• Relato de una venezolana en Buenos Aires, Argentina, que compartió con El Diario cómo ha sido su experiencia ante la pandemia por coronavirus de Wuhan en el sur del continente y cómo se han trastocado sus rutinas y la de sus amigos

Hace muy pocos días que terminó el verano y la ciudad tendría que estar despertando para regresar a sus actividades con fuerza. La estación vacacional en Argentina es una hojilla de sol, quema y consume el verano; es húmedo y fuerte. Algunos días hay cierta sensación de desintegración que no se aligera fácilmente, y la solución es tomar muchos baños de agua fresca.

De algún modo ahora venimos sumidos en ciertas rutinas útiles para contrarrestar las posibilidades de contagio del virus. Lavarse, lavarse todo el día, lavarlo todo, las esquinas, debajo de las uñas, el dorso de las manos, las frutas, los huevos, los plásticos, los rollos de papel. Lavar el jabón, lavar lo que lava.

Foto: Betina Barrios

Es posible que pensara que a esta altura ya nunca me preguntaría por algún presidente, por lo que dijo, por lo que dejó de decir. Sin embargo, he despertado buscándolo a diario. Cuánto va a durar esto, cómo vamos, cuántos se han contagiado, cuántos se han salvado, cuáles son los síntomas, hay tests, hay restricciones, vamos a seguir pagando impuestos, pagando todo; cómo siguen estas medidas “preventivas”, han surtido efecto, habremos de continuar así, este nuevo régimen es la nueva vida. Quizás. Quién sabe hasta cuándo. 

Escribo completamente llena de preguntas, a ciegas, sin certeza alguna; y entre mis cuestionamientos hay cierta posición estoica que me lleva a hacerlo sentada en el techo de mi casa en Buenos Aires, en una tarde perfecta de 24 grados, en un espacio lleno de vegetación, como si estuviera en Caracas, la ciudad que me hizo y me deshizo casi a la vez. Lo cierto es que siento que ya la vida me ha preparado para la guerra. Ha sido paulatino, pero eficaz. 

Foto: Betina Barrios

No me doblego, sé comprender y manejar el confín con una soltura de hija de la dictadura. Además, la educación sensible evocada por tantos productos culturales nacidos de períodos de violencia y miedo. Las sensibilidades florecen en estos tiempos oscuros, como si un pequeño pájaro pastara en el terreno de lo no dicho, o de lo que no es posible decir. Puede ser. 

Estoy recluida en casa desde antes de que esto fuese decreto. Lo decidí porque el día viernes, 13 de marzo de 2020, salí un rato al centro de la ciudad y me encontré con un paisaje asiático y lleno de tapabocas o barbijos, como le dicen los porteños, siempre diferente. En esta ciudad, he escrito y sigo haciéndolo, un nuevo diccionario. 

Me gusta porque me hace sentir universal, y que puedo llegar con la palabra a tocar tanto como un virus. Bueno, es la naturaleza de dispersión del verbo. La sensación de vulnerabilidad que me arropó entonces, en el medio de la calle, de cara a toda esa gente protegida que pasaba; me hizo entender que estaba en un lugar donde la espesura del aire concentraba algunas gotas de algo poco conocido, gestante, extraño. 

La imagen evocaba algún plano de la cotidianidad en Asia por efecto de la contaminación. Una alarma natural, una extrañeza, me colocó en un espacio determinado para hacer frente a mis instintos. Subí al tren, caminé, caminé todos los vagones y me senté en alguno lejos, casi solo, evadiendo los posibles contactos. Como esto ha sido como una ola, una corriente que ha venido sacudiendo el mundo con extrema violencia, ha dado tiempo —gracias a las conexiones contemporáneas y las redes sociales— de ir escuchando y leyendo las impresiones de otros sobre el impacto de esta situación mundial de corte bíblico. 

El primer soldado que recuerdo que cayó por una conexión directa con el primer país afectado fue el escritor venezolano Gabriel Payares. Reside en Buenos Aires hace varios años, y obtuvo una beca para escritores en China.

Estaba muy emocionado en cuanto lo supo, lo mismo todos los que lo apreciamos, pero pronto ocurrió que la situación en la ciudad de Wuhan se recrudeció, y el escritor nos contó públicamente a sus lectores, la pena que le invadía por el bad timing (mal momento) relacionado con su buena nueva y el momento de cobrarlo, de vivirlo, tan inapropiado, directamente inseguro, letal.

Después, fueron encajando más piezas. Mi amiga y alumna de inglés en la ciudad, Mirna; estaba lista para sus vacaciones en Holanda. Estaba todo hecho, equipado, armado, pagado, soñado. Volaba ese sábado 14, y no fue hasta la misma noche del viernes 13 que decidió que no viajaría frente a la imposibilidad de certezas sobre un regreso.

El viaje se prolongaría tanto que el presupuesto no alcanzaría para afrontarlo. Con profunda empatía y dolor, le dije que lo lamentaba mucho. Lo mismo a mi amigo Omar, quien vino a Buenos Aires, después de años ahorrando en Caracas para hacerlo, está cumpliendo cuarentena y sigue preso entre cuatro paredes en una ciudad que se muere por recorrer. 

