• Miguel von Dangel fue uno de los artistas plásticos venezolanos más prominentes de las últimas cinco décadas. En este trabajo exclusivo para El Diario compartimos con nuestros lectores la última entrevista que este consagrado pintor y escultor dio

La primera vez que visité a Miguel von Dangel fue hacia 2016. Mi amigo Álvaro Mata, a quien debo la realización de este trabajo, en aquel entonces ya me había hablado de su amistad con von Dangel, de su estética y del temperamento titánico del artista. 

Después de aquella tarde de agosto quedé aún más intrigado por su obra. No menos inquietante me pareció su personalidad, portadora de una sabiduría incuestionable, de otro tiempo, o fuera del tiempo, capaz de hacerte saber aquello que no sabías que sabías. Adelantarse con sosegada naturalidad a tu pregunta, intuir qué estabas pensando y agitar tus contradicciones gracias a un talento dialéctico que no he hallado en nadie más. Una mirada sólida que alteraba la textura del aire, que te escrutaba, que propiciaba la reflexión, removía incomodidades sin indulgencias, que te espabilaba con su indoblegable espíritu hasta que inevitablemente hallaras algún atisbo de esa verdad anhelada. El entrevistado terminas siendo tú cuando una conciencia que promueve estas búsquedas como la de Miguel von Dangel se encuentra frente a ti. La conversación, de alguna manera, también era una instalación que manipulaba a su antojo. 

Miguel von Dangel en la ventana
Foto: Mario Morenza

“Nací en Bayreuth, en septiembre de 1946. Un año después del fin de la guerra” leemos en Miguel von Dangel, el niño (1994), fotolibro con textos de Victoria De Stéfano publicado por la Galería de Arte Nacional. Con una pulsión narrativa digna de la bildungsroman, en aquella misma conversación el artista dice: “Mi padre era polaco, oficial de caballería, aristócrata. Mi madre, Susana Hertrich Winther, hija de un pastor luterano de la región de la Alta Franconia, perteneciente a una familia de tejedores. Se conocieron en 1945, se amaron y lo dejaron todo. Debió de ser un amor explosivo”.

Miguel von Dangel tenía cuatro años cuando llegó con sus padres a Caracas. La familia se residenció en Petare. Eran tiempos de Junta Militar, de incertidumbre política, y Petare un suburbio agreste de unas cuantas casas. Se inició como taxidermista, oficio que practicó su padre. Su tránsito fugaz por la Escuela de Artes Plásticas Cristóbal Rojas entre 1963 y 1965 puede deberse a su temple autodidacta. Pero, sobre todo, a la amistad con el pintor Bárbaro Rivas, quien influyó en él de forma definitiva.

Miguel von Dangel desertó de las aulas. Sus viajes por el país fueron la consecuencia lógica de este distanciamiento. Asumió Venezuela como su laboratorio artístico. En estas expediciones, halló en las tribus indígenas una metodología primigenia para sus procesos creativos. Hacia finales de los setenta, expone sus diarios, una inverosímil polícroma cinta-collage de 150 metros de extensión. En 1982 presenta al público sus collages sobre Mapas de Venezuela y la serie Tierras encapsuladas

Tierras encapsuladas de Miguel von Dangel
Tierras encapsuladas
De la serie Tierras encapsuladas
Tierras encapsuladas
Tierras encapsuladas
De la serie Tierras encapsuladas

En 1985 representó a Venezuela en la XVII Bienal de Sao Paulo con El regreso de la cuarta nave. En 1991 su trabajo es reconocido con el Premio Nacional de Artes Plásticas y en 1993 nuevamente representa al país en la Bienal de Venecia con La batalla de San Romano.

Desde aquella primera tertulia hasta la más reciente a finales de mayo de 2021, entre cafés y una infatigable hospitalidad, Miguel von Dangel siempre me revelaba algo. Esta revelación se convertía en materia pendiente: desde pintores, escritores o personajes históricos que desconocía o conocía de un modo diferente, hasta la posibilidad de una receta tan inaudita y divina como la que preparó alguna tarde: caraotas blancas con cúrcuma y mozzarella

Se hace innecesaria la tarea de anotar en un papel alguna frase o cualquiera de estas revelaciones: se acuñan en la memoria, probablemente para siempre. ¿Por qué iba a ser necesario que anotara mis preguntas en un cuaderno? Ingenuamente lo hice. Y, además, las enumeré, como si se tratara de un guion para un programa radial, un discurso o una lista de pendientes. 

Esta nota reproduce la tarde irrepetible que significó entrevistarlo, o más bien, asentir y asimilar los cuestionamientos que el artista hizo que me llevara conmigo y que compartiera hoy, a pocos días de su partida, con los lectores de El Diario. La tarea pendiente que nos dejó Miguel von Dangel.

1. ¿Nosotros somos patria?

—¿Comenzamos? —asomé, con cautela, como si temiera alterar un orden establecido.

Miguel von Dangel con un imperceptible gesto de aprobación ya desmenuzaba cualquier equilibrio u orden, sobre todo el de mis preguntas.

Dijo:

—Sí, claro, estamos en confianza, pero, de todas formas, yo sí te haría la pregunta a ti: ¿Por qué carajo te interesa mi obra? Porque hay miles de personas a las que puedes entrevistar, quizá mucho más atractivas. Puedo presumir que todo esto se trata de una especie de morbosidad ya que yo voy de salida. Y mi atención en tanto a mi personalidad, mi persona o la imagen, la percepción que tengo, es que lo único que puede ser interesante de mí es el viejo que se está yendo. Que está enfermo, que está vuelto mierda, y que no tiene mayores expectativas para el futuro. Te lo confieso abiertamente, para también darle un poco de sentido, desde mi perspectiva, a lo que podría ser la entrevista. Entrevistas a alguien que ya está más allá del bien y del mal en ese sentido. Yo, lo más probable, es que esté mucho más de allá que de acá. Y buena parte de los aspectos que me podrían interesar como hombre vital y joven, en relación con esta vaina que estamos viviendo, ya no me estimulan para nada. Es como si me ofrecieras unas carajitas que me bailaran la danza del vientre; ya no me interesa. Me interesará morbosamente, pero hasta allí el interés que podría generarme. 

