Difícil es imaginar que, en la ocasión trágica del mundo, la memoria compartida, aun si es corta, pase por alto la referencia al libro de Susan Sontag El Sida y sus metáforas, un clásico de la era del Sida, de los años ochentas; una época que es, si acaso a veces, mera reminiscencia, fragmento y variación difusa de la cultura pop.

En ese ensayo que marcó a varias generaciones coincidentes en la década de marras, los más adultos y los menos, la gran escritora estadounidense aborda el tabú del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida, originado por el virus bautizado como VIH, y desmenuza sus significaciones, a través del inventario de representaciones que la humanidad produjo cada vez que la peste –cualquiera fuera el contagio biológico—mostraba la garra abarcadora.

La especie dotada de consciencia enfrenta en este instante otro episodio de los que el consensual olvido del mito y lo sagrado –por tanto, también de la Madre Natura o la Creación– reservaba a los archivos de medievalistas y hermeneutas bíblicos. 

La mirada de Sontag tal vez no calce exacta en este momento histórico; la peste del Sida, censurada por el poder y el consenso social, recibió el trato segregacionista de las epidemias del remoto pasado, y en esa oportunidad, hacia los llamados grupos de alto riesgo, clasificados según la orientación sexual y demás fobias colectivas; esos recelos que los medios y la leyenda urbana evaden, precisamente, mediante metáforas, entendidas en este caso como negación; retórica de ocultamiento. Mientras el establishment y la gazmoñería clasista demoraba demasiado en aceptar que se trataba –y trata—de un contagio que no se limitaba a los artistas –homosexuales por añadidura–, drogadictos y demás periferias sociales, ahí, donde el discurso dominante arrincona la promiscuidad y la mugre de los vicios, Sontag –quien padeció de cáncer de mamá y escribió antes La enfermedad y sus metáforas—enhebraba las consideraciones semánticas que conformaron la imagen aterradora aunque mistificada de la enfermedad que signó el fin del siglo XX –“cáncer gay” sería una de las metáforas difundidas por el folklore epidémico. 

Mucho tardó la civilización finisecular en ir asimilando que no era un contagio de millonarios libertinos o que incubaba solo en la pobreza extrema de África, sino que resultaba como tituló la revista Life en su edición de julio de 1985 “Now, no one is safe of Aids” (Ahora, nadie está a salvo del Sida). El gran momento mediático lo protagonizó Rock Hudson, el legendario galán de Hollywood, símbolo de la virilidad perfecta, cuando decidió declarar que siempre fue homosexual y ahora estaba en la etapa terminal de la enfermedad manifiesta. Los heterosexuales, no obstante, seguían seguros de su inmunidad, no obstante, las alegorías de un milenarismo post moderno, pródigo de profecías distópicas. Pero fueron apareciendo las primeras celebridades femeninas contagiadas, como la icónica modelo y diseñadora de joyas Tina Chow, quien dejó viudo al propietario de la cadena de restaurantes Mr. Chow y así, la fatalidad fue absorbida hasta que pasó a un segundo orden de las ansiedades globales.

La pandemia que hoy mantiene, como nunca antes en la historia, a la población mundial enclaustrada, lleva un sino menos estigmatizador, tal vez. Por el contrario, celebridades, mandatarios y príncipes han dado el paso al frente ufanos de llevar el virus que de una entró sin distingos. Solo que las consecuencias varían según grupos de riesgo científicamente establecidos, y sin mayor certeza que las estadísticas hasta ahora arrojadas.

Al ser metaforizado el Covid-19 como “una gripe”, parece relajar los prejuicios, aunque en la era de la hiperinformación acaso supere el miedo que provocó masivamente el Sida. La metáfora de la gripe es democrática e incluyente, se contagia sin mayores reservas, pero alude a un peligro mucho mayor que un catarro severo de fiebre, toses y dolores del esqueleto. Y es la facilidad de esparcirse entre los seres humanos; el ágil agente infeccioso se dispersa de forma que la ciencia aún no discierne del todo.

Otras metáforas parten de teorías de la conspiración y también de datos ciertos, como la que acuña el “virus chino” como reclamo a la potencia en la que brotó la amenaza biológica y que al parecer aplicó censura durante las primeras semanas de la expansión epidémica; se orienta el dedo acusador a la falta cierta de libertad de expresión de la China comunista. Los sesgos de toda índole viralizan como la “la gripe” ominosa en ese otro organismo, el de los medios entendidos como extensiones del hombre. La diatriba geopolítica no solo cansa, sino que produce nuevas metáforas del mal y lo confunden. Como Sontag apuntó en tiempos del Sida, demoran y dificultan cualquier cura. O nada abonan a la contención y mitigación, diríamos ahora.

Se escribe en las redes, blogs y demás plataformas de libre expresión digital con erásmica grafomanía, aunque sin el arte elevado del padre del humanismo, aquel autor de Elogio a la locura, que se apellidó de Rotterdam y en vida, pese a ser colmada por la admiración y el auspicio de las élites del siglo XVI, no logró la quimera de vencer la espada de la guerra con la pluma de la paz.

No transcurre aún el tiempo suficiente, cabe adivinar, desde el 17 de noviembre de 2019, fecha oficial del nacimiento del Covid-19 en forma de humano contagio, para que el frenesí informativo y la velocidad del análisis confluyan en la gran metáfora homogeneizadora. El término es hurtado del scholar estadounidense   Michael Holquist, en su comentario introductorio de la obra del teórico literario ruso Mikhail Bakhtin, ese tesoro escondido titulado Rabelais y su mundo, también conocido en castellano como La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. Según Holquist, la metáfora homogeneizadora del momento histórico en que Bakhtin escribió, fue 1917, año de la Primera Guerra Mundial y de la Revolución Bolchevique: “Todos los que vivieron durante ese momento”, escribe Holquist, “quisieran o no, fueron arrojados al trabajo de la historia. Ninguno podía darse el lujo de ser espectador. Aquellos que normalmente buscan la seguridad–quizás especialmente—los intelectuales, para contemplar a los reyes, generales, profetas y otras figuras públicas que ocupan el centro del escenario para ir adelante y voluntariamente al ‘matadero de la Historia’ de Hegel, descubrieron que no podían acomodarse a la butaca y comer cotufas –o leer libros.” 

La metáfora homogeneizadora es labor de Historia, y a sus hacedores y comentaristas toma tiempo elaborarla para un lúcido entendimiento del devenir humano.

Ahora, da al menos la impresión, hay más voluntad o voluntarios. Que sea para bien y no solo en procura de entrar en la Historia para agregar ruido o estropicio. Que la ética del humanismo cubra como una bóveda a todos los que se sientan llamados a actuar o desde otro frente, escribir, crear y manifestarse por los medios al alcance ante el mayor público cautivo que se pueda imaginar. Motiva el registro audiovisual de la solidaridad replicada; emociona la posibilidad de contemplar desde cualquier parte los momentos sentimentales que protagonizan policías y personal de protección. Obligados por la Historia están sobre todo los médicos y demás personal sanitario, la primera línea en esta conflagración; de esos gremios es el merecimiento mayor. Y tal vez, tanta denodada expresión esparcida en redes y plataformas digitales con la mejor intención –mas no aquella negadora–, concierten en la gran metáfora que nada oculte sino dé mayor luz a la atormentada humanidad.

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