• “El bar es, no digo la selva, pero sí el bosque que le queda a la ciudad”, dijo Enrique Symns. Caracas, por su parte, tiene una memoria líquida entre sus bares, taguaras, esquinas, callejones o restaurantes chinos. Son lugares llenos de ficción que se asemejan a pequeñas rendijas para mirar el pasado y reconocer la historia de cada individuo en correspondencia con la historia de la urbe. Una cerveza, por favor, que comenzará el recorrido entre la maleza del bosque

“Hoy es el tiempo que puede ser mañana”.
Víctor Jara

Advertencia preliminar
El nombre del culto permanecerá a la deriva

I

T.S. Eliot mencionó alguna vez que para ejercer labores críticas, el lugar de enunciación, debía partir desde la emancipación de la condición cultural del sujeto, convirtiéndose “con plena conciencia en proscrito, en forastero”. Tendría cierta lógica, puesto que desde la subjetividad supeditada por la vinculación directa a un contexto se deja de lado la apertura a nuevas consideraciones al momento de problematizar y argumentar sobre las cosas.

Desde que entablé profunda amistad estos últimos años con algunos compañeros de la escuela y la librería he ido evidenciando la formación de una suerte de círculo, de culto, como espacio de expresión dentro de la curtida cotidianidad que sufre cada uno en Caracas y este país. 

II

Una vez que la calle quedó vacía, ya finalizadas las protestas civiles del año pasado, en difíciles días de tanta incertidumbre, terminábamos las jornadas laborales, por lo general, en alguna tasca de Chacao. Solíamos caminar desde Lugar Común hasta la siempre primera y cómoda opción: La Guacamaya. Un pequeño bar restaurant a tres cuadras de una de las bifurcaciones de la avenida Francisco de Miranda, entrada a lo profundo del municipio, donde se ubica buena parte de locales y negocios comerciales de la zona.

Aceras que décadas anteriores contaban las anécdotas del esfuerzo de árabes y judíos inmigrantes; ahora formaban parte del registro histórico de lo urbano al permitir la convergencia de una generación de jóvenes que se encontraba en sus esquinas por las noches para conversar y discutir sobre infinidad de asuntos, haciendo catarsis con cervezas y cigarrillos en mano. Sesiones de compañía a través de la palabra y la bebida, sobre las que se podría contar tanto, para quienes no saben de otra cosa más allá del insilio y las autoimposiciones. Pues la condición de esta generación pasaría por el asumirse a sí misma dentro del volumen de la imposibilidad que la contemporaneidad le ha condenado experimentar.

El día que L_ se graduó como licenciado en Letras, lo estaba celebrando en un sitio en el que no nos habíamos reunido antes, del que no tenía la más mínima idea. Pensé en un principio, cuando salí del trabajo con M_, que nos veríamos donde siempre. Pero resulta que la mitad de las personas que solían frecuentar La Guacamaya ya estaba allí, abarrotando el local y sus alrededores. Por ello, hubo un cambio de seña en plena vía y terminamos caminando más calles de las que temía cuando habíamos acordado visitar al grupo y pasar la noche juntos.

La Nueva Guardia
Ilustración: Lucas García

A todas estas, tomados de la mano, solo pensaba en llegar y sentarme a acompañarlos, como solía ser cada vez que nos reuníamos. Recordé que Jorge Luis Borges dijo alguna vez en una entrevista que la amistad puede prescindir de la frecuencia y de la confidencia en casos íntimos, por lo que en el fondo no resultaba mayor problema enterarme que el trayecto se triplicaría a altas horas de un  viernes, pues sabía del buen rato que pasaríamos y la ceremonia de la que formaríamos parte. Una vez que llegamos, me fijé en el letrero, tallado en madera, con un elegante relieve de un barco, que guindaba en la entrada: La Taberna del Navegante.

Debajo del mismo, nos esperaban el condecorado y R_, que exhibía un refrescante vestido corto marrón, destacando la palidez de sus piernas y la calle que han pateado sus zapatos de goma, casuales, como la ausencia del abrigo de L_, que reposaba en una de las sillas de su mesa. Nos invitaron a entrar y accedimos de inmediato, luego de abrazarlos y felicitarlos a ambos por la ocasión. Cuando estábamos por sentarnos y presentarnos ante los demás miembros de la mesa, me permití unos segundos para apreciar la calidez del restaurante con la que se impregnaba uno desde el primer momento en que desciframos el deterioro de la manilla de la puerta de dos hojas…

Desconocía lo que significaría aquella noche, por encima del resto de las ya experimentadas. L_ nos ofreció whiskey, justificando la celebración. Decidí servirme un poco para recuperar el aliento del paso apurado minutos atrás. Conocimos a los demás invitados, entre los que destacó J_ (el Maestro J_), a quien más tarde, ya entrada la verdadera noche, adjudicaría el título sin pensarlo dos veces. Sus palabras y vivencias marcarían significativamente mi apreciación con respecto al ejercicio de escuchar y asimilar, actividad característica —digamos, de mi parte, al menos el más inmediato aporte— del culto y sus veladas.

