En el ensayo “El futuro de la imaginación”, Harold Bloom sugiere cierta aprensión ante el advenimiento de la cultura digital: “En Internet, todo el conocimiento está a nuestro alcance; solo falta la sabiduría. Entonces, ¿tenemos que ver allí una nueva especie de libro de caballerías en el que todo se sabe y nadie es sabio?”.

Harold Bloom murió el pasado 14 de octubre. No mucho después fallece un titán intelectual de no menor magnitud, George Steiner, el 3 de febrero de 2020. Y si se aventura el adjetivo de titán, es en procura de un mínimo de justicia frente a cualquier epíteto de ocasión.

Steiner como Bloom, signa el siglo pasado y lo que va del presente como figura principal del pensamiento, pero el pensamiento válido de la literatura.

Por “imaginación” Bloom entiende la literatura. Para Steiner, la literatura es el lenguaje y el medio para abarcar todo asunto con libertad pero con el mayor rigor. Y quede hasta aquí el paralelismo entre los dos controversiales sabios, siempre señalados por “elitistas”, en un mundo donde todo se sabe, pero se resiste a la sabiduría.

George Steiner nació francés en 1929, pero el nomadismo forzado de la comunidad judía llevó a su familia hasta Nueva York, donde inició la carrera de scholar que continuaría en Gran Bretaña, nación que le concedió gentilicio y donde recién murió.

El joven Steiner recibió la unción escolástica, pero no la profesó durante su vida sino como instrumental para la exploración y el descubrimiento, y no como carga enojosamente conceptual, la cita “obligada” y engorrosa de un autor tras otro.

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Más bien, Steiner, el crítico literario, el teórico cultural, el pensador, discurría con la pasión del lector auténtico; aquel que desprejuiciado empieza por ojear un libro con la esperanza siempre de ser deslumbrado; y, también, de ser sorprendido por lo nuevo en un ámbito, como la literatura y la creación artística en general, en el que todo está bajo la sospecha de la repetición.

La reconocida escritora y cineasta estadounidense Susan Sontag señalaba en 1980 sobre Steiner un rasgo definitorio de su disposición hacia el arte: “…las obras creadas a partir de una seriedad profunda nos exigen, a su juicio, una atención y una lealtad muy superiores cualitativa y cuantitativamente a las que nos exige cualquier otra forma de arte o entretenimiento”.

Es complejo ponderar un valor como la “seriedad” en una sociedad del desenfado en la que ya no es posible distinguir siquiera el ánimo contracultural que irrumpió en la segunda mitad del siglo pasado. La “seriedad” podría remitir a una mentalidad poco democrática, por excluyente y altiva. Pero Sontag la aproxima a una precisión: lealtad.

No es fácil reseñar la figura de un intelectual como George Steiner sin incurrir en un anatema al entorno cultural propiciado por los nuevos medios y la industria del entretenimiento. Steiner habría coincidido con otro gran crítico cultural de los últimos 100 años, Umberto Eco –fallecido en 2016—cuando denunció poco antes de morir: “… el drama de Internet es que ha promovido al tonto del pueblo como el portador de la verdad”

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Tan tajante enunciado parece remitir precisamente a un déficit de lealtad hacia el arte, reemplazada por la idolatría efímera de cualquier producto de entretenimiento, sea una celebridad súbita, un nuevo inventor de la felicidad o un meme.

La lealtad, en el caso presente, tal vez invoque lo que visionaba en los años ochenta Ítalo Calvino, en la célebre serie de conferencias reunidas bajo el título Seis propuestas para el próximo milenio. Sugería tanto para la asimilación del arte como para la creación “el temperamento influido por Saturno, melancólico, contemplativo, solitario”, disposición de ánimo que tal vez el mundo actual no propicie como otras eras de la humanidad.

Continuaba Calvino: “la literatura nunca hubiese existido si una parte de los seres humanos no tuviera una tendencia a una fuerte introversión, a un descontento con el mundo tal como es, al olvido de las horas y los días, fija la mirada en la inmovilidad de las palabras mudas”. 

Esa capacidad de separación y concentración que representa como arquetipo el dios Vulcano (de la genealogía de Saturno), encuevado y laborioso en la forja del metal, es la que tal vez como nunca esté dispersa por la velocidad y simultaneidad de las nuevas comunicaciones, el abrumador multitasking que impone a la cotidianidad la constatación de la profecía de Marshall McLuhan: “el medio es el mensaje”.

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Alerta ante la moda intelectual

No habría que ser tan pesimista, pero Steiner se antoja de una especie en extinción: el erudito. Al describir qué es un erudito parece ensayar un autorretrato: “…tiene nariz de perro trufero para el documento oculto, pero clave, para la concatenación de acontecimientos aparentemente dispares. Vislumbra la carta robada cuando otros se quedan mirando el papel de la pared”.

Y esa nariz le servía para olfatear un equívoco bajo el discurso convincente, el fraseo sentencioso, el epigrama aparentemente inapelable. 

Para muchos lectores puede sorprender la forma en que aborda la prosa breve del aforista apocalíptico por excelencia, el celebrado E. M. Cioran.

En 1984, Steiner publica en el semanario The New Yorker el ensayo “En abreviatura”, en torno al autor rumano-francés. Se lee allí: “E. M. Cioran se ha ganado en el transcurso de las pasadas cuatro décadas, una esotérica pero indudable reputación como ensayista y aforista de la desesperación histórico-cultural”.

El aroma esotérico de las máximas de Cioran resultaba muy atractivo a los pesimistas profesionales, desde profesores universitarios hasta bandas de garaje de estilo rock dark o grunge.

En su escrito, Steiner va desconstruyendo con base en un contexto múltiple la “facilidad” de las seductoras sentencias del autor, entre otros títulos, de Breviario de la podredumbre. El crítico no se mimetiza al tremendismo del criticado; llega incluso a valorar alguna esencia de su retórica. Lo lee con atención, con lealtad, sin perder la esperanza por hallar el asombro, aunque poco a poco revela los mecanismos de cierto falseo y la contradicción que parece desechar en pocas palabras toda la obra de Cioran: “Cioran se retira con una pequeña pirueta de una ironía con la que se burla de sí mismo”.

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Steiner reconoce honestidad en el esquivo profeta del fin al subrayar una frase de este: “Todas mis ideas se reducen a diversos malestares rebajados a generalidades”.

El crítico permanece atento a la moda intelectual, el autor del momento, pero se toma el trabajo de leer con la mayor generosidad y así cumplir con lealtad a la literatura.

Uno de los últimos libros publicados por el extraordinario lector y crítico que fue Steiner titula Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento (2008), que trasluce desengaño ante la titánica empresa intelectual que emprendió a mediados del siglo XX. Tal vez, 90 años, edad en la que la muere, sean suficientes para la desilusión o la tarea del crítico ya no tenga lugar en el mundo.

En todo caso, George Steiner atrajo con lúcida alegría a miles de lectores a lo que algunos llaman “la alta cultura” y otros reniegan como elitismo.

Como observa uno de sus editores y compiladores Robert Boyers, Steiner dedicó décadas a hacer que libros y asuntos poco familiares al mundo contemporáneo resultasen cautivadores a lo que antes llamaban “el lector general”.

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