Humillante es la palabra con la que describiría la situación que estamos viviendo en Venezuela, todo es quizás mucho más difícil de lo que un día pensé que sería vivir en el país. Pero aquí estamos de nuevo, un poco más abajo en el pozo que parece no tener fondo y que al mismo tiempo aparenta ser una bomba a punto de estallar.

Foto: Oscar Morales

Cuando el régimen de Nicolás Maduro anunció que se distribuiría gasolina nuevamente en todo el país, yo ya estaba escéptico con el proceso. Primero porque no explicaron detalladamente los pasos para abastecerse de combustible, y segundo porque los grupos de WhatsApp colapsaron con preguntas para las que nadie tenía respuesta. Esta suele ser una práctica que ellos implementan: “confunde y vencerás”. 

Lo único que me importó en su momento fue que supuestamente se surtiría de acuerdo con el último número de placa. Vi mi calendario y marqué el martes como el día que comenzaría mi travesía. El primer día ya había caos en las estaciones de servicio, todo lo que leía por las redes sociales indicaba que reinaba la desorganización, aunque varias personas lograban la meta de abastecer sus vehículos. Eso me calmó un poco porque yo saldría en el segundo día de implementación de este nuevo esquema. 

No pude dormir el día anterior, solo pensaba en cómo iba a ser, qué me iban a decir en la fila, cuánto tiempo me tardaría y si lograría cumplir con mi objetivo. Esto me demostró que cada problema que se presenta en el país va deteriorando mi salud mental, pues mis pensamientos variaba y tenía uno breve que me aseguraba que todo iba a fallar. Lo que vino después fue mucho peor. 

Llegó el día. No quise salir de madrugada porque me aconsejaron que no lo hiciera, así que comencé la cola unas horas más tarde. Me preparé para permanecer en la fila máximo cinco horas. Llevé algo para desayunar y agua suficiente; creía que estaba más que listo para afrontar la situación. 

Foto: Oscar Morales

La estación de servicio frente al centro comercial Paseo Las Mercedes, en Caracas, fue la que escogí porque conozco la zona. Quería evitar cualquier percance. El primer golpe del día fue ver dónde comenzaba la fila: a la altura del distribuidor Santa Fe. Me dije que eso no me detendría en mi afán de conseguir gasolina. Así fue por algunas horas. 

Al estar en la cola me percaté de que tenía la batería del carro sulfatada. Ese fue mi segundo golpe del día; sin embargo, en ese momento aparecieron quienes yo llamaría “los ángeles de la gasolina”. Son las personas que conoces en el sitio y que te ayudan cuando más lo necesitas. Gracias, hombre del carro gris, por ayudarme a limpiar la batería. 

Durante las cinco primeras horas el calor no me dejó pensar. El sol se me hizo insoportable para el mediodía, fue el peor momento para mí. Lo único que pensaba era en rendir el agua, porque realmente sentía que me estaba deshidratando. Justo en ese momento pasó algo muy particular: vi a un hombre caminando por la autopista mientras llevaba una bolsa de hielo en una de sus manos y una botella de sangría en la otra. No lo culpo por querer refrescarse, el clima estaba de playa. 

El tercer golpe del día llegó en el momento en que la fila dejó de avanzar. Eran las 2:00 pm y los rumores eran que se había acabado la gasolina y que por lo pronto no llegaría ninguna gandola, quizás en la noche. Mi misión en medio de este panorama era no molestarme ni perder la calma. Estaba pensando qué podía hacer cuando  el hombre que me había ayudado a limpiar la batería dijo que su hija había logrado surtir en una estación de servicio de Chacao, también al este de Caracas.

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Un recorrido agobiante

En ese momento una pregunta surgió en mi mente: ¿Quedarme en la misma fila esperando o recorrer las estaciones más cercanas para una solución? Nada me aseguraba el éxito, pues cada caso es diferente. Mientras tanto, las ideas que rondaban mi cabeza me planteaban todos los escenarios posibles.  

