En las décadas pasadas quedó acuñada una categoría de rebeliones populares: las revoluciones de colores. La definición fue cincelada a lo largo de la época siguiente a la disolución de la Unión Soviética; esa sucesión de levantamientos cívicos (eventualmente respaldados por las fuerzas armadas) opuestos a la replicación del modelo despótico en las repúblicas libradas del Kremlin rojo.

Un precedente de estos fenómenos de masa tal vez sea la triunfante Revolución de los Claveles de Portugal que, si bien fue incubada en los cuarteles, atinó a sincronizarse con la emoción popular.

Quedó bautizada por el gesto simbólico de la empleada de un mesón portadora de un ramo de claveles, saldo de un banquete suspendido –que a falta de un cigarrillo— optó por alentar a un soldado con una de las flores. Sin pensarlo, el militar empleó el cañón del tanque que conducía cual florero y el resto de la tropa tomó el ramo y lo repartió entre las bocas de sus fusiles. Un aviso de que los sublevados no querían usar las armas.

La revuelta se tiñó de rojo, pero más que por la sangre de los cuatro caídos, por el color de la flor. Ese día marcó el fin del oscuro corporativismo, la hegemonía salazarista.

La insurrección de la desmemoria

La izquierda desdeña cuando no se opone frontalmente a las revoluciones de colores del tipo de la era post soviética al llamarlas “golpes suaves promovidos por los Estados Unidos”. Un ejemplo emblemático es la Revolución Naranja en Ucrania (2004-2005) que, diez años más tarde, rebrota en un levantamiento, esta vez sí, violento y decisivo. Están también las revoluciones de colores del Medio Oriente; como la triunfante Revolución del Cedro, que logró el fin de la ocupación siria y la sofocada Revolución Verde en Irán.

Otro tipo de rebelión popular tal vez pueda llamarse como el de las insurrecciones de las causas perdidas; las que toman las calles de una democracia naciente en nombre de restauraciones de un pasado que no fue tal, idealizado o, más bien, olvidado. Son insurrecciones de la desmemoria.

El lector ya adivina que el amago de definir otra categoría de levantamientos populares tiene que ver con los acontecimientos fresquísimos en el corazón de una democracia no precisamente naciente: la de la nación que se canta a sí misma como la tierra de los libres y el hogar de los valientes.

El periodista y corresponsal estadounidense en Moscú, Andrew Higgins, ofrece detalles no precisamente de paso: “En fervor y estilo, la turba (los grupos que asaltaron el Capitolio el miércoles recién) recordaba a la que tomó el control del edificio del Parlamento en Moscú en 1993, clamando por el resurgimiento de la Unión Soviética”.

Veinte años más tarde, la nostalgia tomó las armas esta vez en la ex república soviética de Ucrania. Por lo reciente de los hechos, tal vez el mundo los recuerda mejor en este instante.

“El equipo militar de (chaquetas de camuflaje, botas viejas, sombreros de lana negra y pañuelos)”, escribe Higgins en TNYT eran muy evidentes en ese entonces, al igual que las banderas de causas muertas hace mucho tiempo y, todos asumimos, con seguridad enterradas”.

El cronista hace alusión al “dress code” (código de vestimenta) de estas multitudes peligrosas. Vale decir, tanto en el otrora imperio del Zar, como en la potencia americana, los sublevados observan parecida etiqueta.

Así como Hitler usurpó un símbolo del remoto misticismo hinduista, los espontáneos de ahora agitan la bandera de la hoz y el martillo tan alegremente como lo hacen con los emblemas confederados de aquella guerra americana de hace tanto como 1865.

En nombre del conservadurismo, se atenta violentamente contra el orden que ha de ser conservado ¡qué paradójico! No es conservadurismo sino retrogradismo meramente emocional, signado siempre por el odio a lo otro; con tan poca información sobre lo que se odia como sobre lo que se defiende.

¿Cuál habría sido la suerte de un hombre blanco apellidado Angeli en una hipotética América confederada? Un descendiente de italianos, ese que disfrazado de búfalo salvaje usurpó por unos segundos la presidencia del Senado de los Estados Unidos, odia sin saberlo bien a los descendientes del Mayflower.

La instrumentalización alegre de símbolos es propia del Ur-facismo; de los populismos altermundistas y su endógeno etc. Quien quiera evidencia voltee no más hacia la simbología de los infortunados 20 años que lleva el siglo en Venezuela.

Resulta un contrasentido que muchos autodecretados liberales sean furiosos defensores de estas malhadadas manifestaciones antiliberales, antidemocráticas, opuestas a lo diverso y múltiple del mundo irremediablemente globalizado.

Unos a la chita callando y otros de manera elocuente, miembros de la jerarquía del partido del lame duck president, lo tienen claro. La trágica charada es contra los Estados Unidos, es contra Occidente y el aroma ruso no parece traído por la brisa.

La preservación de la memoria ha de ser una continuidad, no un desentierro vandálico de reliquias.

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