- El periodista Sinar Alvarado conversó en exclusiva con El Diario sobre las características de la identidad migratoria. Es colombiano de nacimiento, pero venezolano de crianza y sus crónicas, ante todo, están marcadas por la voz repartida en entre las dos naciones
En 1977, en la ciudad de Valledupar, Colombia, nació Sinar Alvarado. Y, extrañamente, como si de cuento se tratase, ese mismo año fue asesinado el segundo periodista por ejercer el oficio en el país. Se llamaba Carlos Ramirez Paris. La realidad, a veces, mueve sus extensos hilos para presentar un destino plagado de paradojas.
43 años después, el nombre de aquel recién nacido es conocido en el oficio de Ramírez Paris. Sinar seducido, completamente, por la realidad decidió convertirse en periodista y buscar entre los escondrijos de lo que ocurre, los puntos más esenciales para narrar. Ahí, en la nebulosa de los hechos, está el relato.
La curiosidad de Sinar comenzó a temprana edad. Las páginas del libro se presentaban como una puerta a la posibilidad y, mientras los demás practicaban deportes, él buscaba textos en la vieja biblioteca de su casa. Su padre, primer referente en la lectura, estaba interesado en la política y buscaba textos sobre ese tema. Sinar, por su parte, empezó a crear un gusto por la literatura y las historias que se desarrollaban en las páginas amarillentas. Ambos buscaban cosas muy distintas, pero, al mismo tiempo, estaban unidos por una misma herencia: la lectura.
Pronto, a los 11 años de edad, conocería a otro de sus iniciadores en el amplio registro de la palabra escrita. Un tío materno había llegado a su casa. Al parecer, según relata Sinar, era un seguidor de la literatura y en su mochila cargaba con millones de historias resumidas, a través del lenguaje, en el formato de cuentos y novelas. Un día, mientras sus amigos jugaban béisbol, corrían y saltaban, él decidió entrar a su casa para ver televisión. Era un aspecto rutinario. “Yo era muy poco deportista y pasaba mucho tiempo en casa”, agrega. En ese momento, su tío notó el aburrimiento del joven sentado frente a la pantalla y decidió, como el consejero de un viejo rey, darle libros para “matar el tiempo”. Sinar leyó el primer libro, luego el segundo y, consecuentemente, el tercero. Sin darse cuenta, atrapado en el vicio de la palabra, terminó de leer toda la biblioteca de su tío.
El olor de las hojas, las historias, la forma de presentar a través de la escritura los millones de signos que se aparecen ante los ojos del ser humano, todo aquello, fueron los primeros elementos para sentir una cercanía con la lectura. Siguió comprando libros, sobre todo de literatura latinoamericana. Es un hábito que, desde ese momento, decidió mantener para toda su vida.
Pero, aunque la lectura es el primer ápice para el escritor, no todos aquellos que leen escriben. Para Sinar la escritura, como medio de vida, comenzó a tomar forma a los 18 años. Luego de pasar años en las páginas de la literatura latinoamericana y de los grandes géneros del periodismo, como la crónica, el perfil y el reportaje narrativo, el oficio de la escritura se volvió una posibilidad. La torre de marfil de sus autores favoritos, casi intocables en la cima de la intelectualidad, se empezaba a resquebrajar y la palabra se transformaba en una decisión pertinente para Sinar. En un principio quería estudiar Letras, como se llama la carrera de literatura en Venezuela; pero, al final, decidió irse por periodismo en La Universidad del Zulia.
El oficio de la escritura, muchas veces, se considera un aspecto mesiánico. Solo para unos pocos, para aquellos iluminados que encontraron las flaquezas de la realidad. Para el hombre en la nebulosa. Pero, como diría Eduardo Liendo, la escritura se basa en la acción de escribir, no en la inspiración previa. Y, por ende, para Sinar se transformó en un oficio viable que lo ha llevado a recorrer las historias sorprendentes de la geografía venezolana y colombiana.
Un hombre sin patria
Él se define de esta forma. Como aquel que salta de un destino a otro, que lleva en la escritura la sensación de nomadismo y que desde su niñez vivió la futilidad de la identidad. Nacido en Colombia, criado en Venezuela. En ese momento, mientras en la conversación se cuelan los sonidos de una flauta infantil, comenta que en su casa siempre estuvo presente la idiosincrasia colombiana. La música, la comida, las conversaciones eran símbolos que mantenían unido a Sinar con el país vecino que, al mismo tiempo, era su país de origen.