Conversamos todos entre risas, parrilla de pollo y tequeños, narraciones que a lo lejos iban y venían del juego Tigres-Leones (proyectado en un televisor que colgaba en una de las columnas del living), la música que reproducía el DVD y el resto de personas (no más de cuatro o cinco, entre las que se encontraba Mario Morenza, lectura pendiente, y a quien semanas después vería despidiéndose sudado de borrachera de otro local (un martes o miércoles de una semana cualquiera) que completaban la escena.

El Maestro J_ hablaba sobre James Hillman (a petición de uno de los acompañantes) y qué tan grata y aleccionadora había sido la experiencia de ser su alumno; también sobre la vez que soñó con la tumba de Rubén Darío; la incompetencia, triste imbecilidad de aquellos que no salieron a morir por el país durante las protestas, terminando de entregárselo así, según decía, entre los efectos del alcohol, a los cubanos…

Ya él estaba un tanto afectado, lo que había comenzado como un delirio dionisíaco terminaría convirtiéndose en una arenga contra los más jóvenes del grupo. L_ le susurró a R_ que sacara a J_ a bailar, por su bien, cuestión a la que el maestro no se iba a negar. Fueron a la pista, que era tan sencilla, humilde, un pequeño espacio despejado de mesas, en todo el centro de la tasca. A la mitad de alguna canción de Héctor Lavoe, el Maestro J_ incitó a M_ a que se levantase y lo acompañase, tomándola por la mano y halándola con una determinada suavidad. Ella accedió entre bromas, pidiéndome que le deseara suerte. Al rato, dos o tres canciones más tarde, el Maestro J_ terminó (des)encantado por la falta de coordinación de M_ para bailar.

No olvidaré lo que diría más tarde, ya de salida y consumida gran parte de la noche, mientras caminábamos hasta el carro de L_ a un par de calles del bar: Aquellos que no saben bailar carecen de alma… Ciertamente, no poseerían así capacidad de afecto, insensibles a toda posibilidad de experiencia estética. Por cierto, que le dije a M_ que no lo tomase como algo personal, que yo podía asegurar que sí sabía moverse, que lo que pasaba era que su ritmo era otro. Habíamos sido criados dentro de ceremonias de danzas más íntimas y personales; en fin, que el Maestro estaba alcoholizado y enardecido por haber perdido su maletín, que esos italianos que jugaban cartas en la calle tampoco se merecían sus quejidos.

La Nueva Guardia
Ilustración: Lucas García

L_ y yo salimos a fumar un rato, mientras el Maestro J_ me daba suficiente tiempo para reflexionar una posibilidad de lectura sobre la figura del viejo marinero de Coleridge, a propósito de una discusión que nunca llegó a concretarse. Entre mis silenciosas caladas, reteniendo el humo y absorbiendo con total disposición la decadencia que emanaba de las luces de las farolas de la calle, le pregunté no sé qué cosa. Divagó un poco al principio, con el peso del cansancio de quien tuvo un día ajetreado, y asomó, luego de recomponerse a medida que escarbaba sus palabras, lo más impresionante que había escuchado decir a alguien desde hacía mucho tiempo.

Me comentó la importancia del relato del cautivo que Cervantes narra en El Quijote, el valor de sus actos, su capacidad para soportar infiernos y aun así tener un alma tan humilde como para saber perdonarlo todo, absolutamente todo. El poder del hombre para crear, dijo L_, partiendo de una experiencia tan atroz (refiriéndose al autor), y reconocerse lo suficientemente humano para reflejarlo, dejándose en un texto, en una balada…

Probablemente el mayor logro del hombre es eso, El Quijote… L_ suspiró una gran bocanada mientras permitía que el cigarro tomase su parte en la conversación. Luego de observarlo mientras limpiaba la ceniza sobrante, continuó con su tormento y agregó: bueno, mentira, lo que dice J_ también es cierto… La salsa es el invento más importante de la humanidad. Y es que si lo intentas, si lees con las manos abiertas, dispuesto a todo, puedes escucharla dentro del mismo texto. Cervantes sí que sabía de salsa… Y apenas era el XVII. En los años mil seiscientos, ¿no?, bromeé. Cuando el tirano mandó, verdad que sí. Salud por su compañía esta noche, qué bueno que hayan podido venir, profirió L_. Ni lo menciones.

Desde que recordaba que estar con M_ implicaba un reencuentro dialéctico sobre diferentes tópicos, una de las mayores incógnitas que había permanecido abierta a debate era aquella que trataba sobre la posibilidad de la no-producción. Ella aseguraba que existía, de alguna manera, una responsabilidad de parte de la primera persona para con los demás, celebrar la propia existencia y el hecho de que éramos seres sensibles, condenados a la experiencia estética y dar cuenta de ello. Literatura, arte que estaba allí para que otro se viera y se sintiera semejante a través del propio reconocimiento, de la relación con los textos. Pero yo había permanecido bajo el efecto de la suspicacia lo suficiente como para aceptar las palabras inaugurales de Sontag en su ensayo Estética del silencio: “Cada época debe reinventar para sí misma el proyecto de ‘espiritualidad’”.

