“Plaza Venezuela saliendoooooo”.

Y enseguida ruge el motor de la camionetica, que no es camioneta ni camión.

La camionetica es la comunión entre un hombre y su máquina. Pregúntele al chófer de una Encava, una de esas minitecas con cuatro con ruedas y 16 puestos de pasajeros que dan vueltas por las calles de Caracas hasta que la ruta se queda sin Luna. 

Esos mastodontes de latón se tambalean por esta ciudad que ya es un pueblo con una montaña y un Sambil. A las 5:00 am salen las unidades más destartaladas desde el terminal en el que pasan la noche. Se oye el bochinche de metales que las ensamblan, como un concierto de tuercas que empieza al final de la madrugada. 

En la parada desayunan los pasajeros mientras esperan. Empanada de aire con queso y una malta tibia; un cachito con un jugo que dice durazno pero sabe a remedio o hay quienes se toman un shot de café hasta el almuerzo. Y después de 15 minutos esperando, en el horizonte de la avenida Francisco de Miranda aparece una Encava que le ilumina los ojos a los que ya van tarde. 

Pero no hay garantía de nada. Los camioneteros juegan con tu autoestima y tu tiempo. Te pueden dejar con el brazo estirado pidiendo la parada, pasarte por el frente, mirarte con desprecio (o no mirarte) y seguir de largo con tu dignidad. La sensación es sentirse feo, rechazado, pero tienes que reponerte rápido del guayabo porque sino vas a perder el próximo chance. Una lección que se aplica para todo en la vida. 

Si tienes suerte, al primer intento logras subir a “la unidad”, como le dicen en el gremio de los “encaveros”.  

En la cabina central de una camionetica está el retrovisor con el bien y el mal juntos: un rosario y un peluche del Demonio de Tazmania y en el tablero hay calcomanías con los bordes a punto de despegarse del dibujo que le hizo alguno de sus hijos. En el cajón de los billetes se guardan imanes, monedas viejas y dulces de plátano. No hay efectivo. Hay quienes pagan con cambures. El potasio está mejor cotizado que los bolívares.

Mosca de dónde eliges sentarte. 

El puesto de copiloto es el Tinder del camionetero. “Te di match, mami. Ven y siéntate aquí”. Si es casado, pues es el trono es de su esposa quien tiene licencia de pasear con los pies sobre la guantera si quiere. 

Si le caes bien te puedes sentar sobre el motor de la camionetica. Pero generalmente lo acompaña el colector, su fiel compañero de aventura, su hermano de calle. El colector es el asistente / copiloto del camionetero. Por lo general es un hijo, sobrino o un compadre que necesitaba la chamba. 

“Pasaje al subir”, dicen los más desconfiados. 

El colector debe tener destreza matemática y física. Saber guindarse con una mano al tubo de la puerta mientras con la otra agarra los billetes y grita “Petare-Baloa, Petare-Baloa”. También debe tener la habilidad de coordinar la distribución de personas dentro de la unidad usando su persuasión. 

“Muévanse que hay espacio en el pasillo”.

“Mi doña, échese un poquito para atrás”.

“Colabórenme ahí pues”.

Una vez que te recibe el anfitrión de la camionetica empieza la adrenalina. Se cersiora de que nadie se haya quedado por fuera y con dos golpes en la trompa de la Encava da la orden de mando:

“Dale, chóferrr”.

Los camioneteros pisan el acelerador y se vuelven conductores de un safari en la fulana selva de concreto:

(Leer con voz de documental)

“A la derecha podemos observar el ímpetu con el que corren los perros callejeros que le ladran a los motorizados. Observen con cautela. Agachen sus cabezas que estamos en época de zamuros volando bajo. 

“Esta es la Francisco Fajardo, hábitat de la ballena de la Guardia Nacional. Recuerde: no saque la mano por la ventana ni les demuestre miedo”. 

“¡Auuuuu! Cuidao, que no estás llevando cochinos”.

Las camioneticas tienen sus edades. Las más jóvenes van derechitas y destellando la pulitura de su carrocería; las adultas son unicolores y hay que agarrarse duro porque le dan sus arranques de los 40. Las más viejas son primas de las que terminaron en el museo de transporte, el panteón de automóviles que queda por el Parque del Este. 

Las camioneticas tienen un estacionamiento en la cultura pop. De todos los colores, motores y formas. Cada Encava lleva rotulados que revelan la personalidad del camionetero:

“En honor a Maita”, un tipo familiar.  