A las 2:20 pm tomé la decisión de ir a esa estación de servicio de Chacao, no podía esperar más, faltaban tres horas para que cerraran las bombas, de acuerdo con la información anunciada. Así que arranqué hacia la bomba de la avenida Galarraga. 

Al llegar, mi emoción fue muy grande, la cola era relativamente corta si la comparaba con la anterior y esta avanzaba con mayor rapidez; sin embargo, el siguiente golpe no tardó en llegar. Nos informaron que solo surtirían a 100 vehículos. En ese momento comencé a rezar como el hombre más creyente del mundo para que estuviera dentro de ese límite. 

Cuando la encargada de la bomba se acercó a mi carro y me dijo “Tienes el número 50” suspiré con alivio, aunque esa tranquilidad solo duró un segundo. Pues al momento la misma persona informó que el combustible que suministraban ya no sería subsidiado, sino que lo estarían cobrando a $0,50. Para ese momento ya yo estaba muy molesto, no solo por tener que pagar en dólares, que no es nuestra moneda oficial, sino por pensar en todos los negocios sucios que debe haber detrás de todo este nuevo sistema. 

Mientras me encontraba en esta fila me conseguí con otro personaje, un enfermero que como todos, estaba harto de la situación y reclamaba por no poder cumplir con su trabajo por estar todo el día en una cola. Nos dijo que antes ya había pagado $4 por cada litro de gasolina en el mercado negro y que, aunque ahora la estuvieran ofreciendo igual en divisas, la disminución en el costo suponía un respiro para su bolsillo.  

Mi cara expresaba claramente cómo me sentía cuando la cola dejó de avanzar. Unos 10 minutos más tarde, pasó la encargada diciendo que repartiría números a los 100 primeros carros de la fila, para que pudieran surtir sus vehículos pero al día siguiente. “Mañana, aunque no les toque por su placa”, se escuchaba. Justo antes de aquel momento me topé con quienes yo llamo “Demonios de las colas”, unas mujeres que informaron que no surtirían más para que la gente se fuera y ellas pudieran tomar su lugar. Creo que es eso lo que llaman “viveza criolla”. Desafortunadamente el enfermo con quien yo había conversado les creyó y se fue en medio de un ataque de rabia. Él no pudo obtener un número, a mí me tocó el 25. Con esto no teníamos que pernoctar allí, sino que al día siguiente nos atenderían de acuerdo con el número que nos había tocado a cada uno. Yo me sentí derrotado, pue sabía que aquello no sería tan sencillo.

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Foto: Oscar Morales

Cabizbajo me fui a la casa de mis padres, que es la que queda más cerca de la estación de servicio de Paseo Las Mercedes. Pensé que ya había superado el golpe final de mi dura travesía.

Al llegar a la casa a las 5:00 pm, con menos gasolina que antes y destruído mental y físicamente, tuve solo 10 minutos para tomar agua y comer algo, antes de recibir la llamada que cambiaría mi noche. El hombre del carro gris, ese que me ayudó con la batería y quien seguía en la fila para surtir en Paseo Las Mercedes, me llamó —menos mal que le di mi número— para decirme que me acercara, porque había llegado una gandola y la estación de servicio permanecería abierta hasta las 12:00 am.  

Pensé en quedarme en casa, pero al mismo tiempo sentía que mi misión no podía quedar a la mitad, así que fui nuevamente al sitio en el que me había insolado, había pasado hambre y sed, y donde me había amargado durante casi seis horas; aunque esta vez fui acompañado por familiares y vecinos que recibían ese mismo mensaje: “Apúrense”. Llegué a las 5:35 pm y estaba mucho más cerca de la meta que cuando me fui en la tarde a Chacao. Cada vez que empezaba una nueva fila tenía que mentalizarme que volvería  pasar largas horas en ella. 

Esta vez había una vibra positiva, decían que eran suficientes litros y que sí alcanzaría para todos. Las personas en la cola salían de sus carros y hablaban con los demás. Recuerdo que en ese momento pensé en qué frágil es el Covid-19 en algunos momentos, porque a pesar de todo lo que pasa en nuestra burbuja de país, también hay una pandemia. Me detuve, ya no quería ni pensar en eso.

