• Jineidyz realizaba pasantías en el Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería, de Plaza Caracas, cuando recibió una llamada que le cambió la vida. Se enteró de un accidente que dejó secuelas permanentes. Cuatro años más tarde ha aprendido a enfrentar su nueva realidad

Cuando la doctora le dijo que su bebé de seis meses no pasaría del fin de semana, Jineydiz Prieto quedó en blanco, petrificada. Su rostro era un retrato. Solo sintió que las paredes, así como su mundo, se le venían encima. Cegada por el dolor, salió de la habitación y corrió 50 metros hasta llegar a un balcón. Estaba en el sexto piso del Hospital Dr. Miguel Pérez Carreño, al oeste de Caracas, Venezuela. 

Ya frente a la ventana solo observaba cómo el sol de las 3:00 pm calentaba el asfalto. En principio dudó, pero luego pensó en arrojarse al vacío para sellar aquel fatídico día. Cerró los ojos y amagó con saltar. Justo en ese momento sintió una mano familiar que se posó sobre su hombro izquierdo acompañada de una voz serena, en forma de susurro, que dijo “no lo hagas”. Era su abuela Ramona Sequera, a quien llama “mamá”.

—No puedo más. De verdad que no lo aguanto —fueron las palabras que, tras el letargo de un minuto, alcanzó a pronunciar la progenitora de Mathías Alejandro Prieto Loyo. 

Mientras tanto, aquel infante blanco, pelirrojo, robusto, de ocho kilogramos y cándida sonrisa, se debatía entre la vida y la muerte en la Unidad de Cuidados Intensivos (UCI) de Pediatría. Casi al otro extremo del piso estaba Jineidyz, hastiada del desfile de batas blancas y esperando, como analgésico, una noticia que le quitara la pesadumbre. Diez minutos después apareció la doctora María Fernández* y, cual emisaria de infortunios, le dijo lo último que pensó escuchar. 

—A ese niño hay que desconectarlo, está sufriendo mucho. Tiene dos horas para pensarlo. 

Aquellas palabras taxativas, pronunciadas por alguien habituado a notificar desgracias, calaron una a una como puñales certeros en el pecho de la novel madre, de 23 años para ese entonces, quien junto a su abuela bajó a la sala de espera ubicada a las afueras del recinto hospitalario para comunicarle la noticia al resto de sus familiares.

Todos menos Jineh –hipocorístico por el cual es conocida– coincidieron tras un acalorado debate en que a Mathías había que desconectarlo del respirador artificial. Pensaban que era una crueldad mantenerlo vivo y perpetuar la agonía. Su condición empeoraba y podía fallecer en cualquier momento. 

Contra todo pronóstico, la decisión de su progenitora era mantenerlo con vida. No le importaba ser madre soltera, lo cuidaría ella misma; ni se preocupó por la condición del país, pues repetía como mantra que “siempre se puede salir adelante”.

—No pude, no puedo ni podré dejar morir a mi hijo —se dijo a sí misma.

En ese agónico momento recordó en un santiamén lo que había ocurrido cuatro días antes y que cambió su vida por completo. 

Un doloroso recuerdo

Era martes 18 de octubre de 2016. Jineh realizaba pasantías universitarias en el área de Comunicaciones del Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería (Saime) en la sede principal, ubicada en el edificio que flanquea el área izquierda de la Plaza Caracas, parroquia Santa Teresa. 

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Ese mismo día había acudido por compromisos laborales a una marcha oficialista que se celebró en las adyacencias de la plaza y regresó a la oficina a las 2:00 pm. Cuando se disponía a salir nuevamente para retirar dinero en efectivo de un telecajero, sonó su teléfono inteligente Android. Hurgó en la cartera de cuero negro donde estaba el dispositivo y al tercer repique contestó.

—Sí, ¿buenas?…

Del otro lado de la línea se encontraba, sobresaltada, una mujer que solo pronunció tres palabras casi en forma de clave y con intervalos de dos segundos entre cada una de ellas.

