• La conocí haciendo la cola. Unidos por el anhelo de llenar nuestros tanques, esta misteriosa desconocida me hechizó con su sonrisa de tapaboca. Después de ocho horas absurdas todo terminaría tan fugaz como empezó. Abruptamente. Y para siempre

Vociferando, angustiantes como siempre, las noticias de la mañana. El nuevo epicentro de nuestras más caras angustias: la gasolina. La histeria colectiva poniéndose jugosa, efervescente. Son cien versiones distintas las que describen este nuevo caos. Decido activarme. Si no me pongo las pilas hoy, capaz mañana..

1

Con la fresca me armo de una arepita sin relleno y un Contigo lleno de agua fría. El medidor de combustible en “E” desde hace semanas y la gota de sudor por la sien corriendo con cada tintineo de la lucecita roja. Arranco en fa. Lo primero será averiguar qué gasolineras están activas, si la cosa es en verdes o no, formas de pago, que si el último número de la placa, el funcionariado, los bomberos, los motorizados, los curiosos, los vendedores de cualquier cosa. Llego al propio escenario de los acontecimientos. Se respira un tenso orden. Comienza el show. 

—Amigo, por favor, si me hace la caridad—me dirijo solícito al funcionario más cercano.

—¿En qué podemos servirle?—responde el funcionario, con tapaboca a la barbilla y arrogante cortesía.

—Quisiera saber cómo es la mecánica para la gasolina…

—Solo divisas.

—¿Y habrá chance…?

— …

Ahora buscar el final de la cola. En el sector hay tres estaciones de servicio y las filas se confunden unas con otras. A pesar de lo enredado la gente está en calma. Impera cierto aire de resignación. Es como si todos estuviéramos viviendo algo malo dentro de algo bueno dentro de algo malo. O al revés. Cuadras y cuadras. ¿Dónde termina esto pues? Listo. Doy con mi lugar. Soy el cascabel de la serpiente. Pronto serán otros y otros tantos más. 

Apago el auto. Veo mi termo. Cuando yo era chamo usábamos cantimploras. Tenían más capacidad, más centímetros cúbicos. Chequeo la hora. Si empiezo a tomar agua desde ahora me vendrán ganas de orinar y aquí en la calle no está fácil. Pienso cuan sedientos están los autos. Celular modo avión. Se oyen los pájaros. Comienza a levantar el calor. 

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Pasan por la calle un par de ciclistas. Nunca debí regalar la bici que usaba en mis tiempos de la UCV. Benditas mudanzas, uno siempre perdiendo pedazos de la vida. ¿Y si nos tocara de verdad convertirnos en una ciudad de ciclovías? ¡Qué elegancia! Y con el hampa… ¿cómo hacemos? 

Empiezo a escudriñar la fauna humana que me rodea. En la esquina un grupete de conductores conversando. Casi todos mascarillas al cuello, en la barbilla. Más allá otros se apean de sus autos. Como si nadie quisiera estar sentado. ¿Cuánto estaré acá? He oído de gente que en estos días se ha pasado doce, catorce horas. Otros casi llegando les han dicho se acabó. Me concentro en el carro que tengo justo delante. En su retrovisor descubro una linda mirada femenina. Lenguaje de cejas. Sí. Está sonriendo detrás del tapaboca. Creo me está viendo a mí.

2

—¿Y tú a qué hora llegaste?—pregunto estúpidamente, como para romper el hielo.

—Poco antes que tú—dice ella.—Tengo cambures, ¿quieres?

—Bueno, gracias. ¿Sabías que el nombre científico del cambur es “musa paradisíaca”?

—…

—¿Quieres compartir conmigo media arepa? No tiene relleno.

—No. Gracias.

Esto empieza bien. Ella está sola. Es simpática, aunque no tanto. Mi suerte de princesa medio oriental con su medio rostro oculto tras el velo antipandémico, me da bonitas señales. Yo, devaluado sultán Shahriar me hago la idea que mi Scheherezade de la gasolina podría, al menos, contarme mil y una historias que me hagan llevadera tan larguísima línea.  

“…quiero en estos versos agradecerte la embriaguez que me procuraste, ¡dulce desconocida!” reza un lindo poema árabe arrancado de El Jardín de las Caricias.

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3

“Papelón con limón, pastelitos andinos. Fresquitos”. Un vendedor ambulante pasa cerca. Repite el pregón una, dos, cien veces. Vende en dólares. Todo se vende en dólares. ¿Estará bueno ese papelón? Hay un contrasentido, una contraculturalidad en esto de pagar un papelón callejero con un billete con la cara de Washington. Pastelitos andinos. Recuerdo cuando me decían que Táchira vivía las desgracias nacionales tres o cuatro años por adelantado. Los apagones, las colas para todo, la escasez de gasolina… te acordarás de mí. 

Avanzamos un poquito. Todos quieren quedar debajo de las sombras de los árboles. Yo no corro con esa suerte.

4

—¿Te has fijado que debajo de los jabillos siempre hay un zancudero?—me dice mi vecina, de nuevo sacándome conversa, aunque cada vez con mayor desgano.

—No me había fijado. Tienes razón…—puedo ser muy torpe en esto de galantear, la verdad.

