El gobernante ha determinado que los extraños síntomas que un gentil hombre, al parecer, ha contagiado a otros en palacio, se origina en la aldea a donde el funcionario fue a recaudar el impuesto. La aldea es puesta en cuarentena. Ninguno de sus habitantes habrá de cruzar el perímetro del puñado de humildes casas atravesado por una sola calle. El intendente de la aldea, añade, por si acaso el pánico, la ordenanza de prohibir la salida de los pobladores de la propia casa, si es que no desean ser fulminados por un escopetazo de la guardia.

La única calle queda deshabitada, pero empieza a colmarse de voces que las ventanas aún clausuradas cuelan hacia fuera. Todos oyen lo que se dice en la otra casa, aunque no con claridad suficiente; se escuchan rumores de sordina que la brisa pronto dispersa. Una que otra frase, no obstante, es retenida por los escuchas, propicia a la conjetura y el chisme. Las noches quedan libradas a la murmuración sin concierto. Todos hablan con intención de ser escuchados, pero nadie escucha. Todo se sabe, pero nadie sabe.

Pasados los días y las semanas, exhaustos de contradecir y culpar a otros vecinos, algunos optan por callar y, en cambio, tomar nota de si aún queda leña para la estufa o agua en el pozo, si no caer en cuenta acaso de si alguno de la casa yace en cama o tal vez murió de aquel contagio, causa del encierro. Otro desenlace apuntaría que el gobernante y sus gentilhombres, sean los únicos salvos de toda la comarca, luego de condenar a los funcionarios sintomáticos a una recámara sellada para siempre. Y así se encuentren ante el vacío de no tener sobre quiénes gobernar; el pueblo diezmado ya no será presa de leyes, ordenanzas y demás majaderías lacradas en palacio aunque sin destino.

La parábola ensayada, más difusa lucubración que hipótesis, no ajusta del todo al propósito; insuficiente la metáfora de la aldea perdida en la bruma del tiempo; un villorrio más de aquella era en la que se sobrevivía entre las tinieblas de pestes duraderas. Sirva solo como apresurada ilustración a la noción de “la aldea global”, que el pensador canadiense Marshall McLuhan enunciara a principios de la década de los 60 del siglo que pasó.

“Los descubrimientos electromagnéticos han hecho resucitar el ‘campo’ simultáneo en todos los asuntos humanos, de modo que la familia humana vive hoy en las condiciones de ‘aldea global’ (…) Vivimos en un constreñido espacio único, en el que resuenan los tambores de la tribu”, escribe McLuhan en uno de sus más recurridos títulos, La galaxia Gutenberg (1961).

El gran teórico de la comunicación canadiense murió en 1980, antes del advenimiento de Internet y la era digital. Pero, lo que visionó en el momento cumbre de los medios radioeléctricos y la transmisión en directo de la imagen televisiva, no pierde vigencia o, en todo caso, reclama continuación en el análisis del orbe interconectado de hoy.

Si antes, el desarrollo tanto del transporte terrestre como aéreo abrevió la duración entre un punto y otro del mapamundi; los medios eléctricos borraron las distancias y redujeron el planeta en esa nueva “aldea global” en la que todo se sabe doquiera acontezca. Así lo percibió McLuhan en la segunda mitad del siglo XX: “La tecnología eléctrica ya está dentro de nuestros muros y estamos embotados, sordos, ciegos y mudos”.

Más recientemente, el filósofo surcoreano radicado en Berlín, Byung Chul Han, luego de referir a McLuhan, desarrolla un pensamiento en torno a la era digital consolidada y escribe: “Esta ceguera y la simultánea obnubilación constituyen la crisis actual (…) La comunicación digital deshace, en general, las distancias. La destrucción de las distancias espaciales va de la mano con la erosión de las distancias mentales”. La cita corresponde a uno de los libros breves que Byung ha publicado en la reciente década, titulado El enjambre (2014). La literatura de Byung se centra con cautela, sin tremendismos, pero tampoco sin complacencia, en el cambio radical que las comunicaciones de hoy producen en la vida psicosocial y la mente del individuo.

Hoy, la aldea global es un hecho no solo mental, sino en la realidad objetiva, o al menos eso deja ver a los hombres y mujeres de todo el mundo, la súbita pandemia del Covid-19.

Sería asombroso que, con todo y la destrucción de las distancias por la medialidad digital, la propagación del virus originado en un mercado de Wuhan, China, según informa la ciencia del caso, haya tomado por sorpresa a Occidente.

La aldea global-digital está en cuarentena y su única calle es Internet. Y esa calle del tiempo abolido y la eliminación de la distancia está tomada por una realidad mental de impredecible impacto en la realidad concreta: el pánico. Todo llamado a la calma, parece aumentar la calamidad ante el poder de la emoción extrema que viralizan las redes sociales. El estado mental es lo que gobierna la realidad social de la aldea global y los poderes políticos y económicos reaccionan con parecida alteración: la total despreocupación, o la mirada altiva de los que se sentían a salvo en un mundo en el que todo se sabe, pero no se le presta atención, muta ahora en las acciones terminales de los Estados, los aislamientos masivos y la paralización de toda actividad pública con avasallantes controles. La humanidad encerrada, se mira a sí misma a través de la ventana unánime de la medialidad digital. “El medio es el mensaje”, dijo también McLuhan.

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