Trabajo en proceso
Trabajo en proceso, en el taller.

Por instantes, el Maestro aplazó su discurso. Sobre la sala de trabajo solo se escuchaba el vago rumor de los autos de la avenida Francisco de Miranda. Maquinarias pesadas, de engranajes fatigados. Perico Papá, la longeva guacamaya que reina en el pasillo, emitió un tenue graznido. De resto, se hizo un silencio forjado por alguien que conoce su verdadero valor.

Von Dangel continuó:

—Eso, evidentemente, suena grosero de mi parte: el hecho de que no me interese. Al contrario, el que no me interese, es lo que me interesa. Y por eso te hago la pregunta: ¿Por qué te motiva entrevistarme? —insiste.

—En principio, lo inconmensurable de su obra… —adelanté, un tanto cohibido por el inesperado inicio de la conversación. Aunque, a decir verdad, generalmente las conversaciones del artista se iniciaban de esa manera: una poética de la contradicción, escarbar aquello que realmente se esconde detrás de lo explícito, las sombras que ignoramos y en las que finalmente nos reconocemos. Debo confesar que no me esperaba menos. Con apremio, pensé en decir que desde que tengo uso de razón me atraía todo aquello que no logro entender de buenas a primeras, el enigma, descifrarlo, pero callé. Sentí, ante la mirada robusta y febril del artista, que debía decir algo. Y decirlo cuanto antes, aunque ya para ese entonces el tiempo había adquirido una consistencia distinta. 

Ante mí, estaba la Maternidad inversa (o Pietà), una imponente obra en la que detallamos, entre un estallido de líneas violetas, naranjas y celestes, cómo los rectángulos del mapa de Petare y pictogramas de animales silvestres se fusionan con la silueta de una madre que carga a su pequeño hijo en brazos.

Maternidad inversa
Maternidad inversa

La obra me llevó a alinear algunas ideas dispersas y, como andaba un poco desorientado, pensé justamente en los mapas. No para hallar un norte o una salida oportuna, sino en los mapas intervenidos de Miguel von Dangel. 

Añadí:

—Justamente, desde mi infancia, fantaseaba con ser geógrafo, e insistía en hacer dibujos de la Tierra, sus continentes, mapas que solo eran remedos de aquellos que observaba en enciclopedias o diccionarios. Estaba obsesionado con el territorio que pisábamos. Los límites. Tal vez por alguna clase extraña y difusa sobre la Zona en Reclamación. Poco a poco, fui descubriendo que se podía hacer un mapa sobre cada espacio por mínimo que fuese, una parroquia, una ciudad. Eran tiempos de Encarta. Justamente, Maestro, en estos meses de cuarentena, ante la falta de espacio, recuperé aquel estímulo de cartógrafo cuando leí un minicuento de Jorge Luis Borges titulado “Del rigor en la ciencia” (1960) y citado a su vez en otro relato escrito a cuatro manos del mismo Borges y Adolfo Bioy Casares, “Naturalismo al día” (1967). En este relato se propone un mapa perfecto, justamente aquel mapa que alcance las mismas extensiones del territorio representado. Cada centímetro y cada kilómetro equivalen a una misma proporción en ese mapa. Recuperé el eco de aquella pulsión infantil cuando empecé a conocer su obra. La manera cómo usted interviene sus mapas. 

En el corpulento tomo Miguel von Dangel y el renacimiento de un arte latinoamericano, esencial para conocer la obra y vida del artista, Eddy Reyes Torres escribe que von Dangel “identificó como ‘constelaciones de astros’ a las figuras incluidas en sus dibujos cartográficos’”.  

—Es una verdadera lástima que aquí no esté Claudio Perna, quien era geógrafo y dio clases en la universidad, y de quien dicen que yo me fusilé el uso de los mapas en la obra. Lástima que no esté él aquí para responder eso. Pero esto nos lleva al cuidado que hay que tener hoy en día, yo lo debería tener, aunque ya no me interesa tener ese cuidado, en tanto a la ignominia del medio en que nos movemos. Y un poco a lo que pudiéramos definir también, y espero que no caigamos en ello, que es la fatuidad de lo original, del primero que lo hizo, del súper artista arrecho. Actualmente estoy leyendo un libro de Paula Modersohn-Becker, una artista del expresionismo alemán que llegó apenas a vivir 31 años. El volumen se inicia con las cartas de ella 10 años antes de su muerte y la recopilación de dichas cartas parten 10 años después de la muerte de la artista. Con veintitantos, ya ella tenía premoniciones de muerte muy densas y, al contrario de una histérica marxista como Frida Kahlo, ella era muy mujer, muy hembra, muy asentada en los cabales de su género, y apenas empezó a ser, por el tiempo que le quedaba, un poquito como Van Gogh, pero con menos intensidad de producción —el Maestro hace una pausa y con sus manos traza en el aire una silueta antropomórfica—. Pintaba niños. Su gran ilusión era ser madre. Pintaba paisajes, sintiendo un poco la maternidad implícita en el paisaje, el paisaje como hembra. Murió pocos días después de dar a luz a su hija. Una obra escasa pero maravillosa. Trasciende totalmente. En cambio, me convencí, quizá por una especie de luteranismo mal digerido, de que yo tenía que producir y rendir cuentas. Entonces, hice demasiado. Ningún investigador decente se puede dedicar a investigar los vericuetos y laberintos en los que yo me metí y salí. Aunque, pensándolo bien, no sé si debo decir que logré salir y entrar

—Si hubiera permanecido en el laberinto tampoco, pienso, hubiera sido un error, quizá sí un errar, en el sentido que propone Maurice Blanchot en El diálogo inconcluso. Me permito citarle algunos breves fragmentos: “errar es dar vueltas y más vueltas, abandonarse a la magia del desvío”, y ese trayecto, escribe líneas más adelante, no nos lleva a “ninguna idea de meta, y menos todavía de detención. Encontrar es exactamente la misma palabra que buscar, lo que quiere decir: ‘dar la vuelta a’”, y concluye que “toda búsqueda es una crisis. Lo buscado no es más que la vía de la búsqueda que provoca la crisis: la vía crítica”. 

