Según un estudio que realizó la Organización de las Naciones Unidas, las emisiones de dióxido de carbono se redujeron en promedio un 7% durante el confinamiento por la primera ola de covid-19. Además, en el mismo periodo, nuevas o no tan recurrentes especies animales han sido avistadas. Como estas, sobran las excusas que demuestran la masacre que el hombre impone sobre el normal y equilibrado funcionamiento de la naturaleza, olvidándose por completo que esta última no es un enemigo a derrotar o un recurso a explotar desmedida e indefinidamente sino la gran rueda de la que formamos parte y a la que nos debemos.

La película animada Wolfwalkers (dirigida por Tomm Moore y Ross Stewart, y producida por el estudio Cartoon Saloon) toma alguna influencia del libro Mujeres que corren con los lobos, de la psicoanalista junguiana Clarissa Pinkola Estés, en el que se plantea que las mujeres deben recuperar aquellos arquetipos que les fueron quitados históricamente: la fuerza, el instinto y el poder; para lograrlo, lo harán a través del repaso de relatos tradicionales, como si de cuentos de hadas se tratase.

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Wolfwalkers: el lado salvaje

Así es que, con estas dos premisas de peso pesado –una ecológica y una feminista–, se narra la historia de la ciudad irlandesa Kilkenny, donde, a mediados de 1600, la pequeña Robyn, hija de un cazador de lobos, se niega rotundamente a cumplir con las tareas impuestas de forma arbitraria sobre las mujeres –como cocinar, lavar, barrer– y romperá las cadenas de un no tan metafórico yugo patriarcal para seguir los pasos de su padre, adentrándose en la espesura de los bosques plagados de lobos. 

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En medio de las destructivas órdenes de Lord Protector, que busca deshacerse de las bestias para talar los árboles y que, de ese modo, los granjeros puedan trabajar la tierra, Robyn conocerá a la mágica wolfwalker Mebh, una niña salvaje que pasa sus días acompañada de la manada y que, cuando duerme, puede proyectar su aura astral y corporizarla en forma de lobo.

Wolfwalkers: el lado salvaje

A medida que la amistad crece, el bosque se vuelve más pequeño. Las tierras salvajes son domadas para ser llevadas hacia la civilización; y de no poder lograrlo, deberán ser destruidas. En medio de una realidad donde toda desobediencia parece arreglarse con la condena al cepo, el avance hacia la industrialización –y, por ende, hacia un capitalismo nonato– es puesto en jaque al enfrentarse con las fuerzas escondidas de la naturaleza que harán hasta lo imposible para detener la destrucción de su hogar; un hogar que, a fin de cuentas, es solo una porción ínfima de todo un planeta que clama por un respiro.

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“Si un hombre se adentra en los bosques por amor a ellos cada mañana, está en peligro de ser considerado un vago –escribe Henry David Thoreau en Una vida sin principios, publicado en español por Ediciones Godot–; pero si gasta su día completo especulando, cortando esos mismos bosques, y haciendo que la Tierra se quede calva antes de tiempo, es un estimado y emprendedor ciudadano”. Quizá es esto lo que Wolfwalkers, como tantas otras obras, quiere remarcar: el ser humano debería recurrir a su instinto inocente para reunirse nuevamente con el ciclo natural de los acontecimientos sin buscar mayor provecho del que le corresponde, quitándole importancia a los desmedidos intereses económicos que chocan contra una ecología cada vez más moribunda.

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