—Niño… ambulancia… hospital…

Solo eso le bastó escuchar a Jineidyz para ensamblar una idea: “¡pasó algo terrible!”, pensó. La interlocutora que había llamado era Carmen Gonzáles*, la niñera de Mathías, una señora de mediana edad, alta, morena, de contextura y carácter fuerte, pero que en aquel momento se asemejaba más a una niña confundida.

“No pude dejar morir a mi hijo”
Ilustración: Lucas García

Presurosa y dejando atónitos a todos en el trabajo, Jineh tomó su cartera y salió del lugar. Emprendió una desesperada carrera a contrarreloj calle abajo por la avenida Baralt hasta llegar a la esquina Miranda; de ahí cruzó la carretera serpenteando entre los vehículos hasta una parada de autobuses ubicada en la avenida Lecuna. Luego avistó a un mototaxista y le pidió una carrera. No tenía dinero para pagar, no había podido conseguir efectivo, pero era una emergencia. El hombre asintió. Sin preguntar la dirección solo le colocó el casco y encendió el motor. 

 —Llévame a La Vega, a la Calle Real —dijo ella. 

Unos 7,2 kilómetros de carretera separaban a Jineidyz de saber dónde estaba realmente su hijo y qué le había pasado. Entre oscilaciones de velocidad que iban de 80 a 100 kilómetros por hora, el motorizado intentaba calmarla, pero ella gritaba y lo arreaba cual jinete, como si se tratase de un caballo rojo metálico de cuatro tiempos y motor de 150 centímetros cúbicos. 

La angustia no le permitió darse cuenta a la mujer de que el tubo de escape de la moto le había quemado buena parte del botín de semicuero derecho. Eso fue una menudencia para ella, pues más rápido se consumía su paciencia. 

Ya en su destino, se bajó de la moto y corrió hacia la casa de la cuidadora de Mathías, pero no encontró a nadie en el lugar. Salió de allí y entró al Consultorio Médico Dra. Macías, que quedaba al lado.

—¿Dónde está mi hijo? —preguntaba sin cesar a los vecinos, quienes atónitos observaban la escena. 

En el recinto médico se encontró con María Teresa Macías, la pediatra de cabecera de Mathías. La sujetó fuertemente por los dos brazos y, obnubilada por la ira, le gritó “¿dónde está mi hijo?”. La doctora, confundida, dijo que habían trasladado a un niño de emergencia al Hospital Dr. Miguel Pérez Carreño. 

Jineh volvió a tomar nuevamente la moto y en menos de 10 minutos ya estaba en el hospital. Cuando entró al área de Emergencia Pediátrica, en planta baja, los médicos la observaron con una mirada inquisitiva. Una doctora incluso le dijo que debía declarar ante la policía por irresponsable. Aquella madre no sabía nada de lo que ocurría. Solo quería encontrar a la niñera Carmen* –que había desaparecido por temor– para hacerla hablar a los golpes. 

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Mientras tanto, en La Vega la pediatra Macías –quien horas antes había atendido una emergencia de un infante en su consultorio– pudo ubicar a Carmen* y esta le contó lo ocurrido. 

—El niño estaba como muerto en el corralito y yo, entre el desespero, comencé a sacudirlo para ver si reaccionaba. De ahí lo llevé a su consultorio, doctora.

Macías cayó en cuenta de que el bebé que le había llegado sin signos vitales y que ella revivió brindándole primeros auxilios era Mathías. Cuando entendió lo que ocurría, ella misma se trasladó al Hospital Dr. Miguel Pérez Carreño y les contó a sus colegas lo sucedido. En ese momento los doctores dejaron de amenazar a Jineidyz con la policía. Era inocente.

Al niño le hicieron exámenes médicos que determinaron que había sufrido un accidente cerebrovascular (ACV) isquémico. La niñera al agitarlo, para buscar revivirlo, le produjo, además, el síndrome del bebé sacudido, una lesión cerebral que le causó sordoceguera y discapacidad motora. Todas sus neuronas se quemaron. 