Miguel von Dangel dijo:

—Allí hay un conflicto que transciende lo cultural religioso, como el luteranismo, el pragmatismo, y un poco el protestantismo en sí, y el sentido de la culpa. —Tomó aire y, enfático, reiteró—: Siempre por delante el sentido de la culpa. Cada palabra tienes que sopesarla, porque responde a una responsabilidad, ¿no?, y a una responsabilidad que es inabarcable. Tú no puedes cumplir con eso. Entonces, produjimos la galería de retratos más maravillosa del universo de acomplejados que se sienten culpables. Solo un judío como el señor Freud podía superarnos e inventar algo tan perverso como el psicoanálisis. Solo los judíos están más jodidos que los alemanes. Goethe decía que no había pueblo que se pareciera uno tanto al otro. Y esto lo decía ciento y pico de años antes del nazismo. Es interesante. Lo que me salva quizá es que tengo un ancestro polaco. Y eso es el desastre. Pero no me quiero meter con los polacos en esta oportunidad. 

Sobre el escritorio
Sobre la mesa de trabajo.

—Volvamos de los laberintos a los callejones, de los mapas que las representan, por muy fidedigno que sean estos planos en el papel o en un programa digital, volvamos a esas calles que forman parte de nuestros hábitos y nos definen, esas calles que, como diría Proust, terminan por modelar y sellar las facciones de nuestro rostro.

—Yo diría que mi propuesta se acerca más a Joyce en su periplo masturbatorio católico judío. Más cercano, diría yo, pues no hay paz allí. En esa lectura de calles, de callejas, de botiquines de malamuerte, problemas edípico-maternales irresueltos. Hay algo sucio en eso. Cuando tú me hablas de calles y geografías hay un elemento contaminante que nadie maneja, yo tampoco lo manejo muy bien. Me gustaría anticiparte una duda que voy a expresarte: ¿Nosotros somos ciudad? ¿Nosotros somos geografía? ¿Nosotros somos país? ¿Nosotros somos patria? ¿Nosotros somos civilización siquiera? Porque el leitmotiv mío desde que salí de la Escuela de Artes Plásticas o quizá antes, era hacer país. Incluso, voy a usar esa execrable palabra, nación, construir. Es decir, no lo teníamos. No lo hemos tenido. Es un hacer contracorriente, frustrado de entrada. Y te está hablando un hombre de 75 años, que simplemente, en ese sentido, su máximo triunfo es reconocer su óptimo fracaso. No somos país. Seguimos haciéndolo. Tú, con tu entrevista, estás pretextando hacer país, más que entrevistar a Miguel von Dangel. Te estás haciendo tú, primero, y te estás ubicando dentro de una realidad, que se llama país. Y perdona que te voltee sin anestesia la tortilla, ¿ves por qué yo desconfío de las entrevistas? Aquí ha venido más de un carajete a hacerse su nombre con el loco de Petare, el gorila blanco. O los revolucionarios que salen después frustrados de aquí, o los grandes profesores universitarios de Comunicación. Y uno se pregunta, ¿qué buscaban en uno? ¿Yo soy el espejo de qué escatología? Y eso no tendría ningún valor si fuera yo, sino lo que representa el artista para este país. Es el demente Reverón. Es el marginal Bárbaro Rivas. Es el especular negativo. Lo que te permite decir: “Ese es el espejo, yo no”. Somos perversos en ese sentido. Eso te pasa por entrevistar a un viejo de 75 años que está saliendo del juego… ¿Qué? ¿Te hizo pensar eso? 

2. Todo se ha convertido en nada

Los perros del Maestro merodean por la casa. Otto ladra, se acerca, nos mira con especial atención. Pólux se ha echado a dormir en su cojín abrazado a su peluche, al que cuida con inusitado celo.

Acodados a la mesa de trabajo de Von Dangel hallamos materiales de diversa índole. Un inventario prolijo de pinturas, papeles rasgados, frascos alineados de tintas y remedios, tijeras, sacapuntas, lápices, dibujos en proceso en los que se adivinan delicados tonos pasteles, escarchas desgranadas como pequeñas constelaciones sobre una madera áspera e infinita, bocetos a lápiz, trazos desaforados en papeles, unos sobre otros, otros sobre los uno.

En el taller
En el taller

De pronto, pues ya daban las cinco, abrimos espacio suficiente para una bandeja con tazas humeantes de café y un quesillo preparado por Álvaro Mata. 

Reanudamos la conversación.

—Desde luego, Maestro… Sí me hizo pensar. Uno se siente, y sobre todo en este contexto, en un mundo previo a la invención de la brújula…

—No, para nada, este es un país que lo destruye todo… Y si inventamos la brújula, la destruye también.

—Ningún punto cardinal queda, ningún sentido de la orientación… —agregué.

