• Aproximación a los bajorrelieves biográficos de una abogada de la mejor causa en un país sin ley, un rey y una entristecida grey. Foto: Alonso Calatrava Rumbos

Dicen que nada es casual; si la hipótesis se aplica a los nombres propios explicaría muchas cosas. Rafael Cadenas, per se premiado, ha escrito que nombrar es una forma de convalidar la existencia. Incluso de crearla. El sustantivo que designa funcionaría entonces de igual manera que el torno modelador del alfarero. Como un auspicio de lo que vendrá (igual que la narizota de Cyrano, que lo anticipa). La bautizaron Blanca Rosa acaso para suavizar el inexorable Mármol de la herencia. Desde la inefable mezcla de flores y piedras construirá a pulso el imaginario de su identidad. Con un afinado sentido de la compasión no eludirá dar martillazos: claro, sobre las mesas. 

Por si hiciera falta, Blanca Rosa Mármol añadirá el de León a su firma. Y a su fama.

Sí, mi nombre es todo un tema, incluso me creen hermana de Fermín Mármol León, somos parientes pero lejanos”.

Escogerá como corolario para sus señas un apellido que ruge y respira poder con el que —no son meras conjeturas— queda claro el contrapeso: hacia donde se inclina la balanza. A la hora del retrato hablado, no pocos de sus pares, e jueces y abogados -verbigracia la exjueza y activista Judith Brazon-, así como líderes políticos, estén o no orbitando en su punto de mira, coinciden en señalar las mismas cualidades: “eso sí, claro, es comprometida, tenaz, corajuda”. La platea, organizaciones civiles y activistas de la causa de la democracia extraviada, la verán como una mujer “íntegra” y “de una pieza”, igual compartan o no sus líneas. 

En efecto, aun quienes proponen diferentes hojas de ruta para el cambio que urge —sí votar, no votar, retirarse de todas las instancias o pelearlas, considerar participar en el CNE o no— concuerdan en considerarla como una dama cabal. Ella misma, por su parte, se ve como una persona —nótese que no dice mujer— que equilibra los puntos medios entre lo sutil y lo inquebrantable, y que atempera sensibilidad y temple —“todos tenemos conflictos y dudas, solo que es necesario minimizarlos para ser justos, precisamente”— a objeto de disolver contradicciones. Mucho menos se cree irreductible.

“Aunque sin duda, en este oficio es imperativo tener firmeza de convicciones así como solidez de principios”, subraya, “hay demasiados factores e imponderables gravitando los procesos y es muy difícil ejercer si, además de las presiones de los que intentan disuadirte con maniobras de desalmados, te estremecen los hechos, siempre potentes: tienes que aprender a hurgar en la realidad cruda que se te planta en las fosas nasales, y dar con la esencia de la historia para poder argumentar de manera coherente”, confiesa. “Ah pero claro que una cosa es la firmeza espiritual y otra un mal carácter”. 

Ella que en cada uno de los tantos casos en los que ha trabajado ha vivido y convivido con situaciones intensas, duras, increíbles, y le ha visto la cara al dolor, a la pobreza, a la miseria se ha impuesto como tarea convertir aquel lastre en una manera de ejercitar fortalezas. “Ha sido un aprendizaje inmenso sobre la condición humana, la de los otros y la mía, ves afuera y ves adentro, y logras el autoconocimiento”, confía, “la ineludible realidad se te pega en la piel y entonces te conviertes, porque sí, en alguien que se mantendrá siempre con los ojos abiertos, que aceptará vivir perennemente en un estado de conciencia”.

Jamás una que desoye, nunca tan obstinada como para ser incapaz de cambiar de opinión o ver nuevos ángulos —también se considera “intuitiva”—, admite que tiene capacidad de manejar las emociones de tal forma que no nublen su entendimiento.

“Sí: soy muy rigurosa pero especialmente conmigo misma, no sabes cuánto me exijo”, dice haciendo gala de su histórica verticalidad; “a lo que más temo, la verdad, es a mi propia conciencia”. Hasta ahora nadie le ha reclamado una pifia, no se le ha devuelto el dedo con que sentencia contra sí. La apasionada doctora Mármol no se cree blindada, y cada noche agradece poder dormir.

