Decir “yo conozco China” cuando nunca has pisado siquiera el continente asiático es una grave generalización.

China es otro universo y cada ciudad es un planeta diferente. Así que hay que llamar las cosas por su nombre. Para ubicarme y ubicar a los demás debo decir “yo vivo en Beijing” para referirme a la capital de China, en lugar de decir ‘’Pekín’’, como se le conoce en español. 

Incluso decir “yo conozco Beijing”, a menos que tu trabajo sea explorar la ciudad, es una exageración.

Todo esto puede sonar ridículo para alguien que viene de Estados Unidos o de la misma Venezuela. “Claro que cada ciudad es diferente. No vas a comparar a Guanare con Caracas o a Salt Lake City con Nueva York” y en parte tienen razón. Esas ciudades son violentamente diferentes una de la otra. Pero comparten el mismo idioma, las mismas costumbres y posiblemente la misma cocina. 

Pero Beijing y Guangzhou son tan diferentes una de la otra, incluyendo el idioma, las costumbres y la cocina, que podrían ser países diferentes sin problema alguno. En eso reside la belleza de China: su diversidad en todos los aspectos imaginables.

Un ejemplo claro para ilustrar mejor el punto

Alguien me pregunta el precio de diferentes productos en China porque quiere hacer una comparación con otros países. Después de darle los precios de todos los productos, me aseguro de dejar claro varias cosas: esos precios vienen de los mercados donde yo compro esos productos. 

Sé por experiencia propia que cada uno de esos productos puede tener un precio diferente dependiendo del sitio donde lo compres en Beijing. En Shanghai y Hong Kong serán más caros, en Shenzhen probablemente más baratos, Pero no puedo asegurarlo, porque nunca he pisado esas tres ciudades. De lo único que estoy segura es que esos son los precios de las compras que yo he hecho. Sería irresponsable decir “estos son los precios de equis producto en toda China”.

Y lamentablemente esto solo se aprende cuando se vive aquí. Aprender sobre China desde afuera es verla desde un ojo occidental, parcializado por cientos de prejuicios que aún prevalecen en el 2020, resaltados durante este tiempo difícil del coronavirus de Wuhan. Amalgamar a China en una sola masa anónima de otros, de extraterrestres, es tan fácil, que mucha gente lo hace sin pensarlo dos veces.

Al coronavirus se le llama el virus chino, con rabia, con desprecio, como si los habitantes de este continente hubiesen creado el virus en comunidad y lo hubiesen esparcido al mundo por maldad. Los virus no funcionan así y los chinos no son malos.

Ser tolerante con lo que no es familiar es una habilidad que todos deberían adquirir. La tolerancia no significa aceptación servil ni permisividad estúpida; la tolerancia te permite ver lo que no tiene que ver contigo desde un ojo compasivo, sin hacer juicios de valor para los que no tienes voz ni voto. ¿Te imaginas a un chino, alemán o australiano diciéndote cómo tienes que hacer una arepa, una hallaca?

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Las culturas asiáticas son tan variadas como los países de donde provienen. Juntar a toda Asia en la frase “cultura asiática” como si fuese una sola, indivisible, es una aceptación voluntaria de ignorancia que francamente da pena y hay que admitir, yo también sufrí de eso antes de venir a vivir a Beijing.

En mi cabeza no había nada malo en decir “esos chinos de Corea” o “los chinos de Tokio” porque igual, todos los asiáticos son idénticos, ¿verdad? Y ninguno me está escuchando, así que no me importa.

Pero al llegar aquí y observar de primera mano que los chinos son completamente diferentes de otros asiáticos y que son diferentes entre ellos mismos, me permitió abrir mi mente a otras realidades que no había siquiera considerado.

En común escuchar en la “cultura” popular que los chinos comen cosas raras, huelen raro, viven en comunismo totalitario y no tienen pensamiento propio.

Aquí no voy a hacer juicios de valor sobre algunas de estas cosas porque yo no soy china, no he vivido aquí lo suficiente y tampoco me he documentado lo suficiente. Hacerlo sería irresponsable. Mis opiniones sobre esta ciudad —y sobre la parte que sí he explorado y conocido— son mías, tintadas de mi ojo latinoamericano y de mi afán de no juzgar al libro por su portada. Mi afán de ver más allá, porque siempre hay un más allá.

