No sé si es que estamos acostumbrados al silencio sobrevenido de los que han vivido encarcelados, que nos hemos acostumbrado a verlos caminar frente a las cámaras sin emitir declaraciones, solo alumbrados por los bombillos de las grabadoras, por las linternas de los celulares propiedad de los periodistas sedientos de “esa primera declaración”. Va entre comillas porque a los reporteros les (nos) encanta registrar esas primeras palabras “en libertad”, pero sabemos que no son las primeras. Esas son secretas, íntimas, reservadas para los oídos de sus queridos y quienes más han sufrido por la separación forzada.

Nos engañamos, pues, pensando en que lo primero que han de decir (nos) lo dirán a los periodistas. Es un momento de éxtasis, similar al del clímax de un evento fogoso. Pero sí hay algo de verdad en que lo primero que dice un exiliado (¿momentáneo?) de la cárcel a la opinión pública muy probablemente definirá su destino en lo sucesivo. Es una apuesta sumamente arriesgada que tiene, en no pocos casos, mucho de precipitada y poco de reflexionada.

O quizás sí lo piensan. Puede ser que en las mazmorras no dejen de pensar en su discurso al salir. Acaso será que al entrar a sus celdas solo piensan en lo que dirán el día, la hora, el minuto después. Qué pueden enunciar luego de las violaciones de derechos humanos que han sufrido. Qué pueden callar. Qué han perdido para siempre. A dónde irán tan pronto la coyuntura sea favorable, sea por un acuerdo que muchos califiquen de turbio, sea por “lo piadoso de sus custodios”, sea por un error administrativo devenido en milagro para el privado de libertad. Saldrán del país por temor y desde fuera, respirando tranquilidad, emitirán envalentonados sus histriónicos discursos.

Pero el reciente “indulto” del régimen de Nicolás Maduro a más de un centenar de presos políticos no parece haber dejado a muchos con ganas de silencio, aun estando en el país. Al contrario, parecen todos ansiosos de revolver la llamada paz de los sepulcros.

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Para muestra de lo que me refiero, todos los excarcelados no han dejado de dar declaraciones. Cómo fue el momento en que se enteraron de que iban a salir de su reclusión, la indignación, el abrazo a sus familiares. 

Y una sociedad dividida entre el júbilo y la rabia, celebra y llora y no sabe cómo sentirse realmente. ¿Será acaso una trampa, será una treta? ¿Quién se vendió para que pudiéramos presenciar este milagro? Quién traicionó a quién. ¿Cuánto nos costarán estas imágenes de reencuentro? Alegría de tísico que desaparecerá con la frustración del salario escueto y las pésimas condiciones de vida.

Una declaración me sorprendió. No ha pasado por debajo de la mesa. Se trata de las palabras de Vasco Da Costa, expreso político anteriormente recluido en Ramo Verde.

“Para volver a la democracia, hay que extinguir la revolución bolivariana y la perversión del socialismo del siglo XXI. Más nada, eso es lo que yo les pido, ayuda. El señor Juan Guaidó está cumpliendo su papel. A él le digo que no sea pusilánime, todavía debería hacer ciertas cosas. Tiene recursos, relaciones internacionales, la facultad de convocar al TIAR, la facultad de meter presos a los bandidos en el poder. Que se mueva. La consulta no me parece, esa consulta ya fue hecha. Que se deje de tonterías, lo que hay que hacer es luchar por la libertad de este país”, aseveró a la bandada de corresponsales de diversos medios.

Y prosigue.

“¿Usted sabe qué es lo peor?”, le dice a los periodistas. “Al decir esto tengo miedo. ¡Claro que tengo miedo, tengo razones comprobadas para tener ese miedo! Pero los hombres que se dejan dominar por el miedo son cobardes. Los hombres que liberan a los países someten a sus miedos y atacan al tirano, atacan a los poderosos. Más nada”, finaliza.

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De él me referiré un poco para los que no conozcan su caso, por lo que me permito una breve digresión. Vasco Da Costa pertenece al Movimiento Nacionalista. Politólogo de profesión, tiene 61 años de edad, sufre de hipertensión y es diabético, y las últimas dos décadas las ha empleado para luchar contra la revolución bolivariana. 

En el año 2004 lo detuvieron por haber participado en la llamada Operación Daktari, nombre de un presunto intento de golpe de Estado en contra de Hugo Chávez.

A partir de ese momento, Vasco Da Costa ha estado constantemente entre la libertad y la prisión. En el año 2014, cuando las protestas estudiantiles devinieron en manifestaciones masivas en las calles, lo arrestaron y acusaron de presunta asociación para delinquir y fabricación ilegal de explosivos y lo tildaron terrorista. Cuando lo liberaron, no calló ante lo padecido. Reveló que le habían aplicado electricidad en los testículos como forma de tortura mientras estaba detenido. “Es momento de ser valientes”, dijo a los medios de comunicación tras salir de la prisión en 2017.