Espera nocturna

Durante la noche la gente es más peculiar. Es como si el cerebro pensara que está en una reunión de amigos y no en una situación crítica. Eso sí, la luna era mejor compañera que el sol para esos momentos en la calle. Las palabras empezaron a fluir y no faltó la persona en camioneta que siempre tiene una caja llena de cervezas para cada ocasión. No los culpo, es mucho estrés estar todo el día en un cola, todo el día perdido. Es bueno encontrar formas para despejar la mente. 

Los comerciantes informales aprovecharon muy bien esta situación. Venden café, agua, cigarrillos y algunos hasta dulces, pero el más peculiar pasó alrededor de las 8:00 pm. Un joven vestido de promotor de alguna marca vendiendo perfumes. No encontré ninguna lógica en esto, ¿quizás para los que quieran oler mejor en la cola?, la verdad no sé, mi cerebro ya no estaba funcionando bien. 

La cola avanzaba poco a poco, pero las ilusiones perdían fuerza con cada hora que transcurría. A las 10:00 pm ya veía de lejos las luces del centro comercial y me llegó una noticia que me alegró mucho. El hombre del carro gris, ese que me ayudó con lo batería, había logrado surtir su tanque. Esperaba que pudiera ir a su casa a descansar.

Foto: Oscar Morales

El último golpe del día llegó en forma de sonido, sí, el de las cornetas de los carros que se quejaban porque las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) había ordenado el cierre de la bomba. A las 11:00 pm se nos desmoronó todo, no había reclamo que valiera, los bomberos descansaban en un lugar de la estación mientras que algunos funcionarios militares también abandonaron el lugar y  solo quedaban quienes estaban de guardia. 

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“Se acabó”, decían los que venían caminando desde la estación hasta su vehículos para marcharse a casa. Allí me surgió la interrogante más grande de la noche ¿Nos vamos o nos quedamos? Ya teníamos la experiencia de la estación de servicio de Chacao, en la que la gente se fue y nos dieron ventaja a los que nos quedamos. Estaba muy cerca ya de la estación, pues muchos carros de adelante prefirieron irse por seguridad y eso nos dejó  justo al frente de la bomba. 

¿Pernoctar en una calle de una de las ciudades más peligrosas del mundo? La pregunta del millón. No me quería arriesgar a que me robaran y que la gasolina pasará a segundo plano, pero mi papá ideó un plan para no perder los puestos: quedarse a hacer guardia toda la noche. El único que cumplió eso fue él. Gracias papá, eres un ángel, pero de mi vida. 

En ese momento me fui nuevamente a casa de mis padres, pero no fui a descansar; fui a trabajar como lo había hecho durante los 10 minutos que estuve ahí en la tarde. Estar en una fila es tiempo perdido que no se recupera y que tampoco te deja producir para sobrevivir. En ese momento recordé al enfermero que horas atrás había mencionado eso. Terminé de trabajar y cerré los ojos durante varios minutos, aunque siempre los abría porque mis pensamientos no me dejaban dormir. En un abrir y cerrar de ojos, así me mantuve durante cuatro horas.

Todo volvió a cambiar cuando mi papá me llamó a las 4:00 am para que regresara a la cola.  Esta vez sí estaba recargado de provisiones, ya había desayunado y mi mamá me armó una bolsa con suficientes snacks. Fui a la fila de nuevo y estábamos aún más cerca. Los rumores eran que a las 6:00 am abrirían  la estación y no me quería perder eso por nada en el mundo. Las horas sin dormir me pasaban factura, así que decidí cerrar mis ojos cada ciertos minutos. 

Un nuevo día de espera

Mientras el sol despuntaba, los carros llenaban las calles y sus alrededores. Todo estaba lleno de personas que buscaban dónde comenzar una fila para surtir sus vehículos, todos haciendo lo mismo que yo hice un día antes. Pero todo empeoraba. Los rumores indicaban que no había gasolina en ningún sitio. Donde yo estaba solo quedaba la reserva del día anterior, así que me puse a contar carros para tener una idea de qué tan cerca estaba de lograr mi cometido. Mi automóvil era el 14, desde ese momento mi número de la suerte. 

