No recuerdo cuándo fue la última vez que un tintineo al chocar varias botellas de cerveza al ritmo de un “¡Salud!” despreocupado haya sido solo eso: un tintineo.

Los días de carcajadas, humo, sudor y la falsa certeza de que lo efímero no era más que una utopía quedaron atrás, encasillados en los bares de Chacao que ya cerraron, en las noches caraqueñas, en el ritmo de una canción vieja de Chet Faker y en los rostros que ahora iluminan las calles de otras ciudades, perdidos en la vida que ahora construyen lejos de este lugar maldito que alguna vez sintieron como su hogar.

Las confesiones, los besos, las despedidas, el llanto y la risita nerviosa que siempre acompañaba el sentimiento de creer que se podía vivir para siempre. Cuánta mentira pasada, los libros, las cartas, las crisis, la ansiedad, la depresión. Y de nuevo la risa para seguir adelante.

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No recuerdo cuándo fue la última vez que un tintineo al chocar varias botellas de cerveza al ritmo de un “¡Salud!” despreocupado haya sido solo eso: un tintineo.

Probar cigarrillos por probar. Probarlo todo por probar. Gritar canciones, ahogar el llanto y creerse inmortal. Esos fuimos, con nuestros poemas bajo el brazo y los ideales de un mundo que jamás ha existido, inmersos en una falsa realidad que ahora no es más que añicos en el rincón de algún recuerdo añejo.

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Todo ha quedado suspendido, sobrepasado por la violencia de una vida que rasguña con sus uñas afiladas y que se relame los colmillos, saboreando siempre el miedo de nosotros, los que fuimos y ya no somos. Los que no volveremos a ser.

Ahora siempre hay una preocupación, un dolor, un miedo, un grito sofocado, una lágrima contenida y unas ganas de hacer lo que no se sabe, de escribir lo que no se ha escrito y de crear lo que no se ha creado, como si todo fuese posible.

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Por estos días nos enfrentamos contra lo oscuro, la muerte que persigue, el peligro, la pérdida, la añoranza de una ciudad que no existe y que nunca ha existido. Nos enfrentamos a la adrenalina de saberse vivo después de la amenaza, del casi último suspiro que enfría la piel y que hace doler los huesos.

Y así andamos por la vida, esquivando las balas, secándonos el sudor y escribiendo sobre ello, como para plasmar la carga en cada palabra, como para que la escritura nos salve. Y nos sentimos mejor, listos para otro enfrentamiento, para otro arranque, para otra cerveza. 

Recuerdo cuándo fue la última vez que un tintineo al chocar varias botellas de cerveza al ritmo de un “¡Salud!” despreocupado fue solo eso. Nos reíamos de la vida, perdidos en nuestras disertaciones literarias, cantándole a la noche, jugando a ser eternos. 

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En aventuras universitarias, viviendo entre Policleto y Botticelli, acariciando las palabras de Horacio y entendiendo el mundo a través de Deleuze y Guattari. Escurridizos en las calles caraqueñas, con nuestras libretas como armas, ansiosos por el futuro.

Pero ahora sabemos que el futuro llega todos los días. Antipático. Y nuestro “¡Salud!” es más amargo, lleno de quejas, de injurios. Pero seguimos brindando, por costumbre o quizás por escape.

Seguimos brindando y lo seguiremos haciendo hasta que desaparezca el tormento o terminemos convirtiéndonos en él. 

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