En 2018, Vasco Da Costa volvió a la cárcel. “Un grupo de exterminio está llegando a mi casa”, fue lo último que alcanzó a decir por su cuenta de Twitter. Lo capturaron funcionarios del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin) en el marco de un operativo del régimen. No fue el único que desapareció esa noche. A José Luis Santamaría, Regulo Castro, Pedro Urbina, Luis Leal y dos jóvenes de 18 años de edad también los aprehendieron, según la prensa nacional.

La operación, casualmente llamada “Gedeón II”, de acuerdo con su coordinador, el ministro de Interior y Justicia Néstor Reverol, tenía como objetivo “la captura del líder de una poderosa banda del crimen organizado que intentaba acciones violentas contra el pueblo de Venezuela”. A Vasco Da Costa se le acusó de ser “el líder y financista de la célula terrorista, relacionado a las guarimbas de 2014”.

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De Vasco Da Costa sé, por testimonio de su hermana Ana Da Costa, que contrajo una infección casi mortal en la pierna por una mordida de rata. Mientras estaba preso en el Centro de Procesados Militares de Ramo Verde su hermana sospechaba que podría haber enfermado de covid-19.

Tiene todas las razones, pues, para temer. No creo que haya ápice de mentira en sus palabras, agresivas a más no poder, pero verdaderas. No ha dejado de pensar en su libertad y en la del país desde el momento en que lo aprehendieron, la resolución de su verbo lo delata. ¿Los que lo liberan? Tiranos a los que no les debe nada sino zarpazos a mansalva. La “clemencia” de sus verdugos le sabe a poco en comparación con degustar la libertad verdadera.

Acaso se sabe preso todavía. Que no fue liberado sino trasladado a una mazmorra más grande, de 916.445 kilómetros cuadrados, llena de hambre, de pobreza, de inseguridad y de dolor. De promesas incumplidas y de políticos opositores que no dan la talla. Se referirá también a los “tiranos”, para hacer uso de sus palabras, que más bien han aumentado de talla pero de cintura. 

Con mucha preocupación escribo estas palabras porque sé que Vasco Da Costa es un hombre de palabra. Pero yo no comulgo con su posición política. Sé que no se detendrá porque no es un cobarde. Y no lo digo precisamente como elogio proveniente de la valentía, sino con miedo. Ese miedo que todos tenemos al decir algo mientras permanecemos físicamente en el estadio autoritario. Ese miedo inmanente de los que logran salir de las garras de los funcionarios casi “por los pelos” y prefieren abstenerse de emitir juicios, que se dedican más bien a sanar heridas en la intimidad familiar. Que ya no ven combate sino resignación -y esta es más que entendible, aunque especulo que muchos deben comerse las uñas para calmar las ansias de volver a las calles y encarnar la rebeldía y la disidencia en la primera línea de batalla ciudadana-.

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Sus palabras para la élite política opositora son ásperas, propias del radicalismo político en el que se ubica. Sabemos con certeza que el epíteto de tirano va dirigido -lanzado- a los que hoy están en Miraflores y en el poder. Y lo demás se presta a elucubraciones. El ataque, que es el “cómo” en política tan buscado por los actores del escenario actual -y por todos los que no ven (no vemos) salidas en el panorama-, no está debidamente definido. Ni creo que esa fuera su intención, la cual, pienso, era más bien la de asomar que aún no se ha rendido y que poca mella ha hecho la cárcel en su espíritu combativo y beligerante. Queda en los demás rellenar, entonces, los espacios en blanco. O preguntarle si la duda deviene en actitud militante.

Poco se puede hacer para defender a hombres como Vasco Da Costa, pues carecemos de todo para proteger a nadie. Por supuesto, no estoy pidiendo afinidad ideológica para con su movimiento, sino pura empatía con su integridad física y moral. Pero en la Venezuela del silencio leve, porque sería una mentira decir que este país está callado -y para muestra las incontables protestas diarias por salud, gas, comida, luz, agua-, sí es verdad que la nación está apesadumbrada y da muestras de agotamiento. Casi sin esperanzas y al borde de la desesperación, muchos hacen mutis y prefieren mirar a otro lado.

Lo de Vasco es, pues, valentía propia de los nacionalistas y radicales. El tiempo dirá si demasiado apresurada, si demasiado pronto reveló al mundo que es un hombre que no se detendrá por el miedo. Esperemos, por el bien de su familia, que no vuelva tras los barrotes. 

Por lo pronto, ya el chavismo ha amenazado sin pudor. Lo decía Iris Varela: “El indulto es por los delitos pasados, ¡no significa en modo alguno una patente para que no les caiga la justicia ante nuevas transgresiones!”. Así deja entrever lo obvio: que ningún indulto que den garantiza la paz, que todo puede derrumbarse en un momento y que las camionetas de las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) tienen sus tanques de gasolina llenos, pese a la escasez generalizada de combustible.

Sirva esto como recordatorio de que nadie está a salvo.

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