• Este es el relato de una venezolana que contó para El Diario los cambios que realizó en su rutina para mantener a salvo a su familia del virus que mantiene en alerta al mundo

Recuerdo que cuando llegué a Pekín (China), tenía la expectativa de encontrarme una ciudad muy diferente a la mía. Y no me equivoqué, es diferente. Un universo paralelo. 

Luego de un año, Pekín para mí es como una Caracas que pudo ser, pero no fue. Los callejones son una mezcla entre La Pastora y Capitolio con Mamera y Petare: gente de muy bajos recursos, cuando no simplemente pobre, cuyo único objetivo es sobrevivir, dentro de un conglomerado de edificios que ahora solo es un despojo arquitectónico maltratado de su cultura milenaria. 

Los edificios residenciales se parecen muchísimo a los que siempre han estado en Caricuao y El Valle. Las zonas de los ricos no son tan diferentes de Alto Prado, Los Palos Grandes o San Román. Las Mercedes y Chacao podrían ser Guomao o el Distrito de Negocios si existieran en el universo paralelo donde se ubica Pekín. 

La gente se comporta igual y diferente que en Caracas: se colea, no se baña antes de salir a la calle, te tiende una mano aunque no te conozca, te sonríe cuando entras a un establecimiento, cocina sabroso. En general, la gente a veces me da nostalgia de Caracas y a veces me hace no querer volver nunca más. 

En la capital venezolana no salía mucho a la calle. Al menos no por placer. Siempre fue una obligación, porque Caracas es un caos desorganizado. En Pekín, es casi un insulto no salir, porque su caos está milimétricamente organizado.

La increíble seguridad, los espacios abiertos y la absurda cantidad de vegetación hacen que pasear sea un encanto, a pie o en bicicleta. El Metro -que siempre está limpio, siempre a tiempo- te lleva hasta los rincones más alejados del centro (donde está la Ciudad Prohibida) y los autobuses te llevan casi que a la puerta de tu casa. Hay miles de restaurantes, cafés y tiendas en la acera. 

Es tan sencillo, cómodo y agradable estar en la calle, que es una pena que definitivamente no me guste estar en ella. Me ha quedado un hábito agridulce de Caracas, evitar a las multitudes significa no perder mis posesiones ni mi vida. La calle, para mi, es sinónimo de peligro y angustia y eso me lo traje hasta Pekín.

Incluso en invierno, cuando salir es más una obligación que un placer por las temperaturas bajo cero, las calles están pobladas de gente. Y la gran mayoría no son groseros ni invaden el espacio personal —en invierno tienes la nariz tan congelada que no hueles nada de todas maneras— pero aun así evito a toda costa estar en una multitud. 

Así que me aprovecho de las bondades de la sociedad china y hago mis compras a través de una aplicación que me deja todo —incluyendo el mercado— en la puerta de mi casa. Esto es especialmente útil cuando la contaminación llega a niveles peligrosos. No se distinguen los edificios unos de otros y el aire es pesado, como respirar directamente de un tubo de escape. En verano se añade el calor inclemente y en invierno se añade el frío que se te mete en los huesos. 

Aunque quedarse encerrado en casa debido a la contaminación parezca una obligación, a mi me fascina usarla de excusa para decir “no, hoy no puedo salir, está muy contaminado”. Es tan sencillo evitar el contacto con el mundo exterior que me he acostumbrado. Incluso lo disfruto, mi naturaleza introvertida lo agradece enormemente.

Pero desde que el coronavirus brotó en la ciudad de Wuhan y se esparció por toda China en unos pocos días, todo cambió de repente.

Poco a poco comencé a ver a la gente en la calle usando las máscaras incluso dentro de los edificios. Cada vez había menos ciclistas y peatones. Los autobuses hacían sus recorridos vacíos, antes de entrar al metro le tomaban la temperatura a las personas. Luego las autoridades cancelaron las clases de todo tipo de establecimientos educativos hasta nuevo aviso. Cerraron discotecas, cines, museos, ferias. El número de muertos comenzó a elevarse, los infectados se multiplicaron. 

Cómo el coronavirus trastocó mi vida en China
Foto: AFP

Con certeza ahora sí, es una obligación quedarse dentro de casa.

Cuando rechazas el contacto con el mundo exterior por obligación, por precaución, todo se hace más difícil. Ahora hay que explicarle a los niños que no pueden jugar con sus amigos como siempre, porque el viaje en Metro/autobús/taxi es peligroso. En pleno Año Nuevo chino, cuando millones de personas están viajando, de repente le tienes miedo a todo el mundo y todo el mundo te tiene miedo a ti. 

Ya se acabó pedir comida a domicilio, porque ¿y si el repartidor tiene el virus o estuvo en contacto con alguien que lo tiene? Salir a comprar tu propia comida implica cubrirse de pies a cabeza, usar guantes para todo, ahogarse con la mascarilla quirúrgica, mirar a todo el mundo con desconfianza. 

Significa lavar incluso la comida empaquetada, porque muchos ancianos se rehúsan a usar las mascarillas y sabes que tienen la mala costumbre de estornudar encima de los tomates. 

Cómo el coronavirus trastocó mi vida en China
Foto: AFP

Ver todas las películas y aburrirse del cine, jugar con los niños una y otra vez hasta que nada tiene sentido y todo es aburrido.  

Dormir durante el día y estar despierto por la noche -después de haber luchado durante semanas para acostumbrarse a la nueva zona horaria- porque ahora lo único divertido es hablar con quienes están en Venezuela. 

Leer las noticias, angustiarse, distraerte, leer las noticias, angustiarte más, porque ahora hay 170 muertos. 

Es dar vueltas y vueltas en la cama, y cuando te das por vencido, simplemente mirar al techo, porque todo está fuera de tu control, no puedes hacer nada. 

Es saber que compartes ciudad con treinta millones de personas y si te enfermas, te va a tocar ir al médico y recibir tratamiento en chino -si es que hay tratamiento disponible para ti- algo que has evitado meticulosamente desde que pusiste un pie en el país. Vivir en Venezuela temiendo un dolor de cabeza porque no hay medicamentos, te ha hecho paranóico.

Cómo el coronavirus trastocó mi vida en China
Foto: Cortesía

Es vivir en ansiedad, porque quieres huir de Pekín, pero no está dentro del presupuesto y no hay garantías de que no te contagies en el viaje o cuando llegues a tu Caribe cálido que te llama desde hace un año como una sirena. 

Entré en un universo paralelo del que no puedo salir y que amenaza con aniquilar a mí y a los míos.

Así estoy viviendo ahora. Ya no me maravillo cada vez que salgo a la calle, ni pienso “de verdad estoy en China, estoy en Pekín, estoy a diez estaciones de metro de la Ciudad Prohibida, a una hora de la Gran Muralla”. Ya no me esfuerzo en aprenderme los caracteres (sinogramas) de las estaciones de autobús, en aprender a pedir un kilo de pollo, en hacerme pana de la doña del puesto de las manzanas. 

Ahora estoy presa en mi propia casa, sin poder decidir sobre mi vida, aterrada de que mis hijos se enfermen y yo no pueda hacer nada para curarlos. De que yo me enferme y nadie me pueda curar a mí.

Angustiarme no me va a llevar a ninguna parte, pero es algo inevitable. Lucho contra los miedos y trato de mantener una sonrisa para que mis niños no se preocupen. 

Solo me queda esperar, del otro lado de mi mundo, manteniendo la esperanza de que vamos a sobrevivir. 

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