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Ejemplos de temperamento, incluso indocilidad, su matrimonio a los 20 años de edad, cuando ser mujer es para cualquiera una conquista aún en proceso. Es una fuente de pistas de lo que, ya para entonces, es. La futura abogada de la república, entonces en segundo año de la carrera, convertirá su boda en territorio demarcado —por ella misma—, de la familia que ama, así como de la sociedad por la que hará sus mejores esfuerzos. En tiempo récord se casa de sombrero y solo por civil en el Concejo Municipal, como si recusara su educación católica, contrariando las voces que le aconsejan paciencia y la han imaginado cosida a la estampa de la novia que va de velo y corona; encima, el contrayente —y aun su amado marido— es Vladimir León, hijo de Carlos Augusto León, un defensor de las causas llamadas revolucionarias. A la ceremonia, no asiste su contrariado padre —“quería demostrar cuál era el punto, solo eso, porque me ayudó en todo”— desconcertado con las decisiones de su hija. 

El apremio tiene que ver con que los nuevos esposos han convenido en seguir sus estudios en la universidad de Lomonosov de Moscú, tal vez más exclusiva que la Lumumba, a la que también irían imantados los que tienen simpatía por el diablo. Estudiar en aquellas tierras remotas de fríos insoportables era la meca de los izquierdistas de aquellos tiempos cuando el comunismo acaso tenía mejor reputación; ella nunca lo fue, ni siquiera como fiebre temporal incurrió en el desliz ideológico de abrevar en la doctrina roja. “La verdad es que no soy antipartido, los partidos son fundamentales en la democracia ¡más bien que haya varios!”, dice la afanada activista ciudadana de la  Alianza Nacional Constituyente Originaria (ANCO), “también creo que todos de alguna manera tenemos posiciones en el catálogo del pensamiento, yo me ubico en la socialdemocracia, pero la política no me interesó nunca como oficio o devoción, mucho menos esta…”, declara quien organizara a brazo partido la consulta de las tres preguntas —¿no quieren que se Maduro decline, no quieren colaboración internacional en la orfandad, reconocen la asamblea…?— que se desarrolló entre el 6 y el 12 de diciembre de 2020 y que contestaron 7 millones de venezolanos. 

Blanca Rosa Mármol de León asumirá el matrimonio como asume todo, en realidad: con sentido del deber, de tal manera que deja el país y la carrera que es su vocación inapelable por el viaje convertido en proyecto de pareja; ya regresará y culminará con honores sus estudios de Derecho en la Central, con todo y las dificultades de amamantar en plenos exámenes; y ya decidirá, muchos años después, que no estaría mal una bendición eclesiástica. Lo hace cuando arriba al aniversario 25 de casada, es decir cuando le viene en gana. Por cierto, el viaje a Rusia no resultará como lo imaginaron. 

Esposa que convierte su hombro de apoyar en polea —aun hoy—, el marido querrá estudiar Física y ella, Filología. “No le veía ningún sentido aprender leyes allá, no podría aplicar aquellos conocimientos en mi país, y como siempre me gustaron los idiomas y la literatura opté por aprender ruso y sus complicadas declinaciones”. No convierte la mudanza, pues, en asunto de vida o muerte. Pero casi lo es. Vladimir León enferma y pese a que es intervenido quirúrgicamente en tres ocasiones, nada que mejora, por lo que ella decide el regreso. “Había muchos médicos cubanos allá, médicos reales, no como los que vinieron a Venezuela”, desliza bocajarro, “pero ni ellos ni los galenos rusos lograban sanarlo, y debo decir que aquel socialismo parecía eficiente, el Metro funcionaba, los servicios…”. Queda en el tintero el aprendizaje de la lengua de Tolstoi, aunque la entiende bastante, pero no tanto como el francés y el inglés que habla fluidamente; luego se inscribirán los Marmol León en Yale para los posgrados, tiempo después de la vuelta a la patria. Por ahora, llega de Moscú embarazada, del primero de los cuatro hijos. 

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Cuando se le pregunta por el caso que más la ha conmovido escoge precisamente uno que le parece fue una injusticia como se resolvió y que al cabo del tiempo tendrá un final feliz. Los protagonistas son dos jóvenes enamorados, él un futuro Físico (acaso se proyectará o al menos verá cómo los destinos, con o sin espejos, tienen en mayor o menor grado desgracias inimaginables de las que salvarse es un albur). “Sufrí mucho defendiendo a este muchacho que deja embarazada a su novia sin haber terminado los estudios: no tienen dinero para afrontar el reto. Lo que se le ocurre, en medio de la desesperación, es llevarle a un traficante unos dediles a Estados Unidos”. Se los traga y toma su avión, pero se arrepiente antes de llegar, por lo que en la escala que hace el vuelo en una isla del Caribe el atormentado chico se baja con miras a retornar. Ya en el país, intentará deshacerse de la droga y él mismo se interna en un hospital. Le hacen el lavado estomacal que lo salva pero no pueden los médicos obviar su condición de ¿criminal? y lo denuncian. 

