• Llegar a Venezuela no bastó. Una vez en su país, este hombre tuvo que afrontar numerosas dificultades antes de llegar a su hogar

Entregó el último billete que le quedaba. Casi un año de trabajo se redujo a ese momento en que no le quedaba nada. No era materialista, pero lo llenaba un sentimiento de derrota. Atrás quedó el proyecto de regresar con dinero para invertir en su taller de herrería y ayudar o apoyar económicamente a su papá. Atrás quedó la ilusión de una mejor vida para su esposa y su hija de un año de edad, esperanza que cada mañana lo despertaba en esa sucia habitación que pagaba desde que emigró de Venezuela a Colombia. Además, las medidas de cuarentena implementadas para combatir la pandemia por coronavirus habían hecho mermar las oportunidades de trabajo. Solo quedaba una opción: regresar.

El venezolano Antony López* se encontraba en Villa del Rosario, Colombia. Una mañana se dirigió a la oficina de migración colombiana y allí esperaría la apertura del puente Simón Bolívar. Al cruzar el puente, la policía de migración y la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) realiza las pesquisas de rutina, luego un médico le toma la temperatura y lo entrevista para descubrir si estuvo en situación de riesgo de contraer coronavirus. Al terminar este proceso, un camión lo traslada junto con otros repatriados hasta el terminal de San Antonio del Táchira.

Antony estaba consciente de los planes de repatriación, pero no tenía dinero para mantenerse mientras esperaba su turno en una larga lista de personas que serían trasladadas desde Colombia hasta su lugar de destino. La otra opción era pagar un autobús pirata que cobraba en dólares desde San Antonio del Táchira, en donde él estaba, hasta San Fernando de Apure; él se quedaría en Guárico, a donde iba.

Quería cobrar un dinero que le debía su amigo el carretillero; aunque corría el rumor de que habían encarcelado a varios de ellos, en uno de los container de la ayuda humanitaria que servían de muralla El Puente Internacional Las Tienditas​ en la frontera de Venezuela con Colombia. No encontró a su amigo. Lo único que le quedaba era su máquina de soldar. La vendió.

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En la tarde abordó el autobús. Antony miró desde la ventana que el chofer discutía con un Guardia Nacional y luego le entregó unos dólares. “Antes, cuando mi papá era Guardia Nacional, los uniformados me inspiraban respeto, tranquilidad; ahora, cada vez que caigo en un policía acostado me asusto, porque sé que allí hay guardias”, relató para El Diario.

Cuenta Antony que luego subió el chofer y cobró de más. Un muchacho de facciones indígenas no tenía cómo pagar el excedente. “Se llamaba Juan, iba hacia Apure, tenía unos zapatos deportivos muy llamativos y en su bolso tricolor, unas viejas alpargatas ya sin suelas, guindadas como si fueran un trofeo. Lo ayudé a pagar”. El autobús arrancó y Antony se tranquilizó cuando empezaron su viaje.

Fueron ocho los policías acostados, ocho los sustos y en cada uno, el recuerdo de su padre como militar, se transformaba con cada oficial que veía. Ocho alcabalas desde que partieron hasta que llegaron a Maracay donde el autobús se detuvo. Un funcionario subió y ordenó bajar a las personas que fueran de Aragua; las demás serían trasladadas al terminal de La Bandera de Caracas y allí unos autobuses los llevarían hasta sus destinos.

Le dije al guardia que prefería quedarme en Maracay, pues de allí se me haría más sencillo llegar a los llanos; el oficial se negó y dio la orden que si alguno de los pasajeros bajaba donde no les fue asignado, serían detenidos. El autobús siguió rumbo a Caracas escoltado de una unidad oficial”.

Llegaron al terminal de La Bandera a las 9:00 pm. No había ningún autobús, tan solo unos oficiales que custodiaban un módulo. Cuando los pasajeros les preguntaron por los autobuses, ellos no les dieron respuesta. Más tarde, los oficiales se fueron, y los repatriados quedaron solos pasando la noche frente al terminal.

Los despertaron los pregones. El terminal estaba lleno de taxis manejados por antiguos oficiales indultados y supuestos médicos, que hacían viajes con precios de entre 20 hasta 100 dólares, dependiendo de la distancia del destino.

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Juan conseguía comida mientras Antony trataba de regatear el precio con un taxista hasta La Encrucijada, pero el taxista no aceptó. Antony le mira los zapatos a Juan y él esconde los pies.

Consiguió un teléfono prestado y se comunicó con un primo que tenía en Maracay. El primo los recibiría en su casa esa noche y al día siguiente seguiría su camino hacia el llano.

Atardecía y la soledad de la cuarentena se acentuaba por la noche. Nuevamente Antony miraba de lejos los carros retirarse. El taxista que iba a La Encrucijada se iba y con él la oferta del día, ya mañana el pasaje sería más caro.

Juan llamó a Antony desde el taxi, tenía los pies descalzos.