Eran las 6:00 am, hora programada para surtir, pero la estación seguía cerrada. La puntualidad no es lo más común en los venezolanos, pensé, y en ese momento lo noté más que nunca. El problema surgió cuando nos enteramos de que no era impuntualidad lo que mantenía la bomba cerrada, sino que todos los trabajadores esperaban por “el capitán que tenía que dar la orden”. Entendí que los funcionarios militares eran quienes controlaban todo el sistema en ese momento. 

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Mientras tanto, la fila de motorizados comenzó a crecer al lado de la de vehículos  y en ella se escuchaba de todo, desde insultos hasta anécdotas que decían que sus “colegas” habían surtido sin problemas y “subsidiada”, pero en el centro de Caracas. Cuando les llegó la noticia de que en esta estación sutirían pero a precio en divisas, la cola de motos se fue acortando.

8:00 am. Ya habían pasado 24 horas desde que había salido de mi casa, 24 horas en este viaje, sí, viaje, porque se sintió como cuando tomas un vuelo a otro país; pero después de haber recibido tantos golpes en tantas horas vendría el momento cumbre de esta aventura.

A lo lejos vi que personas corrían desde la estación hacia sus carros. Yo solo escuché “Ya abrió” y acto seguido prendí mi carro, aunque ya el de adelante me sacaba varios metros de distancia. En una pequeña avenida, los primeros 20 carros de la cola manejamos a 80 km/h. Fue en ese momento cuando vi que el guardia me decía “Avance” con la mano que entendí era la victoria. Una muy triste victoria, porque lo normal no es tener que pasar todo un día haciendo una fila, pero bueno, victoria al fin. Lo que más me alegró es que de esos 20 vehículos que pasaron se encontraba mi tía y mi papá. Fue una victoria familiar.  

Foto: Oscar Morales

Ya en la estación recordé todo como si se tratara de una película, no se había acabado y faltaban cosas contar, pero ya estaba ahí. Cuando me preguntaron cuántos litros quería les dije “Hasta que pare”. Ya no me importaba el precio, solo me importaba irme con el tanque lleno. 

En ese momento me di cuenta de que nadie está preparado para esto, para este nuevo sistema. Los bomberos no tenían equipos para cobrar, los dueños no sabían cómo actuar y los funcionarios militares eran los mismos de siempre, los que uno solía ver durante aquellas protestas antigubernamentales de 2014 y 2017.

Foto: Oscar Morales

No importó la placa, no importó estar registrado en ningún sistema, lo único importante en realidad es que tengas los dólares para pagar. Todo lo que anunciaron era una mentira, ya sabía yo, pues hemos pasado 20 años viviendo en medio de mentiras y corrupción. 

Ya más adelante, mientras esperaba a que mi papá surtiera gasolina, comenzó una última pelea. Los motorizados discutían con otras personas de la fila porque denunciaban que Nicolás Maduro había dicho que el combustible era subsidiado. Eran reclamos muy agresivos, agitaban las manos. Yo solo quería que mi papá terminara de surtir para irnos y listo, estaba muy cansado física y mentalmente. 

Nos fuimos por caminos diferentes pero sentíamos la conexión de habernos ayudado para lograr nuestro objetivo, porque el régimen no lo haría por nosotros. Humillante es la palabra con la que comencé este escrito, pero creo que no podemos quedarnos así. Golpe es una palabra que utilicé para describir los momentos más duros que me tocó vivir en toda esta travesía, y lo hice porque nadie asume sus responsabilidades y denuncian que siempre reciben “actos terroristas y golpes de Estado”. Después de todo esto, después de todo lo que hemos vivido, lo único que siento es que el golpe más fuerte durante estos 20 años ha sido el que ellos nos han dado a los venezolanos.

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