“La verdad es que no entregó nada a nadie, no hubo ningún perjudicado por recibir un producto prohibido, no cobró, es decir: ¡el crimen no se cometió, ni siquiera una parte!, igual para todos él era culpable, todos nos condenaron: yo era una narcocomplaciente porque lo defendía”. Sentenciado a seis años de cárcel, luego de cumplir la condena, el muchacho sale en libertad, termina sus estudios de Física, se casa con la muchacha y viajan a Estados Unidos donde él hace un posgrado, “me buscó para entregarme una copia de su tesis, no todas las historias tienen un desenlace tan conmovedor”.

Cada caso, consiente, tiene sus particulares dificultades, no hay patrón, ni modelos, “y por eso se trata no solo de aplicar la ley sino de interpretarla y ajustarla según cada circunstancia, si no, un robot podría cruzar datos con estatutos y códigos, y ya”, alega, “aun a sabiendas de que podemos errar, es un trabajo atravesado de humanidad por lo que se requiere de sensibilidad así como de sentido común, por supuesto que también de mucha preparación, lecturas y cavilaciones, y por su puesto de devoción por la justicia, encima hay que tener voluntad para persistir y no ser conformista, y querer ver más allá de lo obvio: un juez tiene que ser capaz de despojarse de sus propios prejuicios, de ver los ángulos y en las esquinas más recónditos y tener capacidad de proyectar el alcance de los hechos, sus agravantes y atenuantes”. Recuerda aun el comentario de un colega —“me quedé helada”— que le dijo que le gustaba condenar con la pena máxima, “como si cada caso fuera lo mismo, como si se ser juez es hacer tabla rasa, como si eso te da estilo o te salva ¿y los justos por pecadores? Nada más injusto que pretender embutir la vida…”. 

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Exjueza penal, de lo contencioso, presidente de la Asociación de Jueces de Caracas y de la Asociación Internacional de juezas, dama ciega que vio tanto y ocupó todos los cargos posibles hasta los más cimeros comienza como defensora pública de presos —“una escuela por la que todos los abogados deberían pasar, es un baño de realidad, esa con la que tenemos que hacer buenas migas, involucrarnos, estar al tanto si vas a hacer justicia y defenderla”— hasta encumbrarse como magistrado del Tribunal Supremo de Justicia. Estuvo en el cargo desde 2000 y hasta 2012, casi siempre salvando el voto, la mano descansando sobre la pierna, tal vez cerrada en un puño. “Jueces que conocía y ahora estaban con el proceso, como si fueran compatibles los roles dobles de jugador y árbitro”, confiesa con pesar, “eran mis compañeros quienes ahora sentenciaban con indulgencia o haciéndose la vista gorda violaciones flagrantes” (arbitrariedades varias protagonizadas por peces gordos, obesos), suspira. “Yo me abstenía y argumentaba mi decisión para que quedara constancia para el futuro, pero siempre pasaban revista para molestar supongo: en votaciones de mano alzada, no secretas, yo no levantaba la mía y preguntaban: ¿alguien se abstuvo?”. 

Profesional que entiende que la dignidad es fundamental, no cree en rótulos y por amplitud prefiere no definirse feminista, aunque la causa de la mujer y sus derechos la mueve, así como la de la justicia y la libertad. “Y ninguna puede vivir sin la otra”, dice despachando las ideologías que tienen la pretensión de un derecho fundamental como prioridad en sus banderas. “Un día no habrá izquierdas justicieras ni derechas proponiendo la autonomía de acción tan necesaria para crear, la libertad pues, sino un norte común, y entenderemos que no es posible escoger entre respirar y comer o entre amar y vivir”. Es el día en que será de todos la democracia. Ahora mismo su causa es darle sentido y continuidad al proceso iniciado en la Consulta Popular. Velar porque ese capital político se convierta en consigna, en camino y foco. En mantra. En causa.

Siete millones dijimos que queremos cambio, que Maduro, cuya partida de nacimiento de venezolano no ha mostrado como sí lo hizo Obama, tras las insinuaciones de Trump, suelte el mando. Que la ayuda internacional venga para la reconstrucción. Que logremos la democracia en paz”.