Tras recordar lo sucedido durante los cuatro días en los cuales no tuvo tiempo ni de bañarse ni de cambiarse de vestimenta, Jineh debía aprobar la decisión de desconectar a su hijo del respirador artificial. Los médicos no le daban esperanzas de vida y recientemente había llegado a la UCI una niña desde Emergencia Pediátrica que requería los equipos médicos que mantenían respirando a Mathías. 

Durante dos meses Jineh dormía en cualquier parte del hospital con tal de no descuidar a su pequeño. Se hizo amiga de los guardias de seguridad del piso 6 y allí descansaba. Cuando el bebé presentaba una mejoría lo subían al piso 11 –que es donde está la sala de Pediatría– y allí dormía también la madre. Poco le importaba a ella comer o su apariencia física. Su cabello negro había perdido brillo, las preocupaciones percudieron su piel blanca y una fuerte dolencia en la pierna izquierda, por permanecer largas horas de pie, casi la derriba. Pero nada de eso turbó su espíritu, que se mantuvo incólume.

Una decisión difícil 

El 23 de diciembre de 2016 los médicos le entregaron a Mathías casi en estado vegetativo. Jineh comenzó a ocuparse de él en su casa, con su instinto maternal y la asesoría de especialistas en áreas como Neurología, Oftalmología, Gastroenterología y Fisioterapia. También alquiló un concentrador de oxígeno en una farmacia, compró una bombona de oxígeno y un aerochamber pediátrico en vista de que el niño no respiraba de forma voluntaria y tenía, además, una cánula nasofaríngea para garantizarle la permeabilidad de sus vías respiratorias y facilitarle la eliminación de secreciones tráqueobronquiales.

Toda la terminología médica que dejó el accidente de Mathías fue asimilada por Jineidyz. El tiempo transcurría y ya no podía pagar el alquiler del concentrador de oxígeno que equivalía a 37,335 bolívares mensuales del antiguo cono monetario (unos 30 dólares), mientras que el salario mínimo de ese entonces era de 22.576,73 bolívares, pero a ella no le pagaban sus pasantías en el Saime y sus ahorros comenzaban a agotarse. Su tía Mirtha Loyo fue la persona que cargó con gran parte de los gastos económicos de ese entonces.

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Por eso, Jineh tomó la determinación de hacerle terapias de respiración por cuenta propia para ver cuánto tiempo era capaz de controlar, por sí solo, la respiración. Un salto de fe. 

“No pude dejar morir a mi hijo”
Ilustración: Lucas García

El 24 de marzo de 2017, durante su primer año de edad, el niño dominaba mucho mejor la respiración. Los especialistas coincidieron en que podía prescindir del aparato. Todas las capacidades motrices que tenía antes del accidente cerebrovascular las perdió. Nació de nuevo. Días después llegó otra buena noticia. Acudió al otorrinolaringólogo y este determinó que con terapias deglutorias Mathías podía aprender a masticar y a tragar. Y así lo hizo. El niño prescindió también de la cánula nasofaríngea.

En diciembre de 2020 Mathías tiene cuatro años de edad y nueve meses. A pesar de su sordoceguera, se suele reír ocasionalmente y llora cuando siente hambre o dolor. Ya puede controlar voluntariamente su cabeza. Aún se desconocen las causas del ACV. Solo se sabe que un día antes del accidente había presentado un cuadro febril, según datos que aporta su propia madre.

Antes del accidente Jineh se vio obligada a contratar a una niñera –que cuidaba a su hijo hasta las cuatro de la tarde– porque ella hacía pasantías de día y estudiaba de noche en la Universidad Católica Santa Rosa (Ucsar) ubicada en Sabana del Blanco, al final de la avenida Baralt, casi a la entrada de la avenida Boyacá.

En más de una oportunidad tuvo que subir a pie desde Plaza Caracas hasta la universidad con el niño en un canguro infantino. Casi siempre las camionetas que cubren la ruta de Los Mecedores –que es el trayecto que debe tomar– pasaban atestadas de pasajeros. Es un trayecto de más de dos kilómetros. 