La familia de Sinar, residenciada en la meca del vallenato, donde las historias de Rafael Escalona siguen vivas en la polvareda de la tarde, emigró a Venezuela en la década de los setenta. Primero fue su padre en 1976. El año siguiente su madre lo tomó en brazos, agarró la mano de su hermana, y siguió el camino de su esposo. Maracaibo fue el destino de ambos.
Muchas familias colombianas emigraron a Venezuela en la segunda mitad del siglo XX. Se encontraban atosigados por la violencia que se encaramaba en las fauces de la sociedad. El narcotráfico empezaba a rasgar con su mano negra todos los aspectos de la vida en Colombia. Los grupos guerrilleros, creados después de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán en 1947, crecían exponencialmente en las montañas del Caquetá y en las orillas del río Meta. Y así, uno a uno, millones recogieron sus cosas para tomar un nuevo rumbo. Sinar comenta que muchos de ellos olvidaron sus raíces en Colombia y cortaron todo vínculo con el origen.
Su familia fue distinta. La cercanía de la ciudad marabina con la costa caribe colombiana, lugar donde la mayoría de los parientes de Sinar estaban ubicados, permitió que él conociera desde pequeño los caminos que lo acercaban a sus raíces. Las visitas a Santa Marta o Valledupar eran constantes. Las conversaciones de sus tíos, padres y amigos de su familia estaban, sobre todo, dirigidas a los hechos que ocurrían en Colombia. “El contacto no era solo físico, sino que estaba en el imaginario. Estaba flotando ahí el país de origen siempre”, dice.
El conocimiento de su padre sobre la historia de Colombia y los movimientos políticos que han signado el camino de la nación le ayudó a construirse una imagen del país. Colombia era una nación hecha a la medida de sus recuerdos, de sus visitas y de los cuentos de sus familiares. Nada escapaba de esos momentos de futilidad identitaria. El reconocimiento del país ajeno, aunque según su partida de nacimiento era “propio”, ocurría desde la mirada de aquel que no había crecido allí.
Entre Maracaibo, una ciudad atestada por el fulgor petrolero, y la costa colombiana, una zona apaciguada por el yugo de las desigualdades, transcurriu00f3 su infancia. Ni de aquu00ed, ni de allu00e1: de los dos lugares. El u201cu00a1eche!u201d costeu00f1o, el sombrero vueltiao y el acordeu00f3n, como muchas otras cosas, eran los su00edmbolos conocidos por Sinar. La costa era su lu00edmite y Colombia, de cierta manera, llegaba hasta ahu00ed.
Luego, en 2004 la escritura lo llevó a Bogotá. Pero la ciudad capital, ubicada en el altiplano de Cundinamarca, era muy distinta al imaginario que había construido en su infancia. La costa caribe tiene sus maneras de ser, muy diferentes a las maneras de Bogotá. Los símbolos, el lenguaje, las expresiones y, de cierta manera, el clima determinan las diferencias entre un sitio y otro. Para Sinar, aunque comprendió dichas discordancias, el conocimiento de la historia del país fue un factor primordial para poder hacer vida en él.
Su trabajo como periodista (en revistas como SoHo, Gatopardo, Semana o El Malpensante) le permitió conocer 28 de los 32 departamentos de Colombia. En cada viaje reconoce el sentido, antes enmarañado, de un país que esconde en los pueblos ínfimos de la montaña, de la llanura o de la costa una historia cargada de dolor. Pero siempre regresa a Bogotá. Ahí revive sus viajes y escucha sus entrevista. Ahí, en su hogar, con el frío atravesando la ropa, escribe el relato de un país urgido por la memoria.
No hay otra forma de conocer Colombia, sino “pateándola”, dice. Es necesario salir, conocer las condiciones de vida de todos los colombianos, adentrarse en los pueblos olvidados por el tiempo y comidos por la maleza; para que, de esta forma, aquel imaginario del país se ancle a la realidad.
