• El equipo de El Diario realizó un recorrido por distintos lugares de Caracas para entender la funcionalidad de la cuarentena radical. Aunque muchas calles y avenidas principales están cerradas, las personas salen, tanto en moto como caminando, para hacer las compras necesarias

La ambivalencia entre cuarentena flexibilizada y cuarentena radical es un punto de confusión para la población venezolana. La necesidad no reconoce las diferencias entre los días de claustro y los días para salir, tampoco entre la posibilidad de trabajar una semana sí o la otra no, simplemente aparece en los momentos de mayor dificultad para despejar los temores del virus covid-19 ante la insistencia del hambre. Las calles de Caracas se presentan de forma desigual. Algunas están repletas de personas que se apretujan, unas a otras, con los tapabocas mal puestos, para comprar la comida del día; otras están, como nunca antes, en silencio. Una característica notable de los últimos meses, sea la semana que sea, es la presencia de extensas filas en todas las estaciones de servicio de la ciudad.

Una señora camina por los alrededores del mercado de Quinta Crespo, en el centro, con el paso trastabillado y el tapabocas que se sostiene, como el suicida arrepentido, de sus narices. Exhala extensas bocanadas de aire por el cansancio y el peso de las dos bolsas de plástico que carga. Por otro lado, en un consultorio odontológico en una calle aledaña al mercado de los corotos, las personas se aglomeran, tanto en las afueras como en las pocas sillas que están dentro de la instalación médica. No existe el distanciamiento social. 

calles de Caracas en la cuarentena radical
Foto: Víctor Salazar

Las personas, en su mayoría de la tercera edad, pasan al ras entre el amontonamiento del mercado. Un vendedor ambulante grita el precio de sus cigarrillos, otro presenta a los transeúntes la “frescura” de sus legumbres, pero, a simple vista, muestran manchas de su vejez. El resto de los locales intenta, como de forma ficcional, cumplir con las medidas de seguridad. Una confitería tiene una cámara de desinfección dañada al lado de la entrada. No existe temor al otro en las calles de mercado, tampoco cuidado ante la posibilidad del contagio. La meta es clara: trabajar para comer y comer para seguir. 

Personas caminan por las calles de Caracas durante la cuarentena radical
Foto: Víctor Salazar

Un señor con el rostro arrugado, que denota unos 70 años de edad, detiene su caminar para revisar las verduras magulladas del vendedor ambulante. Toca con detenimiento cada tomate, cebolla y berenjena. Saca su billetera. Mira al cielo y realiza cuentas mentales. “Intenta con esta”, dice mientras saca una tarjeta de débito. Quizás le alcance para una última compra. Nadie se lava las manos. Nadie tiene gel antibacterial. El tapabocas es un utensilio que pierde, por momentos, su relevancia. Algunos se lo quitan para fumar y otros para descansar. El señor escucha del verdulero que la tarjeta no tiene suficientes fondos. Vuelve a guardarla en su billetera y sigue caminando. 

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Los más vulnerables ante los peligros del covid-19

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), las personas mayores de 60 años son más vulnerables a los síntomas de covid-19. En Estados Unidos 8 de 10 muertes por covid-19 corresponden a personas de 65 años de edad o más. En Venezuela, por su parte, la mayoría de los decesos han sido de personas mayores a 50 años. Sin embargo, en las calles del centro capitalino, en los mercados ambulantes y populares, son las personas de la tercera edad las que buscan los mejores precios para comprar el alimento del hogar. 

Mercado de Quinta Crespo en la cuarentena radical
Foto: Víctor Salazar

Un vendedor de morcillas no tiene tapabocas. Grita a todos los comensales y escupe en la acera. Frente a él un funcionario de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB) mira la situación, pero no hace nada. Tampoco tiene el tapabocas. Las horas transcurren en el mercado. Es un espacio donde no existe diferencia entre los dos tipos de cuarentena. Existen barreras de cemento y cintas amarillas para detener el paso de los vehículos, pero, de resto, los funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) y de la Guardia Nacional solo miran el transitar de los demás. 