A pesar de esa odisea y de que tuvo que congelar la carrera por más de un año y medio para dedicarse a cuidar por completo a Mathías, Jineh pudo graduarse como comunicadora social en la Ucsar en la promoción de noviembre de 2019, a sus 27 años de edad. Los gastos médicos de su hijo la dejaron sin recursos para costear su paquete de grado, valorado en 35 dólares. Sin embargo, sus compañeros de estudio María Alejandra Silva, Bárbara Caraballo, Yusmary Lara y Alejandro Molina cubrieron el monto. 

Cuando Jineidyz tenía seis años de edad su madre falleció de cáncer de pulmón. Tres años antes su padre los había abandonado. De manera que tanto ella, como su gemela Orlanyz, quien emigró a Chile en 2016, fueron criadas desde niñas por sus abuelos maternos Rito Loyo y Ramona Sequera, quienes en la actualidad tienen 84 y 74 años de edad respectivamente.

Del padre de Mathías no supo más nada. Se niega a recordar siquiera su nombre y no se atreve a llamar relación lo que vivió con él, por eso el niño no lleva su apellido. El hombre prometió ayudarla cuando supo que tenía cinco meses de embarazo –que fue cuando ella misma se enteró de que estaba encinta– pero no cumplió con su palabra. Cuando Mathías sufrió el ACV los familiares de Jineh lo contactaron por teléfono para que llegara al hospital a donarle sangre y a proporcionar información sobre antecedentes patológicos. Nuevamente prometió acudir, pero nunca llegó. Se esfumó. 

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Un reto de por vida

La confirmación de los dos primeros contagios de coronavirus en Venezuela –registrados el 13 de marzo de 2020– supuso un nuevo reto para Jineh. En el país se implementó una cuarentena radical durante los dos meses siguientes y ella perdió la entrada de dinero extra que ganaba decorando y animando fiestas. Ahora solo depende del salario mínimo que devenga en el Ministerio de Salud (donde labora desde hace dos años), de lo que eventualmente le aporta su tía Mirtha y de lo que reúnen sus abuelos. Le toca hacer de tripas corazón e hilvanar una quincena con otra para poder atender a su hijo.

Todos los contratiempos que ha vivido no han amilanado su temple y mantiene una actitud positiva frente a la vida.

—Si la vida me tumba siete veces, me levanto ocho —dice.

Por ahora, solo quiere que el niño pueda caminar, pues significaría un avance tremendo y los médicos le han dicho que con equinoterapia, aunque costoso es posible. Además, eso le aliviaría el peso de cargarlo en brazos todos los días y sus dolores de columna se atenuarían. 

Ella dice que se comunica con él a través del lenguaje “tatiamento”, un término que creó para hacer referencia a las expresiones onomatopéyicas de su hijo. Los “ta-ta-ta-ta” del niño pueden significar para ella “mamá, papá, agua, o tía”, dependiendo de la ocasión. Mathías debe usar pañales permanentemente porque no controla esfínteres. 

De momento tiene pensado crear un canal en YouTube para explicar la condición de su hijo y alentar así a otras madres a superar hechos traumáticos. También espera obtener recursos económicos para hacerle pruebas oftalmológicas en clínicas privadas y determinar si el niño tiene visión tubular, es decir, si conserva la vista central. 

Un servicio público

Jineidyz debe comprar constantemente pañales, anticonvulsivos (ácido valproico, keppra, clonazepan) y otros medicamentos para Mathías. Además, debe llevarlo periódicamente a terapias por lo que pone a su disposición el teléfono +584168398698 para quienes deseen apoyarla económicamente.

Jineh sigue todos los días levantándose temprano, atendiendo a Mathías y a sus abuelos. Es la encargada del hogar. Vive en la casa número 22-21 ubicada en la calle 7 de Septiembre del Barrio el Carmen de La Vega. No tiene tiempo de sentarse a llorar o darse por vencida. Está convencida de que logrará salir adelante con su hijo. 

A Carmen*, la señora que cuidaba a Mathías, no le guarda rencor. De no ser por ella, que lo llevó rápido al consultorio clínico, el niño no hubiese vivido. 

*Algunos de los nombres se cambiaron para proteger la identidad de estas personas.

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