clank, Clank, “a la orden. ¿Que desea?”