“Tu Pirata Soy Yo, Sirenita”.

“El Ministro de la Salsa Baúl”.

“De Puerto Píritu pal mundo”.

“El que te desgüesa la milanesa”.

Las más psicodélicas llevan luces de neón y mini letreros de Broadway pero que dicen “Montalbán”. Las Encava más tradicionales cargan los cartelitos en el ventanal frontal, pero igual nadie lee los destinos.

Terrazas del Ávila. Unicentro el Marqués. Maripérez. CCCT. La Candelaria. 

Igual pregunte bien antes de montarse. Una vez agarré mal una camionetica y me perdí yendo a El Paraíso. Capaz sea una metáfora del día en el que San Pedro me diga “No te tengo en lista, Zambrano”. 

—Señor, ¿pasa por Bellas Artes?

—No, pero por ti cambio la ruta.

Los camioneteros son expertos en la seducción que aprenden de la salsa a todo volumen. El colector hace las veces de Spotify y debe adivinarle el humor para poner a sonar los quemaitos de la guantera. Vallenato para cuando lo maletee la mujer. Llaneras cuando se pone melancólico y Melendi cuando quiere lucirse con alguna pasajera fresa. 

La salsa, siempre. El canal auditivo de un camionetero debe estar entrenado para reconocer un grito de “en la paradaaaaaa” en pleno coro de Jerry Rivera. Para indicarle al conductor que has llegado a tu destino puedes gritarle “Déjaloooo”, y si sigue de largo puedes decirle: “¡Llévame pa’ tu casa, pues!”.

Hay camioneteros que sorprenden con su gusto musical. Se pueden lanzar un álbum de Metallica desde Palo Verde hasta Sabana Grande o un recital de música clásica de Chacaíto a El Hatillo. Los más mente abierta no tienen problema en que en su Encava suene un set de Karina, e incluso, Lady Gaga.  

“Agarra tu camionetica, mamita. Agarra tu camionetica”.

Una vez me deslumbré con un camionetero que se parecía a Tom Hardy. Te lo juro. Acá falta gasolina, agua y ahora se aparece el protagonista de “Mad Max”. Bello, chama. Un catire castaño con el pelo hediondo a gasolina, papiado con una barriga tímida y una barba lustrosa con la que se pueden fregar los platos en el rancho que le quería montar. Pero eso es otro tema y otro despecho.

Los asientos de la camionetica tienen unos cobertores que cubren los cueros rotos. Son de esos que en la parte de atrás dicen “Prohibido fumar en la unidad” y solo el conductor puede violar esta norma si lo desea y no se le acabaron los Belmont. Con el codo izquierdo apoyado de la ventanilla en la que el cigarro se vuelve colilla, el camionetero tiene pose de filósofo mientras el semáforo está en rojo. Su estado zen es interrumpido por un cornetazo.  

“Muchacho gafo” es lo mínimo que suelta un chofer cuando a la Encava se le atraviesa un Metrobús. Son enemigos naturales. El Metrobús en teoría es la civilización y la camionetica es la barbarie. El camionetero es salvaje. ¿Qué es eso de andar manejando con uniforme, aire acondicionado y un cartel que dice “no hable con el conductor”? ¿Dónde está la diversión? 

En los primeros puestos hay un señor con bastón y una bolsa de mandarinas. La que guarda el puesto con la cartera para que no se le siente nadie al lado. El que tiene pinta de que va a robar pero solo está ansioso. O también va la muchacha que está desbordada en llanto sin que nadie le pregunte. 

Si su hija sufre y llora, es por un chofer señora, o porque perdió el iPhone en La Hoyada.

Siempre he soñado con ver a una Encava llegar a Hollywood y protagonizar una versión de Rápidos y Furiosos 17: “El pasaje incompleto” o “La Encava dorada”. Aún no decido el título ni la historia, pero quiero una competencia entre dos camioneticas por las calles de Miami, que eso sí lo grabaríamos con pantalla verde porque es un rollo sacarle la visa gringa a dos Encava. 

¿De qué están hechas esas bichas que aguantan tanto? ¿De la paciencia de uno?

Hasta en los días feriados las ves rodando. Sobre la avenida solitaria van desapareciendo con su jadeo oxidado, el sonido de la lata, de los cauchos desgastados que aguantan una ronda más de anécdotas antes de espicharse. 

En esos días de asueto salen las Encava fantasma, las que se escuchan de noche pero que en realidad no pasan. Ya esta ciudad es lo que uno se imagine.

¡En la parada, por favor! 

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