• Este es el relato de un venezolano que escribió para El Diario cómo fue uno de sus encuentro con la violencia que reina en la capital de Venezuela

El cañón de la pistola golpeaba una y otra vez la ventana. Los vidrios ahumados no me permitían ver a la persona que estaba del otro lado. Cuando abrí la puerta vi una figura vestida de negro que me apuntaba al rostro mientras gritaba: “bájate, mamaguevo”.

No tuve tiempo de moverme, de encender el carro y arrancar. No tuve tiempo de nada. Con la garganta obstruida por el temor, por la muerte que se encuentra en los lugares mundanos de Caracas y que, inesperadamente, te saluda tras la mirilla de la pistola, me bajé. Otros dos hombres se montaron en el carro. “Montalo en la camioneta”, decían. Una y otra vez. 

El tiempo transcurrió lentamente en la parte de atrás de la camioneta blanca. Eran seis hombres, vestidos de negro, con la pistola en el cinto. Vociferaban a gritos preguntas que no podía asimilar.“¿Qué haces aquí? ¿Dónde vives? ¿De qué trabajan tus papás?”. Las calles de El Paraíso se redujeron y la rapidez de la camioneta, que esquivaba las esquinas y los baches, me inducían en la incertidumbre del minuto siguiente.

No sabía qué podía pasarme, ni la reacción de los secuestradores ante mis respuestas. Pensaba en la sensación que tendría mi mamá, la mañana siguiente, al enterarse de que su hijo había muerto en otro hecho de violencia ocurrido en Caracas. No quería ser el causante de su llanto, ni de su dolor. No quería ser otra cifra más. 

Pensé en el inicio de ese día y en la consecución de acciones que me llevaron a ese momento de temor, mientras uno de los secuestradores, sentado a mi derecha, decía al apuntarme con la pistola: “No me mires a la cara, maldito”. Su voz era gruesa, con la sintaxis atravesada, carrasposa y llena de improperios. Cada palabra taladraba mi sien.

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La tarde de ese día decidí encontrarme con unos amigos en un local de El Paraíso. El comienzo de la noche transcurrió con tranquilidad, entre las risas de las anécdotas y el recuerdo de momentos de felicidad. Nada parecía extraordinario. Ni siquiera un convoy de los organismos de represión, repleto de hombres encapuchados o enmascarados con el rostro calavérico de la muerte, que pasaban una y otra vez frente al local. 

Pero, bueno, así pasan los días en una de las ciudades más peligrosas del mundo. Nada fuera de lo normal. 

Ya todo se había acabado y nos despedimos en la entrada del sitio. Unos amigos se fueron por un lado, yo me fui por el otro para llevar a una amiga a su casa. Eran las 10:30 pm. La falta de alumbrado en las calles generaba una oscuridad perenne, que se mantenía por las cuadras sucesivas de la avenida. Algunos indigentes caminaban a los lados de la vía, gritando incoherencias y con la cabeza baja. 

Mientras manejaba en silencio, atento a los huecos de la calle, al sonido de las motos que inducen temor. Fue entonces cuando la camioneta blanca, sin placa, salió inesperadamente de una de las calles aledañas. Se detuvo frente a mí. Tres hombres se bajaron y me apuntaron al rostro. El sonido del vidrio, tan tenue entre los gritos, se ha quedado en mi cabeza mientras escribo cada palabra.

Me bajaron junto a mi amiga. Me revisaron, me quitaron el teléfono y la cartera. Dijeron que eran del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (Cicpc). El rostro de los secuestradores era imperceptible en la noche y solo recuerdo sus voces, sus preguntas, sus amenazas. 

Mi mente divagaba, pensando en lo que podía pasar, en la casa de alguna barriada donde pasaríamos muchos días hasta ser liberados o, quizá, ser asesinados en un momento de arrebato. Pensaba en los cuatro hombres que nos injuriaban una y otra vez en la camioneta. Después de varias horas dando vueltas por Caracas, respondiendo las preguntas de los secuestradores, con la mirada de la muerte que se asomaba por el cañón de la pistola, nos dejaron en una calle ciega de El Paraíso. 

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Nos robaron todo, menos el carro pero, antes de irse, botaron las llaves. No había forma de comunicarnos, ni de movernos. Estábamos perdidos en la noche más oscura que he vivido. 

En medio de una soledad abrasiva, con el miedo carcomiendo el corazón de ambos, nos quedamos varados en el medio de la calle. No pudimos hablar por varios minutos. Los recuerdos de lo sucedido pasaban rápidamente hasta transformarse en pequeños golpes, en reproches, en la constante pregunta: “¿Por qué no me fui antes?”. 

