Kid A de Radiohead se estrenó en octubre del año 2000. Es el álbum que sentenció el inicio del nuevo milenio. Una espera marcada por la inclusión del individuo en la red inabarcable, donde la matrix se expande sin precedentes y el cuerpo efímero de los seres humanos solo es capaz de entrar, así como en la película de las hermanas Wachowsky, a través de una simulación de personajes que rozan los límites de la humanidad. Los suicidios en masa se quedaron atrás, el miedo a lo indetenible de la incertidumbre también, el nuevo Dios vestido con los ropajes de la interferencia electrónica y el uso de la voz robotizada era el discurso que dominaba. Era la nueva era. Todo podía comenzar de nuevo. Este álbum es, simplemente, la entrada a la experimentación. Ok Computer, su producción previa, era la mirada ingenua ante los nuevos ritmos intervenidos por la presencia del individuo como ente tecnológico. Aquí ya no hay temor a la nada y al todo, dos conceptos que a primera vista se pueden ver dicotómicos, pero que, al final, convergen en la misma dificultad de la aprehensión. En la sociedad contemporánea se es todo y, al mismo tiempo, se es nada. La verdad se parte en mil pedazos y lo que queda son las migajas de la información. 

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“I’m not here, I’m not here. This isn’t happening”. Allá atrás, en el pasado, cuando la experiencia se resumía en el contacto constante con la vida ocurrida, con el hecho que, aunque era efímero, buscaba con desesperación su trascendencia en la formas más  perpetuas de la expresión humana. Ahora, no estamos, no somos, no podemos reflejarnos en un cuerpo existente porque la vida, en este nuevo milenio, se reduce a la capacidad de extrapolar la existencia en una imagen. El poder de la simulación no está en lo que es, sino en su aparente realidad. Igual, bueno, al final nunca se sabe lo que es real y lo que no. Pero no, no estoy aquí, ni ustedes tampoco. Esto tampoco está pasando. Solo es una apariencia de que pasa, de que estamos, de que existimos. Un sentido tan aparente y volátil que mañana mismo, en un segundo, podrá desaparecer. La experiencia en sí misma ya no vale, solo tiene razón de ser si es capaz de simularse en la imagen virtual. Sea cierta o no. Kid A muestra que la ambivalencia entre una y otra, entre este aspecto sensorial y aquel que, aunque tiene un formato reconocible, se adueña de lo real, no son aspectos que se encuentran de forma conflictiva. Tampoco están en esquinas distintas de la aproximación a la existencia. Por el contrario, convergen una en otra hasta difuminar la sensación de lo real y lo ficticio.

 “In a little while. I’ll be gone. The moment’s already passed”. No es el momento en sí lo que pasó, es la idea que tenemos del “momento”. Eso pasó. Ya no está. Se fue. La sensación que rebota de la ocurrencia, del hecho diminuto en el tiempo, que espera hacerse eterna en la expresión sufre, en la era de la virtualidad, el encuentro con la certeza de que, incluso, la misma expresión trascendente es efímera. La foto muere con el like y el texto con el tuit. Es así. Rápido y sin anestesia, como una puñalada. Luego de “How To Disappear Completely” viene “Treefingers. Una canción que refleja la imagen de un arroyo calmo, que va en su caudal hacia un vacío que no reconoce, pero ha visto el final de paso y su corriente caerá dócilmente en la oscuridad de la nada. Como el poema de Dylan Thomas, que lleva por nombre Do Not Go Gentle Into That Good Night. Ya no hay resistencia a la buena noche, al sentido eterno y temeroso de la totalidad, porque reconocemos que el núcleo del encuentro con la existencia está intervenido por la idea de lo inabarcable. Todos usamos Internet, pero ninguno sabe cómo funciona. Es el juego perpetuo entre el todo y la nada, donde aquello que parece total, en su falta de escogencia, recae en el suave terraplén de lo faltante. 

“I’ll laugh until my head comes off. I’ll swallow till I burst”. Nos quedaría la burla, la morisqueta ante el desconocimiento que cada día es mayor y, sobre todo, ante la vida líquida que se diluye entre los dedos. Somos consumidores voraces de información y, paradójicamente, somos el producto perfecto de ese mismo consumo. La discordancia, casi azarosa, de los ritmos donde se monta uno sobre el otro, como una maraña de ruido eterno que parece acabar y se retroalimenta en su repetición, es, quizás, el signo más certero para dar entrada a la era de la virtualización. Claro está, las confusiones entre entre lo real y lo virtual ocurren desde que el exterior pudo ser codificado por una expresión interna del individuo, pero, incluso en esas épocas, existía un proceso de codificación. Ahora la vida es el proceso y la diatriba entre un espacio y otro que se diseminó. Kid A es un álbum azaroso, caótico, que va desde la serenidad de la nada al bullicio del todo. Es un viaje entre las dos esquinas que, al inicio de 2000, comenzaban a fundirse en un solo espacio: la vida tras la simulación. 
“Motion Picture Soundtrack” es el fin. Una canción amarga, como un baño de vodka en la herida abierta. Es un dolor continuo que no se apacigua. Y, con cierto guiño, lleva el nombre que refiere a la música suspendida, como un halo de ondas, sobre la ficción. “Help me get where I belong”. Es el requerimiento ante la desdicha, la incertidumbre y el miedo al vacío, pero ahí está la cosa: ya no pertenecemos. La búsqueda está, de cierto modo, rota por el desconocimiento sobre la existencia del final. El relato anterior, aunque igual de volátil, permitía reconocer que, aunque el camino es incierto, el final es seguro. Ahora no lo sabemos por la expansión de “lo real” y la pesadez es, quizás, mucho mayor. Kid A es una puerta, en el inicio del siglo, para reconocernos como seres humanos ante el vacío. Más que un álbum, es un lugar que sintetiza la experimentación musical, centrada en el juego de cuerdas de Jonnhy Greeenwood y su estudio de las ondas Martenot, o la sustitución de la guitarra y la batería por los secuenciadores y teclados de Ed O’Brien y Phil Seway. Ya no somos el punto medio entre el signo y su decodificación: somos signo, objeto, producto y expresión misma. Somos la convergencia total entre lo real y lo imaginario, lo plausible y lo simulado, entre cuerpo efímero y cuerpo discursivo, el único trascendental.

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