• Borracho, a los tumbos, García Marcano entró a la casa. Tras de sí, la puerta se cerró estruendosa. En la casa de las ventanas cerradas, esta sería la última noche. Era la Caracas de 1918
  1. La mano escondida

Luis Alí García Marcano, el hombre de la mano enguantada, trabajaba como revendedor de ropa, perfumes y otras baratijas importadas. Se trasladaba dos veces por mes hasta el puerto de La Guaira, cargaba de chécheres un par de baúles y regresaba a la ciudad. Este mercader de media monta se presentaba como distribuidor exclusivo de artículos europeos y había amarrado una modesta clientela: dos tiendas en Catia y otra por los lados de El Matadero. 

Ni carismático ni simpático ni donairoso. García Marcano era un ser torpe, sin gracia, sin labia. En verdad no poseía dotes de negociante, ni era bueno para nada en la vida. Solo aprovechaba la relativa prosperidad del momento. Muchos los hacían. El país de Gómez estaba en calma. Cualquier sublevación se apaciguaba a machetazo limpio y a los caudillos les esperaba cárcel o destierro. Llegaban musiúes quién sabe a qué negocios. Había dinero en la calle y al menos en la capital el comercio estaba en movimiento.

—Buenas tardes Luis Alí, ¿me consiguió las mantillas españolas? — preguntaba Eduardo González, propietario de Tiendas Romeo, establecimiento convenientemente ubicado a la diagonal de la parada del tranvía.

—Me las prometieron para el mes que viene Don Eduardo. Cuente con eso. Hoy le traje medias para caballero, peines de carey y concentrado de agua de rosas. Vienen de París… Huela esto… 

Para que testeara la fragancia de ocasión, con torpeza destapaba el vendedor aquel frasquito, usando para ello su única mano útil. Pero también estaba la otra, la izquierda, la del guante; esa que Don Eduardo no dejaba de ver con repugnancia. 

García Marcano escondía algo que desde niño le traumaba y que le había ganado infinidad de sobrenombres, rechazos y burlas en su natal Ciudad Bolívar. No había nacido con dedos en la mano izquierda. En lugar de ellos tenía tentáculos de pulpo. 

  1. Virgen confinada 

La esposa de García Marcano se llamaba Clarisa. Debía ser cumanesa por su devoción a la Virgen de Santa Inés Mártir, cuya imagen en el zaguán tenía siempre velitas encendidas. Era una mujer flaquísima, de semblante triste y aura cadavérica, que vestía siempre de amarillo pálido. Nunca salía de casa, no levantaba la mirada y no, no hablaba con nadie. Los Marcano se habían mudado haría diez años a La Pastora, a la última casa de la Calle del Retiro, la de techo a dos aguas pegadita a la montaña. De dónde venían antes de llegar a Caracas o cómo se conocieron, eso nunca se supo.

Flor de María, única hija del matrimonio, había nacido en ese lugar. Como estaba prohibida la entrada de gente a la casa, el parto de la sietemesina fue atendido por tres ánimas del Ávila, quienes al momento del alumbramiento llegaron a socorrer. García Marcano, que había pasado la noche desmayado por la borrachera, nunca se enteró de los gritos de Clarisa, los llantos de la niña o el deambular de los espíritus. 

Al despertar, con la cabeza explotándole, el hombre que todavía era un solo tufo a aguardiente observó con náuseas cómo los tentaculillos de su cefalópoda mano se encontraban libres, moviéndose involuntariamente. Desesperado por cubrirse se paró del catre y vio, en el cuarto contiguo, a su recién parida mujer con la diminuta Flor de María en brazos. 

—Ven Luis Alí — dijo Clarisa, casi sin fuerzas, intentando una sonrisa—. Ven a conocer a tu hija…

Agitado y confundido, García Marcano, que había por fin dado con su guante, lo tomó del piso y colocándoselo vociferó 

—¡Lo que pasa es que tú también me tienes asco! ¿Entonces para qué te casaste conmigo? ¡Desgraciada, eres peor que el resto de la gente! — limpiándose la baba con el antebrazo y con ojos aun más enrojecidos, continuó— Clarisa, ¿y cómo es que pariste si todavía no era momento? ¿Quién te ayudó, que todo está limpio y ordenado? ¿Quién entró a esta casa sin mi consentimiento? ¡Conmigo no se juega, carajo!

Y así, en su arrebato de frustración, complejo y locura, el dictadorzuelo de cuatro paredes juró “¡Ni muertas saldrán ni tú ni esa niña de esta casa! ¡Se clausuran esas puertas! ¡Se cierran para siempre las ventanas!”

  1. Viejita cada noche

A sus ocho años la hija de los García no conocía más allá de aquellos muros. En su confinado mundo, con voz mínima, apenas hablaba con su mamá y otros seres invisibles. Le gustaba correr entre las matas del patio de atrás, siempre solita, y comía mucho mango en temporada. Por las tardes, cuando subía la calor, cerraba los ojos y se sentaba bajo el árbol. Las ramas más bajitas, reptando lentamente, se enredaban en su larguísimo pelo, para hacerle cariño. 

Pero con el caer de la tarde se venía también el miedo. Madre e hija sabían quién estaba por llegar. 

Moreteada en el orgullo y por todos lados, Clarisa, esquelética e indefensa, ya ni le lloraba tanto maltrato, insulto y correazo al alicorado hombre del guante. 

Flor de María, infinitamente triste, se acurrucaba en el catrecito, a ponerse viejita. 

  1. Los hombres fuertes también se van

Borracho, a los tumbos, García Marcano entró a la casa. Tras de sí, la puerta se cerró estruendosa. Tenía tres días de parranda y hoy, especialmente hoy, el trago le había caído muy mal. Le temblaba el cuerpo, sentía debilidad y fiebre, tenía dificultad para respirar, le dolían los oídos, le sangraba la nariz.

—Clarisa, mujer, ¿dónde estás…? Flor de María, mija, ¡ayúdame por favor…! No me estoy sintiendo bien, ¡necesito un médico…! — Moribundo, convulsionando, con los tentaculillos achicharrándose, el hombre se tiró en su camastro. Hasta su último aliento suplicó ayuda a las mujeres de la casa. Nadie vino. 

En el cuarto de al lado Clarisa y Flor de María habían muerto por la fiebre, hacía dos noches. Estaban abrazadas. Las velitas de la Virgen en el zaguán seguían encendidas. Sobre madre e hija caía una leve lluvia de nácar.

Tardaron siete días en sacar su cadáver. Nadie se había enterado.

Es que a los hombres fuertes les gusta cerrar ventanas.

——

La guerra terminó en Europa pero Papadiós está castigando a los hombres por tanto afán de poder y tanta matazón. 

Alguien en la Familia Gómez como que se contagió de la peste que viene en los barcos, la que llaman La Española. Como que es uno de los hijos del mismísimo Juan Vicente. 

El Benemérito está encerrado en Maracay. Dicen que ni se asoma.

Horacio Blanco

18 de abril del veinte veinte

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