Nos mantuvimos despiertos el resto de la noche, tratando de encontrar alguna forma de comunicarnos, caminando por las calles solas en busca de las llaves perdidas, pero la ciudad estaba moribunda y nuestros pasos solo levantaban el miedo de la incertidumbre. 

“¿Y si vuelven?” “¿Y si pasan otros malandros?”. En ese momento solo me quedaba pensar en todo lo que había ocurrido, en la culpa que me carcomía, en las palabras de mi madre que me habían dicho que me cuidara. Palabras que no cumplí. Quizás algo de culpa tengo, quizás sea toda, quizás sea la permanencia en una ciudad en la cual tu vida peligra en los momentos más comunes. Donde una salida con amigos se transforma, inesperadamente, en un secuestro. 

La noche se iluminaba con los focos de las casas, con las pequeñas estrellas que se visualizaban y en el silencio, esperando lo peor, pensé en todo lo que me había pasado últimamente: el 23 de diciembre, al salir del trabajo, a las 4:00 pm me encontré con el peligro.

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Manejaba por las calles del Country para evitar el tráfico de la avenida Francisco de Miranda y en una intersección, mientras cruzaba lentamente, un carro por pocos centímetros choca contra mí. Pensé en las virutas de aluminio y en mi rostro contra el volante, pero el sonido del freno rompió con la quietud impoluta y voltee el volante para evitar el golpe inminente. 

Cuando retomé mi rumbo y miré el retrovisor, vi a un hombre armado que me apuntaba desde el otro carro. Me persiguieron durante varios minutos hasta que, en un momento, lograron interceptarme. Tres hombres se bajaron mientras me apuntaban al rostro. “¿Por qué corriste?”, preguntaron. “Sentí miedo”, fue mi respuesta. 

Nada pasó. No me dispararon, ni me secuestraron, ni me robaron. Seguí mi camino. 

También recordé, mientras escuchaba las chicharras y esperaba el amanecer para comunicarme con mi familia, la imagen de un hombre que se quemaba ante la mirada de los conductores el 24 de diciembre, en la autopista Francisco Fajardo. Su moto había explotado en el medio de la autopista, su carne negra se corroía y se confundía con el asfalto, mientras gritaba de dolor. Sus brazos ardían, su rostro chamuscado por las llamas y su lengua pedían a gritos una gota de agua. Aquel recuerdo se mantuvo, sin querer, durante intervalos de la madrugada.

Una serie de sucesos que podría catalogar como inesperados, como extraordinarios, pero que se han ido acumulando hasta finalizar en el secuestro de esa noche. Sucesos que son parte de la normalidad de Caracas, la ciudad con la morgue abarrotada, de la impunidad y la corrupción. 

El temor se fue apaciguando con el amanecer. En ese momento una de las vecinas de la zona salía de su casa. Me acerqué amablemente, con la voz temblorosa, y le pregunté si me podía regalar una llamada. Hablé con mi mamá. Le comenté que me habían secuestrado y que estaba varado en El Paraíso. Al parecer, ya todo había pasado, pero seguía pensando en una sola frase: “Maldita sea, la soñé demasiado”. Soñar, quizás, es erróneo en Caracas porque cuando sientes que todo es normal, que nada ocurre, aparece un hombre armado tocando tu ventana para demostrarte que aquí nadie la puede soñar. 

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Me robaron el teléfono y la cartera. Mi amiga, arropada con su suéter, esperaba a mi lado para comunicarse con su familia. Se terminó todo: el secuestro, las preguntas, la soledad de la noche, el miedo a la incertidumbre. O eso pensaba yo.

Al día siguiente fui a colocar la denuncia, sentí miedo al hacerlo en un ente público, un secuestro perpetrado por agentes del Cicpc (según como ellos se identificaron). Quizás lo eran, quizás no, eso es algo que nunca sabré, pero cuando recordaba la risa de los secuestradores o la pistola que orbitaba sobre mi cabeza, rozando mi sien, sentía que el corazón se me aceleraba, que mi respiración se detenía por momentos y el mismo miedo que sentí esa noche se volvía a posar sobre mí. 

El consuelo del “nada grave pasó” no era suficiente para apaciguar mi ansiedad. Todo pasó: estuve sentado pensando que iba a morir y que, inesperadamente, sería el culpable del dolor de mi madre; pasé la madrugada en el medio de una calle solitaria, escuchando los carros y las motos, pensando que los secuestradores iban a volver para terminar el “trabajo”, que otros malandros nos iban a encontrar, que todo lo malo que pudiese ocurrir, ocurriría. Y, al final, las palabras que escribo aquí nacen del mismo sonido de la pistola contra el vidrio que se mantiene estático en mi cabeza.

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