El retrato de un caníbal: el relato de la tormenta perfecta
En su trabajo periodístico no solo ha descubierto el alma de los lugares, sino también de las personas. Esto ocurrió con Dorancel Vargas, el reconocido “comegente” de San Cristóbal, estado Táchira. Él había leído todos los reportajes sobre el suceso ocurrido en 1999: en el parque 12 de febrero, ubicado en el municipio Guasimos del estado fronterizo, Dorancel asesinó, según los registros, a 10 hombres. Los descuartizó y, posteriormente, se los comió. La leyenda comenzaba y, luego de su captura, el mito del “comegente” se transformó en un elemento representativo de la historia contemporánea de Venezuela.
Sinar relata que un día, en su primer año viviendo en Bogotá, se encontró con una amiga de San Cristóbal. Ella, en la rapidez de la conversación, mencionó al personaje de Dorancel. Hablaron un rato pero la historia, comenta, se quedó rondando en su cabeza. “Me pareció que había una historia potente para venderle a una revista”. Así que, después de la conversación habló con la revista Gatopardo. Ellos aceptaron. El trabajo se basaba en escribir una crónica sobre la figura del conocido “canibal”.
Tomó sus maletas y se fue para San Cristóbal. Al llegar al valle andino, con el caudal del Río Torbes y el cielo sereno, Sinar revisó, primero, el expediente del caso. Luego, entrevistó a dos familiares de las víctimas, a un policía que había trabajado en la investigación y, por último, entrevistó a Dorancel. Al regresar a Bogotá y sentarse, como muchas veces, a escribir descubrió que la historia podía ser más ambiciosa y convertirse en un libro.
Volvió una vez más a San Cristóbal decidido a escribir un libro. En ese momento la reportería se amplió. Visitó la cárcel donde Dorancel fue apresado, conversó con algunos compañeros de presidio, habló con un psiquiatra que lo había tratado y, por último, entrevistó a dos hermanos del “comegente”. Poco a poco la historia comenzaba a tener la sustentabilidad necesaria. El personaje se presentaba muy distinto a la caracterización que le dieron los diarios venezolanos.
Muchos medios, al momento de la noticia, lo catalogaron como el “Hannibal Lecter de los Andes”. Pero Dorancel, un hombre pobre, nacido en un pueblo llamado Caño Zancudo, no tenía la malicia del famoso personaje del Silencio de los Inocentes. “Lo más sorprendente que surge de la reflexión y del conocimiento del caso es entender que, más allá del retrato fácil que hicieron como el único asesino serial en la historia de Venezuela que, además, es antropófago, él era una víctima más”, agrega Sinar.
Dorancel es el resultado de una serie de situaciones que confluyeron al mismo tiempo. Para el cronista colombiano Dorancel, más allá de cualquier calificativo, es una víctima de la ignorancia ante las enfermedades mentales, de la inoperancia judicial, de la pobreza y de la desidia carcelaria. Al final, es un olvidado más de la sociedad que, a través del asesinato, quedó remachado en la historia.
Sudaquia Editores, ubicada en Nueva York, Estados Unidos, publicó en el año 2005 Retrato de un caníbal: los asesinatos de Dorancel Vargas Gómez. Por este libro Sinar Alvarado fue ganador del Premio de Periodismo de Investigación entregado por Random House Mondadori.
Los límites de la crónica
Este género se concibe híbrido. Como una mezcla. Un relación inacabable entre la pureza del lenguaje literario y la exactitud de la mirada periodística. La realidad, vasta e inabarcable, necesita ser narrada para la historia pero, al mismo tiempo, el lenguaje es una forma de reducir lo ocurrido. Un aspecto que genera confusión al momento de introducirse en el oficio del cronista.
Para Sinar, un aficionado del periodismo narrativo desde su juventud, los límites de la crónica están atados al hecho. Los grandes géneros del periodismo (el perfil, la semblanza, el nuevo periodismo, el periodismo narrativo, entre otros) son una forma de crónica, comenta. Lo único que no se puede olvidar y que está clavado en la pared del periodista es que el oficio, ante todo, se encarga de narrar hecho verificables.