Sí. Este virus les fue quitando las glorias a mis amigos. Qué cosa tan cruel, no podía ser un juego. Así que cada día fui estando más segura de que no saldría, y que de hacerlo, sería solo para buscar comida. Sin embargo, ya lo dije, mi ciudad, Caracas, me lo enseñó, me lo enseñó todo. Soy un animal doméstico y sobreviviente a las más duras catástrofes. Sé perfectamente cómo manejar la economía doméstica en condiciones abiertamente precarias, sé cocinar pan solo con harina, sal y agua. 

La vida me ha enseñado cómo seguir adelante en las cárceles invisibles que rodean nuestra sociedad moderna, posmoderna, posposmoderna, en fin. Estamos atados, y de una manera muy clara. Es cierto. Esto comenzó con el año, y ya todos estamos bajo un régimen similar, de cara a una virtualización que más vale abracemos con destreza, porque así está la cosa, pues.

Así es como mi amigo Víctor, a quien también le doy clases de inglés, se fue habituando a esto de no vernos. Los primeros días que respondieron a la virtualización de nuestros encuentros, me miraba con una cara tremendamente escéptica y con muestras cansancio, con un halo de dulce desesperación me decía que se volvería loco. Que quería poder vernos en el café de siempre, conversar en el idioma, escribir juntos las cosas que aprendía. Pero de momento esa idea se iba difuminando, con la sola certeza de que toca abrazarse a un nuevo esquema por tiempo indefinido. 

No resta mucho, es la vida, y también nosotros, que tenemos esta extraordinaria capacidad adaptativa y de reinvención, que nos hace volver a ser, siempre mejores, si es posible, una y otra vez después de cada golpe.

Así, día tras día, más relatos, anécdotas y experiencias nuevas van nutriendo el universo sensible de todos. Esta vida virtual ya nos la iba contando no tan sutilmente producciones audiovisuales como Black Mirror.

Ahora, en ese espejo estamos todos, en las pantallas que nos reflejan y donde vemos a otros también. Ya a esta altura siento cierto dolor en los oídos, mi hábito es trabajar con gente en espacios de reflexión y estudio, la conversación es ahora un trabajo a distancia. Y cuánta resistencia hemos tenido algunos, a cursos virtuales, a asistir, a diseñarlos. Ahora es el trabajo de todos. 

De hecho, así es, esta cuarentena no es una vacación. La propuesta es cambiar nuestras operaciones de vida, lo que consume bastante tiempo. Pensar los modos, experimentar con ellos, intentar reconceptualizar nuestras atentas maneras de relacionarnos con el todo, afectiva y productivamente.

Además, las experiencias cotidianas dejan ver el recrudecimiento del fenómeno con el paso de los días: ir al supermercado con guantes y barbijo. Qué cosa extraña. Ya he ido tres veces, en estos 15 días que llevo recluida. Ha sido mi único destino, evidentemente, solo para no morir de mengua. Salgo a la calle mirando mi reflejo sobre la bicicleta en las vitrinas, donde siempre me he sentido como un agente fugaz, intocable. Ahora se trata de una estética más cercana a la de un gladiador. Las miradas de desconfianza entre los más previsivos y crédulos de la vulnerabilidad del cuerpo y la vida, frente a esas personalidades omnipotentes y soberbias. 

Hay quienes regresan al país desde el exterior, de las vacaciones del verano, y no cumplen los protocolos. Aun cuando las multas son números llamativos, difíciles de ignorar. Pero si la gente desconoce su sencillez, lo mínimo de un cuerpo. Es eso de que no reaccionas hasta que te toca cerquita, hasta que te da tos seca, hasta que te da frío porque estás ardiendo, hasta que no hueles ni te sabe nada a nada, hasta que los límites se manifiestan, hasta que te conviertes en un límite.

Luis Enrique me contó que en su ciudad los vecinos con perro(s), lo(s) alquilan. Así se ganan unos euros para darle un respiro al vecino. Pero el perro ya está cansado, y como es inmune al virus, se convierte en máquina. Yo solo me digo cómo podemos ser tan crueles. Como el policía que detuvo a German en medio de su paseo nocturno con su perro.

Violentamente le dijo que estaba muy lejos de su casa. Que con salir a la puerta, al árbol de enfrente ya estaba. Le permitió regresar, sin más, pero dejándole un sabor malsano de herida abierta y frecuente en mi país de acogida: la violencia de los cuerpos de seguridad del Estado. La manera tan poco humana que tienen para reconocer al otro. La forma completamente ágil que usan para uniformarlo todo, literal, idéntico, como objetos que no sienten. 

Regresó a casa convencido de que Sumo estará bien en el patio, estará bien ahí, y él habrá de recoger sus miserias a diario. Estamos presos, amigos, presos y dando carne a los filósofos como Byung Chul-Han, Judy Butler y Giorgio Agamben, que se toman sus horas y extraordinarios recursos de pensamiento para decirnos que aquí está el cambio de paradigma, el que se anuncia siempre, tan agresivo y total nos mira como un panóptico, siempre Foucault.

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