La ocurrencia que parece sencilla como plan tiene efectos secundarios y tantos bemoles. Mientras la Unión Europe no reconoce la Asamblea Nacional escogida en elecciones en las que no participó sino una mínima fracción de la oposición, ahora unos candidatos al Consejo Nacional Electoral, nombrados de esta asamblea, podrían tener la pulcritud que genere confianza en las hipotéticas elecciones de alcaldías: 335 en todo el país que podrían ser ganadas en inmensa mayoría: podrían quedar 80 por ciento de ellas en manos democráticas, y claro, a defenderse del protector impuesto y de los paralelismos. Asunto que enreda el panorama político, que necesaria y estratégicamente debería estar compacto, siguen siendo problemas la inhabilitación de partidos, las intervenciones de los mismos y demás desmanes. ¿Es fácil ver con nitidez?  Para Blanca Rosa Mármol de León el itinerario está trazado: no votar hasta que haya democracia. Igual tiene claro que toda la oposición, dudosos, recién llegados, radicales, tibios o mejor decir los que tienen puntos de mira respetables y distintos se esmeraran en conciliar por el objetivo. Que sí salta a la vista ¿no?

Lo cierto es que a la exestudiante del liceo Andrés Bello le resulta impensable sacudirse el país, ese que ve vuelto trizas (por eso está al pie del cañón), y que siempre tuvo problemas que solventar pero nunca, jamás, como ahora. “No creo en un antes convertido en leyenda dorada: sin duda el chavismo” —este tolda tenaz y de botas más que una leyenda negra— “se montó sobre las denuncias de un sistema realmente agujereado por escabrosos procederes, y bueno, después desmanteló todo y desmontó el sistema que se soporta en la separación de los poderes, y puso la justicia a sus órdenes… y aquí estamos, luchando”. Cuando podría estar descansando, luego de una trayectoria que los colegas consideran impecable, trabaja con la sociedad civil en la defensa de los derechos ciudadanos. Es un hábito el compromiso. Miembro de número de la liga de la justicia, no hay manera de que se dé de baja. Con fama de insobornable, ha trazado una trayectoria sobre cuyos laureles, sin embargo, no se duerme. No para.

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“Cuando creía que me retiraría encuentro a este grupo de venezolanos espartanos que trabajan por amor al país, sin ganar medio, al contrario, poniendo de su bolsillo para la causa ¿cómo resistirme?”, dice quien nunca ha tenido la indiferencia en su agenda. “No puedo con aquellos que me susurran, con la mejor intención, que hasta cuándo lucho, que si no me canso, que ya he hecho mucho; yo les respondo igual: que tampoco los entiendo: ¿Cómo puede alguien mantenerse de espaldas a la realidad que los interpela? ¿Cómo desentenderse de su compromiso con el país? ¡yo no!”, desliza apasionada. “Soy vehemente, sí”. Y esperanzada per sé. “Tirar la toalla no es opción”.

La voluntad intacta, claro que le interesan algunos placeres de la vida hacer pan, oír música, sembrar: la Blanca Rosa es conservacionista a capa y espada. Pero se entrega a sus afanes prioritarios sin tutía. Podría decirse que en el país donde se desmoronan instituciones y con ellas la credibilidad y el estado de derecho, donde la justicia parece quimera devenida albur, donde la ley tiene la consistencia del pegote maleable —en el amasijo corrupción, rémoras, componendas, ventas de jueces— siente que más que nada pesa lo pendiente. Es una espada de Damocles sobre todos este modelo de justicia viciado, donde, repite, no hay independencia: “se le rinden cuentas al pesuve”, ella como excepción honrosa. 

Está convencida de que el plan de acción tiene que ver, incluye o viene desde la participación de la sociedad civil, esa que de la que hablan Benigno Alarcón y el rector Virtuoso, o miran atentos políticos como Luis Manuel Esculpi y Víctor Alvarez. Esa que alborota, propone, va realenga —y puso a Luis Miquilena hace años a preguntarse con qué se come eso— y debería, sí, marchar hombro con hombro con todos los sectores. ¿Es que el diálogo que urge es entre opositores? Tal vez toque hacer lo que hacía Blanca Rosa Mármol de León en un caso peliagudo: se tomaba su tiempo hasta dos días y dejaba en reposo el expediente tras estudiar las variables. “Yo decía que los diseccionaba: esto es el corazón, esto la columna vertebral, esto el sistema nervioso…”. ¿Así con Venezuela? ¿Estos son los cuello de botella, esto el hígado, esto tan ácido es la boca del estómago, estas las manos a la obra. 

(Feminismos aparte, podría tener razón Octavio Paz —cómo no— que en La llama doble dice que “la emergencia del amor es inseparable de la emergencia de la mujer: no hay amor sin libertad femenina”. Democracia, libertad, paz, justicia todas se dejan acompañar por un la, sílaba última del país)

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