Mi primer recuerdo es del mar.

El cassette de la memoria no retrocede más allá del día que conocí la costa, el punto en el que se acaba la tierra firme y empieza el océano. La certeza del asfalto frente un gigante azul y desconocido.

En todas las playas reconozco al mismo mar. Para mí todas son una sola, en diferentes tiempos. Teletransportación emocional, le dicen. No la patentó Elon Musk.

Si tengo los pies hundidos en la arena, parpadeo y vuelvo a Margarita, Nueva Esparta.

Veo la casa de mi tía Chicha, en Cotoperiz. Esas paredes con olor a sal, iluminadas por una tarde sin más escándalo que el de las gaviotas. En la brisa del Caribe que se mete por la ventana del carro flota la promesa de ir a la playa cuantas veces pueda en esas vacaciones.

Dejo las maletas en el cuarto de huéspedes, me pongo el traje de baño y salimos de una a Playa El Yaque. En la vía fantaseo con ver a una sirena en Pampatar o a uno de los delfines que persiguieron al ferry cuando la cámara se quedó sin rollo. Despierto del bostezo mental y frente al carro parece acabarse la carretera. Ante nosotros están unidos el mar y el cielo. Las nubes que rozan el horizonte parecen tomar el baño primero que nosotros.

Hay un murmullo líquido. El burbujear del aceite en el sartén. Están sacando las empanadas de queso, cazón y mechada. La malta no apaga el fuego que se prende en la boca al primer mordisco. Hay un par de pelícanos en la escena de fondo. Los peñeros hacen como porfiados. El agua los menea cuando Neptuno se abanica bajo el mar.

Las palmeras rebotan el viento. Por todos lados sopla la playa. Te bajas del carro y haces un paneo con la vista. Te das permiso de sonreír con la nariz empatucada de protector solar. Intentas ver hasta dónde te dejan admirar el mar la miopía y el astigmatismo. El suspiro se pierde con el choque de las olas. El cuerpo se distiende, se da tregua de tanto insomnio, de tanta pantalla, de tanta ciudad.

Sientes una corriente de aire caliente entre el pecho y el estómago, como cuando quieres enamorarte y tener el control. Como si eso fuera posible, como si el corazón latiera porque se lo ordenáramos, como si metiendo el mar en un vaso no se fuera a mojar el piso. Todas esas pendejadas las piensas en ese segundo de indecisión previo al robo de un beso a la orilla el mar, un hermoso cliché de comedia romática gringa.

En realidad uno no sabe cuánto va a durar un beso, es como aguantar la respiración en el océano. 

Estás suspendido bajo el agua. La luz rebota en los párpados cerrados. Te relajas. El cuerpo es ligero y también las penas. Quieres tener el cabello así de suelto cuando salgas a la superficie. Intentas contar cuántos segundos pasas sin tomar oxígeno de nuevo. Botas un poco de aire para jugar con la burbujas que te acarician la cara. Y por alguna razón viene el recuerdo de alguien que te dio un beso por la mitad. Tal vez fue la sirena de Pampatar y no la vi.

Sales. Tomas aire, te sacas el agua de los oídos y vuelve a sumergirte para irte a otra época.

Siempre quise escaparme de la universidad a la playa. Tuve esa idea el día que el profesor de metodología canceló su clase de las 10:00 am. “¿y sin nos vamos a Pelúa? Yo cargo el carro”. Un martes de enero a las 9:00 am. En blujeans y con la lonchera del almuerzo. Me parecía el plan más “malandro” y mindfullness de la vida. Esa rebeldía adolescente se parece a la marea alta.

A las 6:00 pm ya aparece flotando como una pelota la Luna que viene del centro del mar y se queda pegada en el cielo desde la 7:00 pm en adelante. La noche nos caía en la playa mientras veíamos a los cangrejos ermitaños mudarse de casa. Tomábamos las conchas vacías y las piedras de colores que se asomaban en la arena como tesoros que ningún pirata registró en sus mapas.

Mis recuerdos de la playa vienen en un pestañeo, sin orden cronológico ni geográfico. Es como aparecer en un abrir y cerrar de ojos en La Guaira. Viajar hasta el recuerdo de mis padres llevándome a conocer el mar.

Nos levantamos de madrugada. Salimos antes que el Sol para verlo alzarse en el cielo cuando estuviéramos entrando en el Boquerón, ese túnel en el que uno se acuerda de la letra del Padre Nuestro completica, y lo vuelves a rezar en Boquerón II. Solo cuando te sientes seguro, sacas la mano por la ventana y te saludas con el viento de salitre de Catia La Mar.

El chillido de la cava de anime fastidia cada tanto, le quitamos la tapa. Envueltos en aluminio van un montón de sándwiches de Diablito para el camino y ensalada de atún con papa para el almuerzo. Los Platanitos ya nos los comimos en la primera “colita” que agarramos. Pasó rápido. El camino sigue despejado hasta Naiguatá y el cassette del Conde del Guácharo sigue sonando.

El Sol suele estar de buenas los días que nos encontramos en el malecón. Aunque un par de veces me ha embarcado. Las nubes grises censuran todo el azul del cielo y anuncian el palo de agua. El baño de playa con lluvia es una emboscada acuática. Dulce y salada. Te abruma el oceano revuelto, y el agua que se cansó de ser nube y se vuelve a lanzar al mar. En la costa nos encontramos.

Le tengo respeto a las playas frías. Esas cuyas olas chocan en tus tobillos y te advierten del riesgo de hipotermia. Enfrentar su oleaje se siente como si te lanzaran una bolsa de hielo abierta. Vas caminando por la arena mientras le rezas a Poseidón para que prenda el calentador.

Ir a la playa es impresionarse siempre ante el mar, sin importar cuántas veces lo hayas visto. Sorprenderse de su inmensidad que no cabe en dos ojos, perderse en su ir y venir, en la insistencia de sus olas, en su afán de seguirle desgastando la piel a las piedras para volverlas la arena a través de los siglos de los siglos. Amén.

El tiempo vuela, las nubes trotan.

Un día en la playa nunca dura lo suficiente.

Ahora estoy tomando sol en la mezzanina del edificio mientras pasa una pandemia que me tiene secuestrado en la ciudad. Creyendo que las palomas son gaviotas, viendo en las matas de mango palmeras y pensando en un mar de mentira que me recuerda al de verdad.

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