• La impactante película recién estrenada por Netflix expone los peligros que entraña la Big Tech para la humanidad, en la propia voz de los cerebros que crearon las adictivas plataformas digitales

The Social Dilemma, uno de los más recientes estrenos de Netflix, presenta la sobrecogedora paradoja encarnada por un puñado  de talentos de Silicon Valley. Se trata de un grupo de creadores informáticos, exejecutivos del omnisciente aparato de comunicación digital que ellos en primera línea contribuyeron a iniciar y expandir, dedicados ahora a glosar todos los peligros que entraña el tramado de redes sociales que alcanza a miles de millones de individuos alrededor del mundo.

Se trata de una pieza cinematográfica que trama con astucia dramática el género documental al recurso de la ficción como estrategia de la verdad. Los testimonios de miembros de una vanguardia tecnológica que hicieron carrera en los gigantes de Internet, ahora alarmados ante sus propias creaciones, se tejen al correlato ficcional de una familia modélica estadounidense en cuyo seno se plantea el drástico dilema: estar o no estar conectado.

El tema no es nuevo, pero The Social Dilemma, dirigida por Jeff Orlowski y escrita por Davis Coombe y Vickie Curtis, adquiere entre silencios y sonrisas de perplejidad de los protagonistas, ribetes apocalípticos, aunque poco concluyentes.

Shoshana Zuboff, profesora emérita de la Harvard Business School, se muestra como la más radical al respecto: “Hay que ilegalizar ese mercado”. Zuboff es autora de un libro que, por controversial, ha sido un éxito de ventas durante 2020. La era del capitalismo de vigilancia es el título que acompaña la premisa: “La lucha por un futuro humano frente a las nuevas fronteras del poder”. Y esas nuevas fronteras del poder son las redes sociales como modelo de negocio basado en predecir la conducta del usuario-consumidor.

Ahora, lo de ilegalizar el mercado de las redes suena como la fracasada Ley Seca impuesta durante los años veinte del siglo pasado en Estados Unidos. ¿Qué hacer entonces?

Cada uno de los expertos tecnológicos que desfilan en la película intenta no limitarse a la mera denuncia y se esfuerza por razonar un porvenir para la realidad ya irrevocable de las redes sociales: ¿regulación? ¿gravar la acumulación de data? ¿un esfuerzo colectivo de toma de consciencia que incluya a las mismísimas corporaciones responsables de lo que muchos ven como una amenaza a la civilización, a la cultura, a la democracia?

Es del común saber el conjunto de alarmas y críticas en torno a las operaciones de acopio de data de los usuarios por parte de empresas como Google, Facebook o Instagram; el potentado de la tecnología Mark Zuckerberg ha sido interpelado por el Congreso de los Estados Unidos, a partir de escándalos como el empleo por parte de Rusia de las plataformas de interacción social para intervenir en la intención de voto de esa nación.

Se habla también del daño psicológico, del riesgo que representa para niños y adolescentes estar demasiado tiempo expuestos a estas redes, sin duda, adictivas; de cómo la llamada Big Tech –capaz de hacer seguimiento al historial de navegación y por tanto predecir el derrotero, como el buscador Google—a través de la manipulación que propicia, redunda en la desinformación, el extremismo, la polarización, el caos político y el desmadejamiento del tejido social.

El problema: el modelo de negocio

Lo novedoso de la película estrenada en el Sundance Festival en enero de este año (y obviamente reeditada para su lanzamiento por Netflix el pasado 9 de septiembre) es que ilustra, no solo con el testimonio sino con la oportuna puesta en escena, cómo funciona lo que a fin de cuentas debe ser contenido desde diferentes frentes: el modelo de negocio.

Tristan Harris exdiseñador ético para Google y cofundador de Center for Human Technology, es entre los entrevistados, quien lidera la narración. El exestudiante de la Stanford University advierte: “Las redes sociales no son una herramienta”. Explica que una herramienta está ahí solo a la espera de que alguien le dé alguna utilidad; por el contrario, las plataformas digitales funcionan con propósitos propios y emplean la psique del usuario en su contra.

Jaron Lanier, considerado uno de los padres de la realidad virtual, parece dar con el nudo del dilema al decir: “Hemos creado una generación global que crece en un contexto en el que el significado de la comunicación, de la cultura, es la manipulación. Pusimos la interferencia y el engaño en el centro absoluto de lo que hacemos”.

Tristan Harris recurre a la metáfora cantada: la profecía de Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo. Pero el talentoso informático no piensa huir despavorido y en vano de la criatura como el doctor de la novela, sino enfrentarla. Para él, el problema no es una realidad como la de la física, sino una creada por decisiones humanas y por lo tanto sujeta a ser cambiada para bien mediante otras decisiones. Cuáles serán y cómo se concretarán  está por verse.

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