—Mira, ¿y cuántos litros carga tu tanque?

—Más o menos ochenta, ¿y el tuyo?

—Coye, qué envidia. El mío llena la mitad de eso. Ya quisiera yo tener un tanque así de grande. Me saldría mejor el negocio.

—¿…?

5

Cinco horas. De once cuadras llevo seis recorridas. A estas alturas ella y yo ya habíamos tenido varias tertulias. Todas brevísimas. Todas sin ningún sentido. Aunque el entusiasmo inicial se había perdido, a ella y a mí algo todavía nos conectaba. Qué vueltas da el destino, este misterioso je ne sais pas en medio de tan inverosímil situación además entre dos personas que apartando sus ojos y cejas ni el rostro se han visto. ¿Y si esto caminase? ¿Y si llegase a convertirse en un amor intenso? ¿Y si está casada? ¿No será mejor para mí huir en desbandada? Claro, no puedo huir-huir porque pierdo mi puesto en la cola. Pero puede que aun esté yo a tiempo. Todo amor es un desastre, un maremoto, un naufragio. Recuerdo a García Lorca, en La Casada Infiel.

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Yo me quité la corbata.
Ella se quitó el vestido.
Yo el cinturón con revólver.
Ella sus cuatro corpiños.
Ni nardos ni caracolas
tienen el cutis tan fino,
ni los cristales con luna
relumbran con ese brillo.
Sus muslos se me escapaban
como peces sorprendidos,
la mitad llenos de lumbre,
la mitad llenos de frío.
[…]
y no quise enamorarme
porque teniendo marido
me dijo que era mozuela
cuando la llevaba al río.

—¿Recuerdas la canción de “dame más gasolina”?—pregunta ella, interrumpiendo mis pensamientos.

(Pausa incómoda)

—No.

La verdad no se puede congeniar en todo.

6

Siete horas. El hastío en el aire se podría cortar con cuchillo. Este tiempo invertido en la cola también debería cuantificarse en dinero. Criptomonedas del tiempo. Petrominutos. 

¿Cuántas horas hizo usted? ¿Siete? ¿Diez? ¿Un millón? ¿Cuántas vidas dejó usted en esta línea? Tiene usted 35% de descuento. 

Sería justo.

7

A punto de cumplir las ocho horas. Es muy poco lo que ella y yo hablamos a estas alturas de la tarde. ¿Se esfumó ya el amor? ¿De eso se trataba todo este encantamiento carburante? ¿Fue solo un devaneo, un conato? ¿Es este, entonces, otro amorío pasajero? Ya por acá han desfilado vendedores de platanitos, de cigarros, de chocolates, de caramelos, de rifas. Nadie pasó ofreciendo pócimas de amor.

8.1

El circular ritual ad hoc de todo el rato largo ha sido: cada 45-60 minutos los autos avanzan algunos metros, alguien grita “¡avancen coño que se nos van a colear”!, se apagan los motores, se bajan los conductores. No es solo asunto de rodillas tullidas. En días de confinamiento la gente quiere aprovechar cada minuto posible con los pies en la calle. Sentir el asfalto quebrado bajo los zapatos. Charlar con desconocidos, un poco de todo, un poco de nada. Sentarse en las aceras, como se hacía en años mejores.

8.2

Nos acercamos ¡por fin! a la gasolinera. La energía pierde pastosidad. Todos vamos despertando de este absurdo malsueño. Qué extraña sensación. Es como querer celebrar maldiciendo.

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La policía activa. Al lado de la nafta iraní están los de verde. Hay 200 motorizados en la acera de enfrente. Van dejando pasar por lotes. Oronda, altiva, una chica uniformada nos va contando uno a uno, en el aire, con su dedo índice. Ese dedo decidirá cuántos pasaremos en la próxima tanda. No hay quien no disfrute tener el poder en sus manos. En cuestión de minutos tocará despedirme de mi hermosa desconocida (¿de verdad nunca pregunté su nombre?). Probablemente mis últimas palabras para ella sean “hasta la próxima cola de gasolina, mi guapa compañera de ocho horas y de mil desencuentros…” No. La vida real no es romántica. Nuestro hasta nunca termina siendo procaz, breve, utilitario, prosaico, lugarcomún. 

—Bueno amiguito, fue un placer.

—Chévere vale, gracias por la charla.

—Por cierto, sabes que yo estoy echando gasolina a diario. Somos un grupo de gente seria que está llenando pimpinas por si acaso después hace falta, uno nunca sabe. Si estás interesado en comprar gasolina sin hacer cola, claro el precio un poquito más caro, tenemos una página en Facebook donde nos puedes contactar…

—No estoy interesado. 

Le interrumpo en seco. Gasolina malandreada es la que nos están aplicando a todos, esa la tengo clara. Lo que no perdono ni me perdono es el desengaño. Mi corazón de cuatro de la tarde es una estopa de bombero manchada de negro, de esas que antes se usaban para limpiar la varilla con que se mide el aceite del motor. Con el tanque lleno y el estómago vacío me marcho. No volteo.

Aún llevo en la mano un billetico de un dólar arrugado, ese con el que me dieron el vuelto. 

Horacio Blanco

Seis de junio de veinte veinte

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