—Todas aquellas referencias de la ciudad que yo tenía de niño… —El Maestro hizo una pausa y, en tono pedagógico, prosiguió—: En la avenida Francisco de Miranda, recién pavimentada en ese momento, mi mamá me montaba en unos de esos autobuses verdes que iban de Petare hasta Los Teques. Se pagaba un medio y yo tenía ocho años. El chófer me dejaba justo en la calle del colegio de Sabana Grande, el Humbolt probablemente. Todas las esquinas, todas las edificaciones, todas las referencias de la ciudad que yo tenía de niño, no existen hoy. Es decir, en ese sentido yo soy virgen a juro. Había una especie de quinta bucólica campestre en una calle cerca de una pollera en Chacao, la calle Mis Encantos. Esta casa, que tenía unos murales y quedó atrapada entre nuevas edificaciones, para mí representaba una referencia en las mañanas cuando transitaba por ahí y veía aquel paisaje mal pintado, sí, pero era una referencia. El Cine Lido donde veía las películas de Walt Disney y el mural que pintó el señor este de las chicharras, el francés Charles Ventrillon-Horber…, eso ya no existe, había que tumbarlo. ¿Para qué? ¿Para construir qué? Todo se ha convertido en nada. Ahora bien, cuando destruyes es porque estás escondiendo algo. No quieres dejar huella. 

—Es una manera de reescribir la historia. Incluso, ya se imparten en bachillerato versiones de la historia muy distintas a las que yo cursé hacia finales de los noventa…

—Siempre mi madre decía que lo más perverso que había era un profesor de escuela, o quienes escriben la historia precisamente. Recuerdo una anécdota de un muchacho humilde de por acá, a quien, en clases de sexto grado, le preguntaron qué era el bauhaus, y con eso jodieron a todo el salón. ¿Qué esconde el maestro que hace esa pregunta? Pues, su propia ignorancia. Tiene que lucirse ante los alumnos. Tiene que tener el poder para rasparlos. Y eso es lo que llamamos aquí gobernar. 

—Raspar a todo el mundo… —añadí.

Monte Fuji
Monte Fuji

3. Sentados sobre la bomba de tiempo

—Quería compartir con usted, Maestro, un par de frases que, de algún modo, son significativas para mí en su sentido de orientación, y tienen cierto vínculo con este diálogo y su obra. Enrique Bernardo Núñez en Una ojeada al mapa de Venezuela (1940) escribe: “ante todo, la tierra que tenemos delante reclama de nosotros una interpretación”.   

—Yo me iría hacia otra orilla: su novela Cubagua, por ejemplo, cuando el narrador está mirando hacia Cubagua, de alguna manera presiente Cubagua, pero él está todavía en Margarita, proyectando una irrealidad con la que después se va a ver envuelto.

—Y luego, ya en Cubagua, Leiziaga con un catalejo vislumbra en tierra firme una Venezuela del futuro, una serie de torres petroleras iluminando las costas, todo esto mientras se pregunta qué ha pasado en esa isla, qué se perdió en el tiempo y en el espacio, porque, de pronto, se convive con frailes crononautas provenientes de un pasado de hace 400 años.

—El problema es que habría caído en una trampa enorme, porque fíjate que trasciende porque se engulle de un pasado onírico, o de una pesadilla. Esa es la esencia del libro. Su proyección podría ser utópica, hacia adelante, no tiene la densidad.

—Quizá la imagen que más me intriga es la de Henry Stakelun, personaje que atraviesa La Asunción a bordo de un vehículo fabricado con partes de otros, un cacharro a lo Mad Max, de dos asientos con las llantas desgastadas que recorre a toda velocidad el camino del Tirano Aguirre cuando se dirigió a La Asunción. El hierro en la isla tiene pocas posibilidades de resistir. El salitre oxida la vida útil de las máquinas. Este trayecto lo cubre a duras penas. Y pienso, Maestro, en situaciones recurrentes que se viven a diario: si se te avería una nevera o un microondas, debes buscar piezas, repuestos de otros aparatos. Incluso, de marcas distintas u obsoletas que acaso encajen en el engranaje de esa maquinaria ya descompuesta. 

—Y si llevamos esta imagen a la estructura del cuerpo humano, de lo que somos, te lo digo porque soy una especie de clon raro, con pedazos mecánicos adentro, tengo válvulas y ganchos que me sostienen, pero llevándolo al término que nos interesa, a lo espiritual, lo intelectual, ¿no somos eso también? ¿Qué eran los marxistas de la época de la Revolución Mexicana? O en Venezuela, con Gómez, ¿no era una especie de mentira también todo eso?

—Prótesis de alma, de espíritu…

—Pedazos de cosas. Un materialismo científico. —El Maestro deja escapar una risa. Rasgó la solemnidad, la retuerce, la modela para hacerla suya, contraerla, contradecirla—. De Stalin y Gómez. Una especie de arroz con mango arrechísimo, ¿no? Ahora, el que actuaba en ese sentido, el Indio Tarazona de ese momento, ¿estaba más ubicado que el joven Jóvito Villalba? ¿Quién era el que estaba equivocado? ¿A la postre no estaban equivocados estos jóvenes que crearon esta vaina para que cayéramos otra vez en lo mismo? Yo no quisiera meterme con estos apóstoles, porque realmente los venero en cierta medida, no voy a despotricar en contra de los Jóvito Villalba o de los Rómulo Betancourt. Si terminamos de destruir eso, nos vamos a quedar con el culo pelado. No quisiera caer en eso, pero ¿fueron mentidos por las circunstancias o mintieron ellos en sus ansias de crear algo o de dar cuerpo a una estructura de hacer país?

Antes de procesar un argumento, ordenar mis ideas, responder, Miguel von Dangel ya tiene preparada otra pregunta:

—¿Tú crees que el discurso cultural político que podamos nosotros diseñar puede tener mayor efectividad y contundencia que la que tuvo el joven Rómulo Betancourt? ¿Tú crees? Claro, me vas a decir que son tiempos distintos. Pero vamos a ponernos de parte y parte. Yo te pudiera hablar de ciertos autores alemanes, un escritor como Ernst Jünger y el Tercer Reich, es lo mismo. Los artistas se lo dijeron a la gente. ¿Qué hicieron los expresionistas alemanes? ¿En qué ambiente lo hicieron? ¡En Berlín, pana!, en el centro del mundo cultural. Te recomiendo la película Cabaret (Bob Fosse, 1972), ¿con qué más claridad le puedes hablar a esta masa? Yo no quiero desesperanzarte totalmente, pero algo falló por ahí. 