Al momento de enfrentar una situación de la realidad, repleta de detalles y de situaciones que, en el implacable fluir del tiempo, ocurren simultáneamente, Sinar confía en su instinto para determinar los puntos que son narrables en una historia. Ni los pensamientos de un día son capaces de entrar en un texto, como lo intentó hacer James Joyce. Menos se podrá abarcar todo un hecho. Por ende, para Sinar el criterio es el inicio para narrar un suceso.
Ese jugo es lo que queda estampado en el texto. Al visitar un pueblo atravesado por una gran historia Sinar, en su caminar reporteril, debe realizar una curaduría del testimonio. Quizás son 5 los entrevistados necesarios, quizás son 10 o 20, pero nunca serán todos los habitantes del pueblo. En esa diatriba el criterio del escritor aparece como una lumbre en la oscuridad para esclarecer el camino y buscar los fragmentos de una realidad que den, posteriormente, una sensación de totalidad.
En este momento, cuando la humanidad parece tener un nuevo enemigo, invisible, escondido en un saludo, en un beso o en un abrazo, el periodismo es un elemento necesario para evitar ser víctima del miedo. El coronavirus es una nueva situación pero, para Sinar, el reto siempre ha sido el mismo: “Tenemos que establecer hechos. Recurrimos a todas las fuentes necesarias o disponibles para establecer esos hechos”. Ese es el negocio del periodista: el establecimiento de hechos.
El oficio, según él, está más que inventado. Las reglas ya están creadas. La moral y la ética ya están escritas en grandes tomos. El periodista debe atenerse a ellas y tratar de presentar, en el mundo de la rapidez, los hechos como son. Sobre todo en el contexto latinoamericano, donde la realidad de las mayorías es sombría y el reto de las sociedad es, ante todo, buscar un equilibrio entre la seguridad sanitaria y la estabilidad alimentaria. “El riesgo para muchos no es que te mate el virus, sino que te mate el hambre”, dice.
El país que ya no vibra
Él nació en Valledupar, pero su corazón es maracucho. En una crónica expone que su alma nómada solo reconoce a Maracaibo como su hogar. Aunque su identidad es un cúmulo entre lo colombiano y lo venezolano, entre la mezcla incesante que produce la migración, guarda recuerdos de sosiego en las calles de varias ciudades venezolanas. Maracaibo es una, el lugar de su niñez, su adolescencia y juventud. Caracas es la otra, el sitio de su independencia.
Después de graduarse en La Universidad del Zulia su destino fue Caracas. Una ciudad que, entre 2001 y 2004, vibraba todavía. Su voz no muestra acentos marcados: ni costeño ni bogotano ni maracucho. Es un acento, como su alma, nómada. La capital venezolana fue el inicio de su independencia. Sin padres, sin familiares cercanos, solo él como un joven periodista en una sala de redacción.
Durante los tres años que vivió en Caracas aprendió el periodismo de noticias. Aquel que espera la primicia, que se rebate con los demás la sensación del día y que, en comparación con el narrativo, no tiene tiempo de espera.
u201cFue muy u00fatil aprender a escribir diariamente, a resolver una historia, a identificar cuando hay o no hay una historia. Pero no fue el tipo de periodismo que me interesu00f3 leer o escribir. Yo queru00eda contar historias y demorarme contando historias. Ademu00e1s, queru00eda entender, queru00eda descubrir el mundo y sus procesos complejos y esto exige tiempo. Dedicarle mu00e1s tiempo a la investigaciu00f3n, hablar con mu00e1s personas, y lo que me permitu00eda eso eran los grandes gu00e9neros: la cru00f3nica, el reportaje, el perfilu201d, comenta.
Para Sinar el país de su infancia, que conocía antes de emigrar a Bogotá, ya no existe. Es un reflejo de los años pasados guardado en la memoria, tanto de él como de sus compañeros, de todo aquel que vivió esos días. Su última visita a Caracas fue a finales de 2019 y, explica, que se encontró con un país silencioso.
Sinar recuerda, con especial aplomo, la agenda cultural de la ciudad. En ese momento, aun con el chavismo, los sonidos de la vida se paseaban por Caracas. El cine, el teatro, la literatura, las tertulias de las nuevas generaciones en una taberna de Sabana Grande, eran símbolos del estruendo. Ahora, comenta con tristeza, apenas queda una triste parodia de la versión original.