Y era eso, debía ser eso, ¿no? Esta generación se había ido formando, efectivamente, con cerveza y cigarrillo en mano, bajo la sombra nocturna de los tapasoles de los bares de Caracas. El regocijo lo encontraba sabiendo que siempre habría un verso que arropase las experiencias de cada noche en que nos reuníamos, buscando cada uno desaparecer y desvincularse de tanta mierda que nos ahogaba. A M_ le había dicho varias veces que eso era lo que nos quedaba, reconocernos los unos a los otros sabiendo que sufrimos, en mayor o menor medida, la misma condición temporal, los mismos charcos esquivábamos camino a esas casas que eran estas tascas, estos bares, teatros de la honestidad.

III

“Las nociones de silencio, vacío y reducción bosquejan nuevas fórmulas para mirar, escuchar, etcétera…; fórmulas que estimulan una experiencia más inmediata y sensual del arte, o afrontar la obra de arte con un criterio más consciente y conceptual”.

—El cuerpo necesita estar en constante movimiento, por eso las personas se van.

—¡No es justo! Hace poco estábamos con G_, aquí, bebiendo, de lo más entristecidos, aguados en nuestra fiesta, su despedida. ¿Cómo es posible que…?

La interrumpí, pues preveía el rumbo que estaba tomando su rabieta. Preferí ahorrarnos otro sentimiento de culpa que no venía al caso. Su amiga ya llevaba una semana en Colombia.

—Se van para que tengamos la necesidad de buscarles. En el movimiento se trasciende, ya te lo he dicho, ¿no? —recalqué cariñosamente.

Observé con disimulo que sus ojos se retraían, agradecidos. Y continué:

—Algunos encuentran en otro lado ese lugar al que pertenecer. Quizás sea ahí donde se esconden las respuestas que no supieron atestiguar la primera vez. Volverán a verse, es inevitable.

Le pedí a M_ que culminase su segunda tercio, a la que le quedaban tres o cuatro dedos, que le pediría una más y luego nos iríamos a casa. Asintió con una sonrisa bordeada de espuma. Le pregunté si había podido escuchar la canción que le había pasado el fin de semana. Dijo que sí, que le gustó, y comenzamos a charlar sobre un posible significado:

The reason we don’t see you
The reason’s just a sound

¿Comprendes a qué se refiere? Giró la cabeza de un lado a otro, disfrutando del gesto, mientras llegaba su última cerveza. Fíjate en tu alrededor, le dije, observa los rostros de los demás, hablando en sus mesas mientras les brillan los ojos y se las ingenian para arrinconar más y más botellas en las diminutas tablas. Ahora atraviésalos, ¿qué hay más allá? Poco segura de sí misma, quizás por tratar de razonar y eructar birra al mismo tiempo, asomó una atractiva respuesta: ¿Personificaciones, miedos? ¿Máscaras, teatro? Al contrario, respondí. Es la honestidad que brota como filtro de expresión, sinceridad absoluta.

The strenght of your face
The length of your dying eyes

¿Recuerdas cómo se parte en dos la voz de Nicolás cuando hace esa entrada? Es un registro paralelo a este que podríamos realizar esta noche sobre todos ellos… Dijimos algunas cosas más y nos despedimos de algunos conocidos en el bar. Nos devolvimos a casa sin decir mucho, sabíamos que la noche y la ciudad nos retribuirían con ecos brillantes e imágenes silentes lo que cada uno anhelaba ver y escuchar. Ella solía pensar en voz alta y yo la escuchaba, a veces haciendo algún comentario en voz baja para sabotear su hilo conductor de ideas.

But you don’t know that you’re just a sound

Sontag citó a John Cage: “No existe eso que llamamos silencio. Siempre ocurre algo que produce un sonido”. Y todo esto sí que era un sonido bastante sufrido, matizado por una nostalgia auto-impuesta, por una innegable condición potencial.

I’m for the birds
Not for the cages

Habíamos llegado lejos, como decía la canción, para siquiera detenernos a pensar sobre lo que faltaba por ocurrir. Cada noche que nos reuníamos M_ y el resto de amigos que integraban el círculo sin nombre, solo me encargaba de estar atento a sus voces, lo que tenían por decir cada vez que se detenían y consideraban pertinente intervenir con una participación que marcase época. En guardia, vigilia, entre un sinfín de murmullos y el rechinar de botellas que colmaban las mesas de esos bares:

The strenght of your faith
And I look into your dying eyes
And I look at your lying eyes

Noticias relacionadas