Parece este un funeral concurrido. El cuerpo aún posee algo del ardor de la vida, pero poco a poco se va apagando. Nos hemos reunido aquí para llorar un servicio satelital de televisión. Estamos, frente la tumba de Directv, aproximadamente 2.500.000 de dolientes, acompañados de nuestras familias, arrimados, amigos. Creo que llegamos, si no me equivoco, a los 10.000.000 de asistentes a este triste evento.

La autopsia del cadáver ha causado controversia: unos dicen que murió por la mano de Nicolás Maduro, que obligó a Directv a mantener en su parrilla de programación un par de canales sancionados por el gobierno de Estados Unidos: Globovisión y Pdvsa TV. Otros han decidido responsabilizar al gobierno de Juan Guaidó, por promover las penalizaciones a nuestro país. Cada quien con su conciencia, pero ese último juicio no parece el más acertado.

Estamos aquí congregados periodistas, amas y amos de casa, amantes de las películas, de los videos musicales, de los noticieros, del deporte, de los documentales, del doblaje latino con expresiones exageradas. Si el director de cine Federico Fellini nos viera a todos aquí llorando a moco suelto por un servicio de televisión satelital, probablemente no podría contener las arcadas, puesto que para él, en sus palabras, la pequeña caja negra representa la derrota del sistema cultural de la civilización occidental.

Comparto aquí unas breves anécdotas sobre Directv, para amenizar la velada mientras vemos cómo entierran al occiso bajo una montaña de antenas y decodificadores que ahora no sirven. Bueno, algunos han propuesto el uso de las antenas como budares, habrá que ver cómo quedan esas arepas.

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Entre cervezas, botellas de ron, perniles y hallacas, ocurrió la cena de fin de año de mi familia en Acarigua, estado Portuguesa. La noche era amablemente fresca, un alivio entre el agobiante y pegajoso calor que azota los días.

La tertulia de la estirpe llanera es ruidosa. Todos hablan encima de cada uno, y las conversas suelen ser histriónicas. Faltaban como quince minutos para el fin de año, cuando mi tío, prolijo progenitor de niños y niñas con poca intención de detenerse a sus 35 años de edad, hizo un “inesperado” anuncio:

—Bueno yo les voy a decir algo…

Mi abuela se llevó las manos a la cabeza, aguardando las malas noticias. Quizás había escuchado esas palabras antes y sabía a qué atenerse. Y todos callaron ante el anuncio.

—Mi mujer está embarazada, pa’ que sepan…

“Pero y entonces”, repiten todos. Los reproches no faltaron, así como las risas. Porque a mis abuelos, más allá del impacto inicial, nunca les ha molestado realmente un bebé más en la familia. Pero con el pequeño embrión que crecía en el vientre de la mujer de mi tío, ya eran seis hijos —reconocidos— de los que tenía que encargarse el hombre, dedicado, para que sepan, a la mecánica superficial de carros. Todos de varias edades y diversas necesidades. Mi abuelo se levantó y se quejó con una frase curiosa, que ahora es una anécdota recurrente que saca algunas carcajadas en la familia:

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—Bueno, pero y entonces ¿Por qué no vieron televisión? ¿Yo no les compré un Directv? Vacié…

—Sí, pero lo usamos para ver pornografía…

Allí quedó sepultada la idea del Directv como mecanismo de prevención de embarazos.

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Cuando anunciaron el cierre de Directv en Venezuela, Ana, mi novia, solo pensó en sus padres. Ella vive en Caracas, pero nació y creció en Socopó, una población de poco más de 100.000 habitantes.

Cuenta Ana que por su residencia, una finca de aproximadamente 150 hectáreas en La Reserva, encontrar jabalíes -a los que allá les dicen chácharos- en medio del monte, cachicamos, babas o cunaguaros es para ellos lo que para nosotros los caraqueños es conseguirse un perro o un gato en la calle, o un tuqueque escurridizo en una esquina de la casa. 

Pero lo que no hay allá es señal de teléfono. Para Ana, ir a su finca por dos semanas significa que no hablará con nadie fuera del recinto familiar por dos semanas. Podría usar las redes sociales, pero no hay Internet. Sin embargo, un servicio de televisión hidalgo se atrevió a llegar allá. 

Ana tenía como diez años de edad cuando instalaron Directv en su casa. Era la segunda finca de la zona en tener el servicio de televisión satelital. La caja negra se convirtió en una ventana al mundo. El patriarca de la familia estaba feliz, porque podía seguir los campeonatos más importantes del fútbol. Los niños de la casa se entretenían con las caricaturas. La madre contenta de poder ver películas interesantes, más allá de la oferta de los canales nacionales.

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—Y ahora qué harán mis papás…

Cuando una ventana se cierra, otra se abre, dicen los optimistas. Pero el cierre de la ventana de Directv para la familia de Ana parece haber transformado la finca en calabozo.

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Yo me enteré de que Directv existía porque, cuando era un niño, la familia de un compañero de clases decidió suscribirse a la tendencia del esparcimiento satelital, a principios de la década del año 2000. Recuerdo las quejas por las abundantes lluvias de mayo, que tumbaban la señal. Tiene tiempo sin llover en Caracas.

La residencia de mi amigo quedaba, por cierto, cerca de Petare. Recuerdo haber visto cómo ese cerro empezaba a llenarse de antenas. También recuerdo los comentarios:

—¿Pero ven? No sean así nunca, muchachos. Cómo va a haber gente que viva en un rancho que se está cayendo, de ladrillos, feo, y en vez de preocuparse de vivir mejor, se compren un Directv.

¿Serían así las cosas? Ahora no lo se. 

Se ufanaba el ex presidente Hugo Chávez de querer ir a las catacumbas del pueblo, pero no dudo que varios en el corazón de las zonas populares acudieron a Directv para huir de las cadenas del militar de Sabaneta.

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Unos se enteraron más temprano que otros sobre la muerte de Directv. 700 personas, que trabajaban para el servicio, se enteraron en la madrugada, con dinero en sus bolsillos que los directivos de recursos humanos han denominado como “liquidación”. Eso y una carta fue todo lo que hizo falta para que comprendieran que se habían quedado desempleados.

A muchos les molestó, por cierto, el cacerolazo ocurrido tras el cierre de Directv. Dirigentes comunitarios, ciudadanos varios, en redes sociales, como mirando por encima del hombro a los pedestres y vulgares que golpeaban sus ollas por el cierre de un servicio satelital de entretenimiento, profirieron comentarios ofensivos. Que cómo podía ser, que con tanto por qué protestar, que el agua falta, que luz no hay, que el gas escasea, que dónde está la gasolina, que la libertad está ausente. 

Bueno, algo en ese servicio era importante, podría decirse que vital para unos cuantos, porque las cacerolas se escucharon en todo el país al caer la noche. Sin que nadie les dijera nada, dejaron en ridículo todas las convocatorias políticas partidistas. Fue un velorio estruendoso, el de Directv. No sé qué nos dice eso del país en que vivimos.

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