—¿En qué momento ocurrió ese quiebre?

—Yo recuerdo que uno de esos tantos momentos pudo cristalizar en una especie de foro que hubo una vez en la galería Sotavento, en el que salió una artista que en ese momento tenía cierto renombre, de esas que aparecían de vez en cuando en las páginas literarias de los periódicos, de cuando los periódicos eran impresos, y se publicaba alguna entrevista. En fin, ella llegó con una pose muy de los ochenta, dijo, “yo no creo que los artistas tengan que cortarse la oreja para ser famosos”, y a mí se me ocurrió decirle, “oye, sí, porque Van Gogh gozaba una bola picándose las orejas”. Esos eran los artistas de los ochenta. O artistas que se dan el lujo en pleno anuncio del desastre que nos venía encima de pintar cuadrículas y cuadrículas y cuadrículas… Recuerdo a Roberto Obregón, que sufrió la crítica, eso lo digo por simpatía porque éramos amigos, que una vez Roberto Guevara le escribió, “rosas, rosas, rosas, ¡¿hasta cuándo coño rosas?!”, con toda la malicia, pero ¡es que era verdad! Podíamos darnos ese lujo. ¡Qué maravilla! Los dilemas no eran lo que estamos hablando… Tratar de canalizar esa angustia. Hacia 1998 en el Museo de Artes Visuales Alejandro Otero (Mavao), se publicó un libro sobre la diatriba entre Miguel Otero Silva y Alejandro Otero sobre el arte abstracto… ¡Coño, por Dios!, estábamos sentados sobre la bomba de tiempo… La responsabilidad. Ahora entiendes por qué te digo que ya a estas alturas es muy tarde… A lo hecho, pecho. Si este tipo de entrevista sirve para algo, espero que no sea para acelerar la nostalgia. Tal vez alguien pueda decir, coño, quizá haya jóvenes que puedan leerla y digan, pinga, no podemos caer en esa vaina otra vez

Dijo el Maestro:

—Entiéndeme, yo te podría tranquilamente plantear la entrevista desde otro punto de vista. Yo soy un artista más o menos bastante exitoso para el medio en que me desarrollé. Aunque hoy en día me puedo morir de hambre con mis cuadros, pero eso le está sucediendo a todos los pintores, me imagino, pero he sido un artista conocido, con buena crítica, aguda, interesante. Pude representar al país afuera. Un currículo que se deja ver y podría empatarme en esa nostalgia también. Si tuviera 10 años menos estaría madurito para irme a hacerle compañía a Carlos Zerpa en México, o irme a Estados Unidos y pedir estatus de refugiado político. Y no quedarme aquí refunfuñando mi amargura. Te hablo desde una posición que yo podría tranquilamente reivindicar como positiva, el trabajo realizado, y no ponerme en esta especie de jeremiada depresiva. Pero tengo que ser honesto.

Von Dangel me observa con luminosa intensidad, como si leyera mis pensamientos, adelantándose al tiempo y a las palabras. 

Dice:

—¿Qué estarán pensando los otros artistas en este momento? Yo le decía a mi madre que cómo era posible que durante el Tercer Reich ella no tuviera una posición más militante y ella me decía: “Lo único que pensábamos era en comer. ¿Qué comemos hoy?”. El hambre es un instrumento de poder. Llega un momento en que tú lo único que piensas es en qué voy a cocinar mañana. ¡U hoy!

—En la entrevista que le realiza Macky Arenas hacia 2014, usted insiste en eso. En educar, que esta situación es un parto, y que lo que vendrá será prometedor…

—Es que el muchacho está atravesado… El carajito me lo imagino hidrocefálico. Cabezón —risas.

—Los procesos en los países son lentos, no es un parto de nueve horas… 

—Tienes razón. Yo, por ejemplo, provengo de otro país, originariamente, por mis padres, y si ves lo que era Alemania, un desastre, y comparas con el país que hoy en día se ha erigido, y quiénes lo hicieron, los alemanes ciertamente, ¿no? Ahí, entre los gomecistas tenemos a Enrique Bernardo Núñez, a quien citaste, o Manuel Díaz Rodríguez.

—¡Alto gomecista también…! —exclamé con sarcasmo.

—Pero su literatura me interesa mucho. Y hace poco, Elisa, mi esposa, y yo lo redescubrimos.  Redescubrimos a Díaz Rodríguez. Yo diría con cierta ironía que yo tampoco quiero ser tan fariseo, como para descalificar a cuanto autor identificado con el régimen escriba más o menos bien, y pueda dejar una obra hecha que se pueda rescatar en el futuro. Porque el ser humano es susceptible a equivocarse ideológicamente. Además, tú no sabes cuánto pescador en río revuelto se vale de los disidentes. Por ejemplo, cuántos hacen la exaltación de un Reinaldo Arenas por homosexual y no por buen escritor, se agarran de eso para entonces hacer una promoción. Se te escapa de las manos. ¿Cómo admirar un individuo que está a merced de esas opiniones adversas?

“La vuelta hacia adentro”. Conversación con Miguel von Dangel
Retrato de Reverón

4. Deshablar: el arte canibaliza

—La otra frase que quería compartir con usted, Maestro, se encuentra en Carreteras nocturnas (2010), poemario de Igor Barreto, quien escribe, “toda línea que recorramos a pie será un mapa del cosmos”. Y la conecto con los nuevos datos suministrados por los telescopios de las agencias ESA y la Nasa que han cartografiado la Vía Láctea, me interesa eso: hoy en día la tecnología es capaz de mapear zonas a miles de años luz de distancia. Territorios que quizá la humanidad jamás llegue a ellos. 