Primero, los chinos no comen “cosas raras”. Para mí es raro comer patas de pollo, me da asco, pero aquí es un plato delicado, que a muchos niños les encanta y se las comen en restaurantes y en su casa. El cuello de pato es súper popular, pero no a todos les gusta, así como en Venezuela no todos son fanáticos de la sopa de pata de pollo que muchos adoran. Es cuestión de perspectiva.

Los animales exóticos que se consumen aquí, al menos en Beijing, son tan exóticos para ellos (los chinos de Beijing) como para nosotros, los occidentales. Los escorpiones, cucarachas y demás insectos que tanto han permeado la cultura popular como comidas cotidianas de los chinos no se ven nunca en los mercados, supermercados, abastos y otros establecimientos comerciales, están únicamente en las zonas turísticas dedicadas a explotar esa imagen de la cultura china.

Algo que he aprendido aquí es que los chinos adoran comer cerdo, es la carne con más demanda en el país entero. Quien consume perro, murciélago y gato es porque no tiene con qué comprar cerdo, pollo y otros, que son bastante costosos. Mi consumo de proteína animal ha bajado tremendamente porque es imposible costear su precio mes a mes.

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Juzgar lo que no se conoce es muy fácil. Creerse lo que cualquiera te cuenta es muy fácil.

Hemos perdido el pensamiento crítico

Yo me pregunto: si alguna persona, de los que se han visto obligados a consumir comida de la basura en las calles de Venezuela, desarrolla un virus por esta actividad y comienza a contagiar a todo el mundo, ¿también lo veríamos con el mismo asco y desdén con el que vemos a la gente de Wuhan?

Todo esto no quiere decir que no hay gente que consume esos animales por placer o por superstición, creyendo que les va a dar algún tipo de beneficio sobrenatural. Por algo existían mercados para su venta. Pero también por algo todos y cada uno de esos mercados eran ilegales, porque no es común, no está permitido consumir animales sin regulación. 

En todas partes del mundo existe gente irresponsable a la que no le importa el bienestar de los demás mientras pueda obtener un beneficio económico. Desde ladronzuelos hasta jefes de Estado. Y en todas partes del mundo se comen animales salvajes con y sin regulación. Una vez más, tratemos de no generalizar. En Francia las ancas de rana son una delicadeza y no veo a nadie llamando a los franceses “cochinos” por eso.

Quien consumió el animal que le contagió el coronavirus ciertamente no lo hizo con la intención de contagiar a toda su gente.

Segundo “los chinos huelen raro”. Yo también huelo raro si no me baño. Los chinos son seres humanos, algunos se bañan, otros no. Igual que en Venezuela, Estados Unidos, Francia, etc. La cuestión de los aromas en algo que me sorprendió grandemente, porque mis prejuicios prevalecían.

En la calle muchas veces el aroma que permea es el de la comida y déjenme decirles: la comida china que existe en Venezuela es una occidentalización de algunos platillos secundarios que se consumen en una sola región china, usualmente Guangzhou (Cantón). La comida de Beijing huele tan sabroso que ir por la calle es arriesgarse a tener hambre todo el tiempo y dejar el sueldo en los restaurantes. Y por ser capital, en Beijing se reúnen restaurantes de todas partes de China. Los aromas son deliciosos.

Aparte de esos olores característicos de comida que jamás había imaginado, no he encontrado ningún otro aroma que no haya olido en otras partes del mundo. Las cloacas huelen igual en todos lados, porque en todos lados hay seres humanos.

Tercero, que “los chinos no tienen pensamiento propio”. Sobre esto lo único que puedo decir es lo siguiente: la orden ha sido mantenerse unidos en estos tiempos difíciles del coronavirus. (un amor en los tiempos del coronavirus) Pero la gente, al menos en Beijing, ha tomado medidas drásticas para evitar contagiarse, lo que incluye desterrar y alejar a compañeros de trabajo, amigos y familiares que provienen de la provincia de Hubei, de donde Wuhan es capital, sin saber si tiene o no el virus. Los edificios han impedido el paso de quienes no viven ahí; y las señoras de servicio, conocidas como ayi se han visto obligadas a quedarse en su casa sin trabajar, porque muchas provienen de esta provincia.

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No ha habido piedad

Aquí la gente reacciona como puede, como cualquier ser humano. Los chinos no son robots.