La travesía en el llano

En la mañana el primo les dio de comer y algo de dinero. “Mi primo sacó unas alpargatas y le dijo a Juan: tenía unos deportivos, pero como veo que te gustan te doy las mías. Seguro Juan quería los deportivos, pero al ver el gesto de mi primo de darle las suyas se quedó callado”. Antony se reía contando la anécdota de las alpargatas de Juan. “Es que indio no calza pie”, dice Antony entre risas.

Como el dinero no les alcanzaba para los pasajes, tomaron el único autobús que había hasta La Encrucijada; allí esperarían otro hasta San Juan de los Morros, en el estado Guárico.

Como llevaban tres horas sudando en la parada de La Encrucijada, decidieron caminar. Una camioneta con rumbo a San Juan se detuvo y los montó en la parte de atrás.

Camino a San Juan de Los Morros, Antony enumera los monumentos que vio en el camino: Familia Agustina, Vicencio Tabares, Coronel. Willian Lara, Soldados de la batalla de La Puerta, y por fin: La Puerta del llano.

En San Juan, el terminal estaba vacío, “no estaban ni los taxis pirateando. Caminamos sacando la mano a los carros, hasta que un camión de verduras pasó y nos ofreció llevarnos hasta Calabozo”.

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Era de tarde y el sol arreciaba. Al frente se veía el portal que daba entrada a Calabozo y de pronto, otro policía acostado. Los hicieron bajar.

“El guardia nos pregunta de dónde veníamos. Juan dijo que de Colombia y yo le pelo los ojos. El guardia revisó el camión, le pidió los papeles al chofer y hablaron aparte. El chofer regresó y nos hizo montar”.

El camión regresó y los dejó unos 20 kilómetros antes de Calabozo, cerca de la hacienda Las Maravillas.

Nos hizo bajar y nos explicó que la guardia no lo dejarían pasar con nosotros y que debía dejarnos allí.”

El sol calcaba la figura de los caminantes, la sed y la soledad hacía el camino más lejano; al fin se veía la imagen del peaje disuelta tras la resolana. Cuando pasaban justo el peaje, escucharon silbidos, era el guardia que los llamaba. “Le dije a Juan que no volteara, que siguiéramos de largo”. Dejaron de silbar.

Al fin cruzaron el portal de la ciudad. Una larga recta de 15 kilómetros dividía el paisaje: a un lado una inmensa llanura de lo que antes fueran cultivos de arroz, pero que ahora son parcelas abandonadas; en el otro, un espejo de agua de la que fuera la represa de riego más grande del país; y en el medio, Antony y Juan.

A la mitad del trayecto, bajaron corriendo por el dique, se bañaron y tomaron agua en la represa, luego de descansar, subieron de nuevo de la presa hasta la carretera. Antony siente bajo sus pies un policía acostado, estaban a mitad de la represa.

“Detrás se veía a lo lejos un camión de la Guardia Nacional y empezamos a correr como locos pero ya en un momento los teníamos al lado, así que nos detuvimos”.

En el camión había dos oficiales. “Nos preguntaron por qué corríamos, qué de dónde veníamos y vi que Juan abrió la boca y le pelé rápido los ojos; Juan dijo que veníamos de Maracay”. Los hicieron subir.

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El camión no se devolvió, Antony imaginó que lo llevarían al destacamento de Calabozo. Les cuenta a los oficiales su travesía por el llano. Los oficiales le dicen que venían de Caracas e iban hacia Apure. “A Juan se le alumbró el rostro”, cuenta Antony.

Recuerdo que cuando me fui a trabajar a Colombia, le dije a mi papá que regresaría con dólares. Saque los últimos que me quedaban y se los di al guardia; pero él no los aceptó, me los devolvió y nos dio unas viandas. Nos dieron de comer y beber. Por un momento me vino un recuerdo de cuando mi papá me llevaba al comando, papá le daba la cola a muchas personas”.

Era de noche y el camión se detiene tras el policía acostado. Antony se despide de su nuevo amigo; no se hablaban mucho, cómplices de un retorno, el bochorno no los dejaba mirarse; pero esa vez se miraron y él le sonrió haciendo un gesto a sus pies, luciendo sus alpargatas nuevas.  El camión se disuelve en la sombra, mientras Antony camina hacia el pueblo oscuro, no había luz.

La carretera estaba bordeada de carros, siluetas de personas esperaban en las tinieblas su turno para llenar el tanque de gasolina. “Yo escucho que me llaman: era mi papá”, Las palabras de Antony se diluyen entre la señal telefónica y luego regresan: “Mi papá llevaba dos días sin dormir tratando de llenar el tanque de gasolina. Esa noche al parecer tampoco lo lograría; no tenía dólares para pagarle al guardia. Entonces recordé el billete de dólar que me había devuelto el guardia, los saqué y se los  di a mi papá, él me abrazó, después de echar gasolina nos fuimos al campo, al fin vería a mi hija de nuevo”.

*El nombre real del entrevistado fue cambiado para proteger su identidad.

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