• La caraqueña tiene seis años barriendo las calles de los alrededores de Plaza Venezuela y Altamira. A María nunca le ha dado vergüenza hablar sobre cómo se gana la vida y cómo sus hijos han aceptado su trabajo a medida que fueron creciendo

Es una tarde soleada de lunes. María Pérez se pone nerviosa al tener contacto con la silla dispuesta para la entrevista. Su voz es firme, segura, pausada. Sus labios están resecos y una cola que sostiene su cabello. Mientras envuelve sus manos una sobre la otra, cuenta una anécdota que vivió hace poco. Un pequeño que sufre los pesares de la calle se encontraba caminando descalzo, sintiendo el ardor del asfalto caliente en sus pies y María, sorprendida ante la figura del niño, le pidió su número de calzado. No pudo evitar involucrarse, sentir pesar por ese pequeño y al día siguiente, antes de comenzar su oficio diario, le regaló un par de zapatos. Hoy no puede contener la satisfacción que se dibuja en su rostro al recordar la sonrisa del joven que ahora tiene zapatos. 

La mujer de 39 años de edad apoya los antebrazos sobre la mesa. Tiene dedos largos y uñas fuertes, la mayoría sin rastro de color de barniz de uña. María utiliza una escoba y una pala con los que recoge los restos de un país que se cae a pedazos. Nunca soñó con ser doctora o arquitecta. Ama lo que hace: estar en la calle para ver su ciudad más limpia. 

Foto: José Daniel Ramos

Tiene seis años utilizando un uniforme que le cubre todo el cuerpo. Hasta el año pasado trabajó para el gobierno de Nicolás Maduro barriendo las calles del bulevar de Plaza Venezuela, en Caracas, pero fue despedida sin razón. Este hecho la marcó de por vida, asegura, porque de un día para otro se quedó sin empleo y sin dinero para mantener a sus dos hijos. A esta madre soltera, sin recursos, todo se le vino abajo. 

La pala y la escoba fueron sustituidos por un trapeador y uno que otro utensilio de limpieza del hogar. María estuvo sin trabajo durante seis meses. Su única opción para generar el dinero que necesitaban sus hijos era ir a casas de su comunidad para limpiar. Hasta que una amiga la llevó a otra empresa de recolección de basura, donde la contrataron como barredora. 

Foto: José Daniel Ramos

A María nunca le ha dado vergüenza hablar sobre cómo se gana la vida. Es discreta en cada palabra que entona, también es tímida y apacible. Vive en un barrio muy alejado al centro de Caracas. Ella tiene un apartamento en la Parroquia Macarao, cerca de Las Adjuntas. Hace un notorio silencio cuando habla de su casa. Y a continuación cuenta cómo su casa se derrumbó.

Describe su vivienda y la califica como un rancho. Evoca el cauce del río Macarao tropezando valle abajo, llevándose a su paso su vivienda de barro y bahareque. Una enorme alud destruyó su casa, su vida y sus recuerdos. Quedó sin nada. Su anterior pareja la había llevado a ese lugar para iniciar una vida. Fue el detonante de su separación. 

“He sido madre y padre a la vez”, dice María. Sus hijos, de 20 y 23 años de edad respectivamente, la ayudan con el hogar. Ellos vivieron el momento en que el río arrasó con su casa. A partir de allí, el menor tuvo que irse a vivir con su papá, y el mayor se quedó a su cuidado. La mujer afirma que tuvo que luchar mucho para conseguir el espacio que ahora es su apartamento. Lo común, dice Pérez, es que desalojen a la gente de sus viviendas y nunca reciban respuesta por un nuevo hogar. Pero este no fue su caso. Todos los días llevó fotocopias y papeles a los organismos del Estado, se empeñó en conseguir su objetivo, y por eso considera que su apartamento es prácticamente un milagro.

Pero como toda vida humana es un drama, el de María no se limita a la pérdida de su vivienda, pues su padre vive en Mérida, en el occidente de Venezuela, y su madre, que vive en Caracas,  sufre de diabetes.

Relata que, como mujer, no es fácil criar a dos muchachos sin la ayuda de un hombre, pero le enorgullece que sus hijos no la juzguen por su trabajo limpiando en las calles. Las miradas siempre se fijan en ella a donde quiera que va. Ante la sociedad, no es muy común ver a una mujer limpiando calles, en realidad, es la única mujer en su empresa que está contratada para recoger la basura. 

El estímulo de salir a la calle durante tantos años son los comentarios alentadores que recibe. Y lo paradójico del asunto es que ejerciendo un oficio tan agotador, a María la fatiga mucho más el traslado desde su casa hasta su lugar de trabajo. 