—Recomiendo la lectura de Giordano Bruno, notable astrónomo napolitano condenado a muerte. Las correspondencias, el término clave es correspondencia. Y los egipcios lo tenían muy claro. Por ejemplo, El Nilo como representación de la Vía Láctea. Entonces, ubicaban las estrellas y las principales constelaciones y, a partir de allí, construían las pirámides y hallaban la correspondencia para poder transcender posteriormente hacia la muerte. 

—Su respuesta me hace retomar un tema que ya había asomado al inicio de esta conversación: la originalidad. Gaudí comentaba que la originalidad era precisamente eso, volver al origen. De ninguna manera atrevernos a cortar esa línea, ese cordón umbilical que nos une a nuestros maestros originarios. 

—Y tampoco se debe ser tan original como Jesús Soto cuando descubre a los filósofos griegos que hablaban del panta rei, “todo fluye”, de Heráclito. Pero, de todas formas, habría que dar las claves. Yo creo que hay un problema de honestidad. ¡Da las claves! Pasa el dato. ¿De qué te sirve? ¿Qué te vas a llevar? La honestidad es una cosa que puede llegar a ser ambigua, pero la cohonestidad es lo que precisamente conforma. En ese sentido, hay que saber ser generoso. 

—Hace un par de semanas me topé con un vídeo de Veritasium, canal de YouTube dedicado a la ciencia. En él se hablaba de la trama de causas y consecuencias que se sincronizan para que determinada persona sea o no exitosa, apoyándose en numerosas estadísticas, factores, cálculos matemáticos, incluso la suerte. Y concluyen que, en efecto, la suerte juega un rol importante en el éxito alcanzado. Esa dosis de azar. Y me interesa la manera en la que usted recuerda cómo se encontró con sus maestros en la escuela Cristóbal Rojas, luego su amistad con Bárbaro Rivas, o aquel día en que regresaba a casa después de compartir con un amigo y se consigue con un perro muerto en la acera… Esas casualidades del destino que lo llevaron a crear una obra que impulsa lo que vendrá. Ciertos puntos de azar se concatenaron…

—En otra época era el regalo de los dioses, inspiración de los espíritus protectores. Yo no sé si gente como Rimbaud era más sabio y dejaron de serlo luego de haber cumplido 20 años. Porque uno cayó en la trampa de estar tratando de superarse, o de superar lo que uno fue permanentemente, y eso es muy agotador. Lo que pasa es que quizá me faltaron los cojones de suicidarme en África traficando con esclavos y buscándome una sífilis incurable o algo así. Lo intenté, pero obviamente no lo logré. Pasé por situaciones que no vienen al caso mencionar. Pero lo que sí te digo, es que se caracterizaron por una autodestructividad permanente, punitiva. Al punto de llegar a confundir el arte con la autodestrucción. Es la droga más fuerte que hay si lo tomas en serio. Y hay que tener cuidado con eso. Allí tenemos la anécdota que cuenta un acucioso investigador y biógrafo de Hölderlin. El poeta recibió una visita en su torre del río Neckar, en Tubinga, Alemania, y cuando el visitante comenzó a hojear el libraco que Hölderlin tenía en su mesa, el Hiperión, sintió cómo el poeta se le acercaba por detrás y le susurró: “Tenga cuidado. Hay libros que canibalizan”. De inmediato, el hombre dejó el libro tranquilo. Y sí. El arte canibaliza. ¿No te das cuenta de que el arte a sus más conspicuos cultivadores los vuelve mierda? Los enloquece. Los suicida. Los atormenta. Les plantea siempre parámetros más altos de los que pueden alcanzar hasta que revientan como las chicharras. Esa idea del arte que sana, manejada, por cierto, por Claudio Perna, “el arte sanador”, “artesanía”, decía él, es de los pequeño-burgueses, del arte benevolente. El arte exige sus propios derechos por su esencia propia. Eso de “quítate el cáncer y pinta tu cuadrito”, ¡no me jodas! Lo más probable es que el artista se busque el cáncer porque pinta. Porque se contamina y se expone. Tú no puedes jugar a la hybris y ser intérprete de la expresión de los demonios, de los daimon, y al mismo tiempo ser un hombre feliz, marcar tarjeta y llegar a tu casa. A lo sumo, si lo vas a manejar en tu entrevista, manéjalo como una interpretación del heroísmo en negativo. Oscuro. Lacerante. Yo traté durante toda mi vida y creo que (casi casi) lo logré, de que en mi vida de padre mi hija, ni por el carajo, se metiera a artista. Que no se le ocurriera. Es una garantía de la infelicidad. Y lo poquito que se llevó consigo ya es suficiente carga para ella. Creo que lo logré porque ella educa a sus hijos diciéndoles “¡ah, la piñata!, ¡quedó de maravilla!, vamos a hacer una piñata así bonita, mami; y ella, m’hija, que no, cáele a palos y recoge los caramelitos”.

—Javier Marías, un autor que suele ir al origen y pasar el dato, en Tu rostro mañana (2001) reitera una frase, “las cosas no existen hasta que se las nombra”. Una taxonomía inicial… Cuando su hija estaba pequeña y empezaba a descubrir las palabras, ¿cómo fue ese proceso? Su relación con ella. 

