El pasado 9 de marzo fue publicado un reportaje con base en el testimonio de Morella León López, una mujer que estuvo secuestrada por Matías Enrique Salazar Moure a lo largo de 31 años en los cuales recibió toda clase de vejaciones psicológicas y sexuales.

El día 24 de enero, León consiguió escapar tomando un manojo de llaves olvidado en el apartamento localizado en las Residencias Los Mangos, Maracay y, según su propio testimonio, anduvo durante dos horas caminando desorientada hasta llegar al Instituto de la Mujer para pedir auxilio y protección. 

El noviazgo inició cuando ella tenía apenas 17 años, de acuerdo a como ella misma lo cuenta. Mantenía una relación sentimental con Salazar, quien hábilmente la persuadió para alejarse de todo contacto familiar y afectivo que pudiese protegerla contra los ataques que él le propinaría desde ese momento.

A lo largo de todo este período, ella fue aislada de todo contacto. Fue psicológicamente dominada, acechada, arrinconada. El temor ante las amenazas de su captor fue la herramienta principal para que ella empezara a obedecer sus órdenes, lo cual se iría convirtiendo en una relación depredador/víctima. 

Desde los inicios de su captura, se alojaron en habitaciones de hotel y en distintas localizaciones, desplazándose de un lugar a otro únicamente de noche, ya que esto es, evidentemente, un acto de profunda violencia ante el cual no debiera haber testigos que pudiesen arruinar el plan de Salazar de mantener a su víctima bajo su único control.

León residió durante los últimos años de su secuestro en Maracay, y relata que, al tomar las llaves que la harían libre, su principal temor fue que los vecinos pudiesen verla y que su captor, en venganza, la maltratara nuevamente. 

León sufrió de manipulación, control y vigilancia obsesiva; golpes en todo su cuerpo, de manera continua, y también de violaciones constantes. Relata que temía causar ruidos en el apartamento, que algo se cayese al suelo, tener muy alto el volumen de algún electrodoméstico, puesto que esto despertaría la ira de su maltratador.

Qué sencillo parece enunciar una serie de agresiones, las enumeramos brevemente, nos asombramos y luego continuamos con nuestro día a día. Ser testigos de este caso no puede ser objeto de morbo ni un instrumento de entretenimiento, seguir el caso de Morella es un estallido para el pensamiento, es un enfrentamiento a una realidad visceral en la cual nuestra sociedad legitima constantemente la violencia de género. 

La violencia de género es toda aquella agresión que se ve justificada cuando creemos que hombres y mujeres somos distintos ante la ley y las dinámicas sociales.

Un ejemplo de ello es cuando creemos que, por nuestro género, tenemos comportamientos preestablecidos y asignados que debemos cumplir. A los hombres se les educa para ser dominantes, fuertes, ser la fuente económica de su núcleo familiar y se les infunda una falsa insensibilidad, huir de las lágrimas, no demostrar sus debilidades. A las mujeres se les atribuye la delicadeza, la mansedumbre, el silencio, la fragilidad, la pasividad. 

Esto no solo son atribuciones contranaturales, también son una gran mentira, además de representar una manera peligrosa de justificar conductas de violencia y de aceptación de la misma. Se cree comúnmente que la mujer es dominio del hombre y esto hace que podamos encontrarnos con casos de violencia de género por doquier.

En la gran mayoría de los medios en que se ha reportado este caso, se hace hincapié en que este inició con un noviazgo entre López y Salazar.

A ella se le atribuye la característica de joven rebelde por haber hecho caso omiso a las preocupaciones de sus familiares ante la sospecha de que él fuese un hombre de poco fiar. Sin embargo, no se menciona que en un principio él era un hombre de 23 años saliendo con una menor de edad y ejerciendo una manipulación sobre la toma de decisiones de ella. 

Es lamentable que tantos portales periodísticos rodeen el noviazgo como un evento que advertía una potencial relación de maltrato, por lo que en el fondo subyace la idea de que ella haya promovido los inimaginables daños que le sucederían. 

Hace no mucho tiempo yo tuve 17 años y lo recuerdo vívidamente. Te invito como lector a que recuerdes esta etapa de tu vida y te preguntes quién eras. En la adolescencia estamos constantemente buscando forjarnos una identidad, a través de las referencias a las que tenemos acceso: referencias familiares, musicales, audiovisuales, lecturas, amistades.

Es una edad en la que nos sentimos autónomos, queremos abandonar urgentemente la infancia y queremos abrirnos ante el mundo con una voz imponente. Queremos borrar de nuestro físico cicatrices, vellos, granos, queremos empezar a construir una imagen y una voz por la que nos acepten, hacer chistes de los cuales nuestros amigos se rían, tomar alguna bebida para demostrar que no tenemos miedo y mentirles a nuestros padres para que no se preocupen por nosotros. 

Comenzamos a mentir sobre los lugares en los que pernoctamos, a querer ir a sitios concurridos, sentir el peligro y la emoción de ser fugitivos. Sabemos sobre las crueldades del mundo pero creemos que nunca nos sucederán a nosotros. Queremos autonomía y vamos por ella. En paralelo, la educación sexual en nuestro país es deficiente: no nos enseñan que no se trata únicamente del coito. 

Nunca nos explicaron que no debemos permitir que nos toquen sin permiso, que los piropos no son halagos, que la violencia no es únicamente física, también se trata de cuando te manipulan para tener relaciones sexuales, cuando te piden “muestras de amor”, cuando alguno de los dos no quiere usar protección, cuando las relaciones sexuales duelen, cuando te infunden culpabilidad, cuando te hacen creer que “el hombre propone y la mujer dispone” y que el placer masculino es una prioridad ante el femenino. 

Nadie nos enseñó que quien nos aisla, nos cela, nos prohíbe, es un maltratador. No le enseñamos a nuestros hijos que el cuidado sexual no es únicamente usar anticonceptivos, también es cuidar de las emociones propias para poder tomar decisiones más firmes en cuanto a nuestros cuerpos y que en ocasiones el abusador te dice “no tengas miedo”.

Cuando se es tan joven, la curiosidad es nuestro motor, queremos saborear la vida, sentirnos invencibles. El grave error es que no nos dieron herramientas para afrontar tantos peligros. Abundan hombres como Salazar y no estamos preparados como sociedad para detenerlos en el acto.

Los justificamos, creemos que son “iracundos”, que “ya se le va a pasar”, “es que él es así”. Creemos que las mujeres debemos atenderlos y servirles, tenerles el almuerzo preparado, cuidar de sus emociones, ser sumisas y calladas y lo peor de todo: creer que nos lo merecemos o que sin ellos no podemos salir adelante. 

Pienso en el dolor de Morella, siento sus golpes en mi cuerpo, el nudo en la garganta, apretar mis manos para no dejar caer nada, ser violada sin poder gritar, no poder recordar la voz de mi madre. Pienso todo esto y no puedo contenerlo. La culpa no es de la víctima. Nadie vive así porque quiere. El temor es sembrado en lo más profundo de tu mente hasta cambiar tu manera de hablar porque temes por tu vida. Crees que en cualquier momento pueden apretarte de más en la garganta. 

No podemos seguir educando a nuestros hijos e hijas para que se sientan inferiores o hagan sentir inferiores a otros. Tampoco podemos quedarnos callados cuando sabemos que alguien cercano es víctima. Si alguna persona vive bajo el yugo de la violencia, le invito a actuar, a escapar, a cambiar de número y sobre todo a denunciar. 

Morella López no fue una muchacha rebelde, fue una muchacha como cualquier otra. Lo que le ocurrió a ella me pudo pasar a mí, o a ti.

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