Todos los días se despierta a las 4:00 am para preparar el desayuno y el almuerzo. Luego debe caminar hasta la entrada de la estación del Metro. En ella, antes de que el día empiece a aclarar, algunos borrachos intentan recobrar la memoria. Mientras tanto, otros abren los ojos para descubrirse tirados en medio de la acera, en el monte, recostados en un árbol, en el mismo lugar donde se tomaron el último trago de la noche anterior.

María es puntual. Todas las mañanas desafía los retrasos del sistema subterráneo para llegar a las 7:00 de la mañana a la estación Plaza Venezuela. Desde ese lugar camina, o en el caso inusual de tener dinero en efectivo, toma una camioneta que la deje cerca de El Rosal. Su trabajo se encuentra diagonal a la Autopista Francisco Fajardo. En ese lugar, retira sus implementos de trabajo y un bote de basura para dirigirse a La Floresta.

Foto: José Daniel Ramos

Tiene un compañero, pero se reparten las zonas para limpiar con la intención de cumplir con el trabajo diario. En ese momento, cuando se encuentra sola, es que intenta hacerse fuerte. Señala que no le teme a la soledad, pero el nerviosismo en sus manos la delata y su mirada perdida afirma que ha enfrentado situaciones difíciles. 

“Muchos carros se han estacionado durante minutos, sin ninguna razón aparente, en una calle sola. Yo siento que me están viendo, es una sensación terrible porque sabes que puede pasar cualquier cosa”, recuerda María. 

La delincuencia no es lo único que la preocupa en su trabajo. Ella relata que el camión recolector de basura avanza cada mañana mientras que tres jóvenes desesperados intentan escarbar dentro de bolsas malolientes. En sus rostros castigados por el sol puede ver a sus dos hijos. Los adolescentes se apresuran en busca de algún bocado. Uno de esos muchachos consigue lo que parece un residuo de un dulce. Es la carrera diaria contra el hambre. 

Huesos con restos de pollo, arepas, ensaladas y otros desechos son algunos de los alimentos que sacian el hambre de muchos venezolanos que, por las malas políticas económicas del régimen, se han visto en la obligación de acudir a la calles para rebuscarse y obtener algo más que un sueldo mínimo y bonos prometidos por Nicolás Maduro.

María siente rabia al ver a diario esos rostros. Uno de ellos se llama Wilder, de 13 años de edad, y durmió por primera vez en una acera cuando tenía 10. Ella afirma que los niños en situaciones de calle se tumban sobre pedazos de cajas para no apoyar la cara en el suelo. El frío los hace temblar y cuando puede, ella les lleva algún abrigo o manta que le puedan servir durante la noche. 

“No estudian”, afirma María. Los adolescentes estuvieron en una actividad impulsada por el gobierno y que no cumplía con sus necesidades. Esa es la historia que le hacen llegar a la trabajadora del aseo que los conoce, pero entiende que también necesitan sobrevivir en una sociedad teñida por la delincuencia. 

A María el futuro le genera ansiedad, pero su única aspiración es ver a sus hijos crecer y que estén orgullosos de su madre.  La caraqueña considera que Venezuela es una nación de oportunidades, pese a estar sumida en la peor crisis política, social y económica de su historia. También existe una frase que profesa y deja entrever en sus ojos que se llenan de emoción cada vez que la dice: “No tengan miedo de ponerse un uniforme y barrer, lo importante es sentirte útil contigo mismo”, enfatiza. 

Foto: José Daniel Ramos

Muchas personas la señalaron por no trabajar en una oficina. A pesar de esto, sus convicciones la llevaron a adorar su empleo. En esa misma línea, María pide no satanizar su tarea, y sostiene que cualquier mujer es capaz de llevar a cabo el arduo trabajo. 

Ella quiere que las mujeres se vean en su espejo. Es una persona de pocas palabras hasta que le preguntan por su motivación para seguir haciendo su trabajo. Ha aprendido a recibir los comentarios negativos, pero sin asimilarlos. Aprendió a disfrutar la soledad, pero no se acostumbra ni desea resignarse a ella. Tiene una nueva pareja con la que quiere construir un futuro en el que las mujeres no sean juzgadas por llevar un uniforme y trabajar como barredora.

De niña, nunca pensó en la tarea que ejerce, pero le tocó y está satisfecha con la forma en que lo ha llevado. Ella también pide poco y agradece mucho. Tiene muchos compañeros que la han ayudado desde que comenzó su nuevo empleo. Preguntan, la ayudan y la protegen durante las jornadas diarias. No emite muchos juicios, tampoco llora cuando cuenta sus momentos más duros.

Su voz no pierde fuerza cuando habla de lo orgullosa que se siente al ser barredora. Siente que es un oficio más, y que debe hacerse con amor, a pesar de la crisis del país. Sus manos se unen una a la otra, ella nunca pensó que iba a ser entrevistada por su vocación. Sus últimas palabras para despedirse fueron: “Seguiré haciendo lo que hago, por ti, y por mis hijos con la esperanza de un nuevo país”

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