—Del Génesis, de allí viene la frase de Marías. Adán le va a dar nombre a las cosas, ese es su trabajo… A mí me quitaron a Salomé con 2 años de edad y me la devolvieron con 8. Ya hablaba. Tú tocas ese tema y es interesante. Porque todo el mundo parte de la base de que uno aprende a hablar. Nadie se plantea que, quizás, lo que intentamos es “deshablar” el desastre que existe alrededor de uno y que le imponen a uno. Todo el mundo habla. Uno está expuesto a la verborrea de los demás. Empezando por la madre y el típico eso no se llama así; coño, deja que el tipo haga sus propios nombres para el mundo. Si alguien es capaz de crear palabras son los niños. Los neologismos que inventan son maravillosos. Entonces, inmediatamente los corregimos. Déjalo tranquilo, pana. Además, la palabra es terrible. Es horrorosa. Es mortal. Lo que rompe lo paradisíaco, el statu quo en que nacemos, es la palabra.

—“El lenguaje es un virus que anida en la mente humana”, diría William Burroughs.

—Totalmente. Aunque no nos metíamos lo mismo, estoy de acuerdo con él.

La carcajada grupal sacudió a Pólux de su siesta. El viejo sabueso se orilló a los pies del Maestro. 

Cuadernos del desespero
Cuadernos de El Desesperanto

Ordenados en varios anaqueles, se resguardan los libros de El Desesperanto. La serie propone lo contrario al Esperanto, el idioma universal concebido por el lingüista judío Ludwik Zamenhof. Hallamos en las páginas de El Desesperanto, escribe Eddy Reyes Torres, “Un lenguaje hermético, secreto, que evade su posible difusión y que solo pueden entender aquellos que tienen las claves del mismo”. Elisa Zambrano, con laboriosa disciplina, ha barnizado esta serie que Miguel von Dangel inició en 2002 y alcanzó cien tomos exactos. El artista califica este proceso creativo como un “nuevo modo de hacer literatura sin riesgos ni correr peligros la propia integridad”. 

—Una de las propuestas artísticas que más me han impactado en la vida son precisamente sus Desesperantos… Aunque es la última pregunta que tenía… 

—Déjame acotarte una cosita, antes de llegar a ese punto. Quizá yo soy un artista plástico porque precisamente no soy un artista de la palabra. El problema es que siempre busco hacerlas coincidir. Fíjate que los pintores tenemos una manera de construir las frases, somos eidéticos, tenemos la imagen total de las cosas, no somos lineales en el desglose del verbo. Es decir, es un momento. Y tratamos de hacer coincidir eso con lo otro. Y ese patuque es bien interesante porque nos define. Quizá incluso esto te dé una explicación de por qué hemos llegado, después de dos mil años, por decirte lo menos, porque lo más probable sea decir después de veinte mil años, a la abstracción, a la deconstrucción de la imagen para reconstruirla con la palabra. Y fíjate que son las últimas tendencias de la plástica, ¿no? Volver al verbo, la palabra, la escritura. Grabar el nombre, la letra. ¡Interesante!, que después de veinte mil años volvamos a eso. Desde luego, esto te lo digo desde la especulación. 

—Darles nombre a las cosas… Me pareció curioso que una especie de alacrán descubierta hace algunos años fue bautizado con su nombre. 

—Se trató de una gentileza de parte del profesor Manuel Ángel González Sponga, que en paz descanse, quien tuvo la cortesía de agarrar a un neófito en esa materia y llamarlo con el nombre de uno. Quizá se lo hubiera puesto a un animal más amable… O sea. —risas precipitadas—. Un chivito, una lapa, pero ¡un alacrán…! —todos los presentes reímos—. Los alacranes son realmente animales muy interesantes. Harina de otro costal. 

—Esto me lleva a pensar en sus años en el oficio de la taxidermia y en lo que se plantea hoy en día. Hace pocos meses escribí una crónica sobre la joven taxidermista venezolana Endmar Lucelen. Ella visualiza un futuro en la taxidermia en la que no solo se aspire a preservar el animal que ya fue, su piel, su dermis, ahora se plantea que esa estructura se mueva y, de pronto, en algunos años, no solo se mueva de manera autónoma, sino que actúe, gracias a la inteligencia artificial, como actuaba en vida. La preservación de la esencia del animal, aunque mecánica e informática…

—No he seguido el desarrollo de esa disciplina, digamos, pero sabes qué cosas muy puntuales me gustaría desarrollar, aunque no sé cómo hacerlo, es, por ejemplo, la noción del poder en el artista. Es algo enfermo, el hecho de empoderarnos sobre las cosas. 

—Como el profesor que raspa porque sí…

—Sí, pero aquí tiene la capacidad de formarlo, de hacerlo, que va más allá, de preservarlo, pero bajo las premisas de tu conocimiento. Porque si no, se pudre. Y darle el movimiento y carácter que tú quieres darle. La agresividad o la pasividad. Una especie de fabricante de títeres. Más que el titiritero, incluso. Pero eso tiene un nombre, los griegos se lo asignaban a los que se creían dioses. Jugar a Dios. El problema es que si no tienes Dios, como sucede en este tipo de sociedad de hoy en día, es muy fácil que tú te creas Dios. Y estamos jodidos. Porque te conviertes en delincuente. Todos estos políticos son eso. Nosotros somos el cuerpo que ellos están embalsamando. Nosotros somos la piel que ellos están modelando. Hay una frase de Jorge Eliécer Gaitán muy bella. En el lugar donde lo asesinan, hay una placa. Vale la pena recuperarla, donde él habla del político como escultor, como esculpidor de las masas. En sus palabras, Gaitán se convierte en escultor. No en el dictador que moldea.

—¡Qué manera de hablar sobre el poder, Maestro! —exclamé.

