• Este es el cuento que obtuvo el primer lugar como finalista en nuestro certamen narrativo “Viaje alrededor de la casa”

Primer cuento finalista de “Viaje alrededor de la casa”.

Seudónimo: Arcipreste de Hita
José Luis Palacios Leza

Primero botamos los cambures, porque más nadie en la casa los come.  Después siguió el ramo de claveles en la cocina que ella nos había traído en uno de sus actos domésticos impulsivos.  Continuamos añadiéndole agua al florero cada tanto, pero al cabo de tres semanas se habían convertido en un mustio aquelarre de bailaoras de flamenco patas arriba. Luego vaciamos la nevera de sus rastros: la bolsa de arrúgula amarga, los arándanos fruncidos, la leche de almendras, el queso noventa y nueve por ciento libre de lactosa y la mantequilla vegetal orgánica.  De la despensa fuimos consumiendo sus chocolates favoritos: el oscuro en discos y las tabletas con sal marina y toffee.  Poco a poco nos comimos también los pistachos, las almendras fileteadas y las nueces,  hasta que todo se empezó a poner rancio.  Nos deshicimos de la quinoa blanca, del couscous de semolina orgánica, de su cereal en hojuelas favorito, flatulento y sin gluten, de los penne rigate hechos con arroz integral y de los macarrones a base de lentejas verdes.   Sus ingredientes para hacer galletas y tortas duraron un poco más, pero igual terminaron en la basura: las chispas de chocolate, el azúcar orgánico de palma de coco, las semillas de ajonjolí, la vainilla natural de Madagascar, algunos restos de canela en rama, un fondo de miel con lavanda y lo que quedaba de un paquete de polvos para hornear.

En el garage encontramos algunos recuerdos polvorientos: una bolsa de sus suéteres usados que nunca terminamos de llevar al Salvation Army;  la maletica con la  que se vino de Caracas, en nuestro viaje final de allá para acá; las botas de hacer montañismo, deporte en el cual no invirtió mucho tiempo; la casita para pájaros, la estantería con corazones escopleados y otras piezas  de madera salidas del taller de ebanistería, una de las materias que más rechazó durante la secundaria, a pesar de nuestras palabras de aliento.

A cada rato entramos en su cuarto para revivir su presencia por los rincones,  en el pequeño sendero de alfombra desgastada más allá del umbral, en el espejo guindado en la puerta donde creemos intuir su imagen de frente y de perfil mientras se prueba una ropa, en la guitarra muda, arrumada contra la pared dentro de su estuche,  en el rollo escueto de la alfombra para el yoga.

Las paredes exhiben sus ídolos y preferencias.  Un calendario de Misty Copland, atrapada en la mitad de una pirueta  musculosa, que ya no anunciará futuros sino recordará pasados.  Un afiche conmemorativo de la exposición de fotos de Irving Penn que fuimos a ver juntos.  (A veces no estábamos seguros de su reacción ante un hecho artístico. En esa ocasión acertamos. Se deleitó con los claroscuros retratos de famosos en poses similares, acuñados en un ángulo entre dos paredes, y con las imágenes glamorosas para revistas de moda.  A la salida nos pidió que le compráramos el afiche, una reproducción del anuncio comercial para l’Oreal,  un rostro maquillado de blanco del que escasamente se atisban las fosas nasales, medio mentón y los labios,  cruzados con varias rayas de lápices labiales multicolores). La foto en blanco y negro de su hermana, de espaldas y a contraluz,  con unos zapatos de tacón en la mano izquierda. El autorretrato desgarrador, intervenido con una página de un libro que se funde con su perfil y un texto autobiográfico escrito a mano. El grandísimo primer plano, gracias a un lente macro,  de un salero derramado sobre el piso.  El caleidoscopio hexagonal conformado por brazos y piernas de sus compañeros de baile.  Las instantáneas irreales de arquitectura española e italiana, con modificaciones audaces de color y de múltiples perspectivas.

Sobre la peinadora, la cámara con la que tomó esas y muchas otras fotos, algunas premiadas en concursos locales, instaladas después por la casa y en nuestras oficinas. Los cosméticos, las brochas, los cepillos.

En el closet un surtido de sandalias, shorts y camisas sin manga, ropas totalmente inadecuadas para trasplantar a la nueva universitaria, del cálido suroeste que la favorecía como a un cactus, al clima atroz de Quebec.

En el estante una profusión de velas aromáticas, algún libro, una regadera para las matas que nunca prosperaron en la sequedad del cuarto, una cesta con peluches sobrevivientes de la infancia, los cordones al mérito de las materias de secundaria pasadas con honores.

Arriba del escritorio el regalo de su mejor amiga en el cumpleaños dieciséis, un collage enmarcado donde ambas posan en sus mejores galas para la fiesta de graduación de los senior, manejan un carro por primera vez, gritan en algún juego de fútbol con las caras pintarrajeadas con los colores de su institución, posan con otras amigas, y donde todas estas viñetas son explicadas con las dieciséis garrapateadas razones por las cuales la cumpleañera es querida. En el escritorio,  una multitud de bolígrafos, notas autoadhesivas, el portarretratos de la primera comunión con trinitarias y uñas de danta en el trasfondo.  El tablero de corcho para ensartar, como mariposas de colección, decenas de momentos memorables:  la carta de aceptación de McGill;  la tarjeta con la vista del puente Samuel de Champlain; un par de tickets para el ballet del Cascanueces; las fotos con sus compañeras en el avión de regreso a casa durante el asueto de primavera, asueto que se prolongaría indefinidamente.

Sobre la mesita de noche las máscaras, mínimos abanicos azules con pespuntes blancos y dos liguitas para las orejas,  cuidadosamente envueltas en plástico. El frasco de desinfectante de manos.  El termómetro. Los antipiréticos, analgésicos, ansiolíticos y antidiarreicos.  El termo rosado para el agua fría con la base aporreada.   La cama tendida, con las almohadas, los cojines y el cobertor arreglados armoniosamente. Al pie de la cama, el nebulizador, las cajas de Kleenex, la ponchera para los espumarajos y los vómitos. Unas cholas de tela estampada con pequeñas llamas de coloridos jaeces.

Y en nuestras mentes, el implacable cuestionario sin respuestas razonables, la búsqueda de fuerzas para seguir viviendo otro día en el maelstrom de una realidad irreversible, la certidumbre de que nada llenará el vacío abominable de su partida, de que el dolor nos acechará con cada inventario de sus posesiones, de que alimentar ese dolor será la única manera de alargar su existencia y conservar su memoria.

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