Son tan humanos, que en dos ocasiones me dejaron una huella imborrable. Para dar un poco de contexto, una de las dificultades más grandes ha sido el idioma. Yo no hablo mandarín, ellos no hablan otra cosa que no sea mandarín. Aquí generalizar sí cabe porque es increíble la poca cantidad de gente que habla inglés y/o otros idiomas en Beijing. Supongo que la razón es que es la capital del país y se han asegurado que sea agresivamente china. Esto provoca que muchas veces, cuando entro a algún establecimiento comercial, sea restaurant o tienda, me nieguen el servicio porque les da pereza tener que lidiar con Google Translate y mis señas. Al principio me ofendí muchísimo, pero luego los entendí. A mí también me daría pereza si la situación fuese al revés, en Venezuela.

Dicho esto, en varias ocasiones memorables la condición humana de los habitantes de esta ciudad me hizo sentir más y más bienvenida. La tercera vez que me monté en el Metro de Beijing, un sistema enorme y vasto con muchas transferencias y nombres desconocidos e impronunciables, me perdí. Iba con mis hijos pequeños, que confían ciegamente en mí y no tenía batería en el teléfono. Estaba completamente perdida en una ciudad desconocida, en un metro donde hay señalización, pero en chino. 

Recordaba vagamente la (mala) pronunciación de la estación donde debía bajarme. Pregunté a un guardia en inglés y luego en español, que me dio la espalda de inmediato porque no me entendió. Mi cara de desespero debió ser muy obvia, porque una señora se me acercó y en un inglés muy precario me preguntó si me podía ayudar. Se notaba que la señora no se sentía cómoda hablando en inglés, pero hizo su mejor esfuerzo por indicarme el camino. Me escribió en un papel el nombre de una aplicación del metro en inglés para ayudarme cuando tuviera batería de nuevo. Fue conmigo hasta la estación donde debía bajarme y me despidió aún en el tren y se fue quién sabe a dónde, probablemente a retomar su camino. Todo el tiempo estuve tensa, la amabilidad de los extraños en Caracas para mí siempre ha sido sospechosa y en Beijing no había cambiado, pero la señora se limitó a salvarme ese día y desapareció.

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En otra ocasión, a los cuatro días de llegar a la ciudad, decidí buscar un supermercado, que según el mapa estaba bastante cerca. Obviamente me perdí, porque traté de usar Google Maps, que no sirve para nada en China. No sabía cómo regresarme a mi casa ni cómo encontrar el supermercado. Entré a lo que parecía un abasto, que resultó no serlo, sino una tienda de conveniencia, donde venden bebidas, chucherías, cigarrillos y nada más. 

La señora de la caja me miró con desconfianza y le pregunté, en inglés, si sabía dónde estaba el supermercado que yo estaba buscando. Ella me miró fijamente y luego me hizo señas para que la acompañara al local de al lado, que era una panadería. Buscó a una muchacha, que hablaba inglés, y entre las dos me explicaron cómo llegar al supermercado y cómo devolverme a la avenida donde estaba mi casa. Sin desesperarse, ni frustrarse, ni poner cara de “qué fastidio con esta extranjera”.

Me han dado el puesto en autobuses y trenes porque voy con niños. Me ayudan con las bolsas, me ayudan a identificar alimentos en los mercados, me sonríen de vuelta. Y es fácil ver con buenos ojos a quienes te ayudan y te benefician. Pero no todos los chinos de Beijing han sido amables conmigo y ciertamente he tenido encuentros desagradables aquí, y no por eso voy a demonizarlos a todos y mucho menos a los chinos del resto del país.

En estos momentos de pánico por el coronavirus es imprescindible, me parece, tener sentido común. Los chinos están en todos lados, hay comunidades chinas establecidas desde hace cientos de años en casi todos los países del mundo. Es absurdo, inmaduro y ridículo asumir que cada chino que te encuentres en la calle es un portador del coronavirus. 

Como ya dije antes, mezclar a todos los chinos del mundo en una sola masa anónima, como un organismo unicelular, es ignorante. Hay miles y miles de personas con rasgos asiáticos, de padres y abuelos chinos, que jamás han pisado China y no hablan ni entienden mandarín, y son más venezolanos que la arepa, como dicen por ahí.

Estos son momentos perfectos para educarse y mejorar como seres humanos. Desarrollar empatía y maravillarse de las culturas ajenas a las nuestras y revisarnos como cultura, como sociedad, para ver si tenemos algo que aportar a la humanidad. No dejemos que el coronavirus nos lleve a dividirnos más de lo que ya estamos.

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