Personas en las calles de Caracas
Foto: Víctor Salazar

Luego, en la emblemática avenida Baralt del centro de Caracas las cosas cambian paulatinamente. Los negocios están cerrados, menos aquellos que se dedican a la venta de víveres y comidas. Un local de empanadas está repleto. Sus comensales compran, pegados unos a otros, mientras las gotas de sudor comienzan a relucir ante el calor de la mañana y nadie, ni siquiera el vendedor, parece preocupado por el contagio. En cada esquina hay dos policías. Se miran a la cara, revisan el teléfono, ven pasar a los demás y su presencia no determina un mayor cumplimiento de la ley. Realizan la misma función que una cuerda amarilla que clausura el paso.

Gasolinera Av baralt
Foto: Víctor Salazar

El negocio alterno de la gasolina

Al final de la avenida se escuchan los gritos que provienen de una estación de servicio. Los conductores tienen desde la madrugada esperando para surtir. Un señor antes de conversar con El Diario pide el anonimato. Su testimonio no es incriminatorio, pero, como él mismo establece, “nunca se sabe”. Pregunta sobre otras estaciones de servicio. “En las internacionales hay menos cola, ¿verdad?”. Le falta poco para llegar. Su espera de horas por 40 litros de gasolina pareciera terminar pronto. nn¿La Guardia Nacional cobra para dejar pasar a otros vehículos sin hacer cola? nSí, claro. Cobran desde 20, 25 o 30 dólares. Desde anoche vemos como pasan los carros. n

Un recorrido de rutina en cuarentena detenido por la censura

En la parroquia La Pastora la primera imagen es una extensa fila, esta vez no de vehículos, sino de personas, con tapabocas rotos y la mirada caída, que esperan por una taza de sopa frente a una comedor de ayuda social. El resto de los habitantes de la zona camina con el tapabocas mal puesto o sencillamente sin ponérselo. El transporte público es escaso. Muchos esperan en las esquinas la aparición de una camioneta de pasajeros para evitar la larga caminata. Las sastrerías, zapaterías, ventas de ropa y otros locales trabajan con la santamaría a medias. 

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Colas de vehículos para surtir combustibles en la Pastora en la cuarentena
Foto: Víctor Salazar

“Hey, hey, deténganse. ¿Quiénes son ustedes y por qué toman fotos?”, pregunta un hombre de uniforme verde oliva con el signo de la GNB. 

“Somos periodistas”, respondemos ante la mirada inquisidora. 

“¿Cómo sé yo que no son terroristas?”, agrega el funcionario. Toma el carnet de cada uno. Saca su teléfono y toma una foto de nuestra identificación. “Ya se pueden ir”, agregó. 

Estación de servicio en la cuarentena radical
Foto: Víctor Salazar

Todo ocurrió en la avenida oeste 13, frente a la esquina Natividad. El registro de los conductores que esperaban desde la madrugada anterior para surtir sus vehículos fue la razón. Asimismo, frente a una estación de servicio ubicada en Altamira, un Guardia Nacional apareció de repente, como una imagen fantasmagórica, para decirle al fotógrafo: “pégate pa’ allá, pégate pa’ allá. ¿A quién le pediste permiso para tomar fotos? Borra esa mierda de una vez”. Tuvo que borrar las fotos. Las amenazas crecían con el tiempo y la bota militar aparecía con la fuerza totalitaria de la censura.

La ciudad del ruido intermitente

Un vendedor ofrece una amplia variedad de tapabocas y máscaras de plástico frente a la plaza La Candelaria. Algunos interesados tocan el producto y lo vuelven a dejar en su sitio. Al parecer, aunque mucho se ha dicho sobre las medidas necesarias para evitar el contagio, en la calle todo se difumina y la normalidad, con rostros sentenciados a solo una mirada, aparece una vez más. En el caminar no se escuchan los casos del día, tampoco los muertos. Solo se habla, como ocurría en los días de la extrañeza venezolana y la crisis perpetua, sobre el precio de la comida.

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Farmacias vacías
Foto: Víctor Salazar

Lo único diferente son las grandes islas de concreto que dificultan el tránsito en algunas calles. Los cajeros automáticos se caracterizan, más allá de su función, por tener una serie de personas esperando a su alrededor. Nuevamente la mayoría son adultos mayores de 50 años de edad. 

Personas caminando por las calles de Caracas
Foto: Víctor Salazar

Las calles de Caracas, como en el resto de Venezuela, están marcadas por el pesar y la rabia acumulada de los conductores que esperan por horas para llenar el tanque de su vehículo. Entre esas mismas avenidas, que algún día vieron una sociedad embelesada por la dicha y el gasto excesivo, un carro remolca a otro. Una cadena gruesa de hierro los une, como un extenso puente, para evitar el desfallecimiento de una van Volkswagen que se quedó sin gasolina. El camino es trastabillado por los baches y huecos. La cadena se mueve y los conductores rondan las esquinas. Esperan, en algún momento, encontrar un lugar disponible para surtir gasolina.

Colas para abastecer gasolina
Foto: Víctor Salazar

El panorama se mantiene parecido en los alrededores de Parque Central. El hito arquitectónico de los años 70, donde la mirada vanguardista se posó para mostrar su mejor coloración y el brutalismo estructural dió su imagen más representativa, aparece con los desgastes de la crisis contemporánea. Solo una panadería está abierta y el resto de los locales están cerrados. La fachada de los edificios está corroída por el moho negro de la humedad. Al final de la calle se ve la magnificencia de las torres de Parque Central. Las personas caminan y esperan una camioneta de transporte público. El Metro de Caracas está cerrado. A su lado, nuevamente, una larga fila de vehículos aparece, mientras la mirada de las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) de la PNB revisa cada transacción en el lugar. 

Motorizados en las calles
Foto: Víctor Salazar

El tránsito disminuye al pasar del oeste hacia el este. Las entradas a la autopista Francisco Fajardo, en su mayoría, están cerradas. En Las Mercedes las calles están solas, pero se ven algunos ciclistas por la zona. En las afueras de los grandes restaurantes están los motorizados que cumplen con los pedidos a domicilio. Cerca de ellos, en una de las intersecciones, un hombre pide una colaboración para comer. Le falta una pierna y se sostiene con dos muletas. A su lado, sentada en la orilla de la acera, está una niña de 4 años de edad que lo mira. Ambos están con el rostro marcado por el sucio del polvo y las quemaduras del Sol inclemente. 

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Cola para ingresar al metro de Caracas en la estación Chacao
Foto: Víctor Salazar

Uno de los versos del poeta Eugenio Montejo sobre Caracas dice: “El ruido crece a mil motores por oído,/ a mil autos por pie, todos mortales”. Así se reconocía la ciudad, como un centro de ruidos de motor, de vivencias que se acumulaban entre la rapidez de la vida inmediata. Ahora, entre la cuarentena radical y la flexibilizada, el ruido se concentra en distintas zonas. Al llegar a Petare, bajo la mirada del Cristo de cemento y cal que se yergue frente al elevado, se nota un retorno a la dinámica del mercado de Quinta Crespo. Las personas caminan, se rozan, chocan y se entremezclan en las largas filas a la afueras de los locales comerciales. 

Aglomeración masiva en Petare
Foto: Víctor Salazar / @Vaskdc

La mayoría camina sin tapabocas. La PNB es, simplemente, un espectador inerte en la ruidosa vida del pópulo. Un señor recoge restos de la basura. No le preocupa el virus. En los callejones la marejada de personas se agrupa, como una sola masa, para entrar a los locales. Un carretillero se quita la mascarilla para encender un cigarrillo. No hay señales para cumplir con las medidas de bioseguridad. Tampoco hay agua, comenta una señora. Lo único que hay es necesidad, agrega con fuerza en su voz.

Pasan las horas y las alcabalas vuelven a su puesto regular en la autopista. Los negocios esperan la hora de su cierre. Los transeúntes caminan a sus hogares con un par de bolsas en cada mano. La vida no parece diferenciar entre una semana flexibilizada y otra radical, cuando la realidad, en un contexto de obstáculos, se ve trastocada por el miedo a morir de hambre. 

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