Cuadernos del desespero
Cuadernos de El Desesperanto

—Para nosotros, sin querer queriendo, para citar a otro notable latinoamericano —ríe con ironía—, el trabajo es ese. Hay un retrato que le hace Reverón a Boulton que es de antología. Lo pinta con una camisita y unas florecitas, ¡Amaneradísimo! Después te enteras del proceso histórico. Lo que Reverón en realidad hacía era afrentar a Boulton. Porque coincide en el momento en que se acababa la relación entre ellos. Reverón le está diciendo, “mira, no seas tan cretino”. Y es también el comportamiento del crítico, no del buen crítico, sino del crítico que se apodera del artista. O del objeto, hoy en día. Porque hoy el artista está en función de un instrumento en manos de un jugador. Y todo eso se traduce en el poder. Y no hay que confundir eso con el “si yo te doy comida, soy bueno contigo”. Estoy ejerciendo el poder porque yo tengo el control de la comida que te estoy dando. Eso es lo que precisamente convierte a Gaitán en un gran pensador político. O a Fidel Castro en un hijo de puta. Exactamente eso. Esa es la pequeña diferencia.

5. La vuelta hacia adentro

En El pensamiento de la imagen y otros ensayos, Von Dangel reflexiona sobre numerosos aspectos del arte y la creación. Uno de los apartados se lo dedica a las transgresiones. Se lee: “Inusualmente algún genio quebrantará las normas que nos ocupa, pero inexorablemente pagará el precio de su excepcionalidad, en su defecto, quienes saldarán el costo de la genialidad de algunos pocos, serán la legión de mediocres y algunos engreídos fatuos que tampoco entenderán los designios del daemonium”.

Stigmatas
Stigmatas 

Miguel von Dangel retoma la palabra. 

—Hay que tener confianza en esa fuerza que te inhibe a hacer ciertas cosas sin que tú lo sepas, y tú luchas con ese daimon, y de esa lucha es de donde surge la obra. La obra no sale de tu genialidad. Ese daimon no se va a identificar contigo, ese daimon no va a decir “yo soy el escritor de El capital de Marx”, o “yo soy el escritor del Libro de Jeremías en La Biblia”, no, el daimon se protege, es una anguila. Él no se va a dejar agarrar por ti. Él te está utilizando y tú tienes que acatarlo, aunque te dé la gran arrechera del mundo, aunque sufras como un animal, él es quien manda. Recuerdo el cuento de Sócrates de cuando era hoplita, especie de ciudadano-soldado. Un compañero lo abordó, cuenta Sócrates, ¿qué hace allí solo?, le pregunta, bajo ese techito y con esta lluvia. Te está esperando la tropa. Y Sócrates le responde: “Es que vino el compañero a visitarme”. Allí estaba. Con su daimon. Su compañero. El daimon, que te flagela. Es Jacob con el ángel. Yo no te abandono al menos que me bendigas. Eso le cuesta la salud física, porque el ángel lo sacude y le rompe la coyuntura de la columna. Jacob era cojo. Pero nunca falta quien te pregunte, ¿tú crees en Dios? ¿Y tú eres místico o religioso acaso? Eso es muy difícil. Para poder creer hay que dejar de saber. Tienes que romper todo el conocimiento. Y tú tan irrespetuoso que eres con Dios, y no, para nada, es que tiene que ser, ese carajo exige eso. Porque si no, a los tibios los escupe de su boca. Le da asco.

—No son pocas las congregaciones que buscan nuevos miembros para sus cultos. Muchas afirman que estamos condenados a ser felices. 

—¡Qué fastidio! Ni Aldous Huxley con su Mundo feliz, y sus Soma, las cápsulas que se metían los personajes. 

—Y esa postura contradice lo que sostiene, “no existe arte feliz”, o forjado con felicidad.

—Para el artista no… El artista sufre del síndrome de Moisés, que puede ver la Tierra Prometida desde lejos, pero él no puede alcanzarla. Condición sine qua non, porque, de lo contrario, no la va a ir a buscar tampoco. Vas a ser un imbécil feliz. La gasolina que impulsa a estos personajes es su infelicidad, o su intranquilidad por decir lo menos. Su desasosiego, como diría Pessoa…

—Justamente la siguiente pregunta que tenía surgía del Libro del desasosiego de Pessoa, quien en algún punto de esa obra escribe que el arte y la poesía, tanto como la ciencia, aspiran a descifrar los misterios del universo. Ha buscado desentrañar un enigma o alguno se le ha revelado inesperadamente. 

—Lo que pasa conmigo es que ya yo estoy muy viejo para estar esperando nada. Ese es el desencanto, que es lo último que me queda. Es un desencanto absoluto. Sigo manejando la tesis de que tengo que asimilar la fe en Dios. Yo no puedo seguirme mintiendo en el sentido de “yo sí creo en Dios y soy feliz con eso”, y cada vez tengo más dudas. Pero por eso es que cada vez tengo mayor fe. Porque no tengo otra salida, pana. Es el desespero total. Yo vengo de 17 intervenciones quirúrgicas, con anestesia total, casi me morí en una de ellas por asfixia, afortunadamente, los médicos reaccionaron a tiempo. Yo tengo el terror cada vez que me acuesto de volver a vivir esa experiencia. No me estoy proyectando heroicamente, no. La vaina es una cagada. La vida es una mierda. Y yo no puedo tolerarlo. En la medida de lo posible, de ese desencanto, yo tengo que sacar la energía para seguir viviendo. Y, entonces, ahora me constato que para mi forma de ver las cosas eso es altamente meritorio. O en todo caso, al menos es honesto.

Miguel von Dangel me observó con genuino convencimiento. 

—También quería preguntarle sobre… —El Maestro me interrumpió.

Dijo:

La vida es bella (1997), la película de Roberto Benigni, que felizmente no quise ver. No joda, chico, ese argumento de un individuo que está en un campo de concentración y le dice a su hijo que… Claro, ¿qué le vas a decir al niño? Por lo menos, no le digas nada. Porque todo lo que viven es una cagada. Yo no sé cómo termina la película… Pero ya me imagino que, si sobreviven, el niño va a decir que el campo de concentración era una maravilla. Porque los niños son así. 

En Miguel von Dangel, el niño (1994), el artista concibe la infancia así: “Prefiero lo prenatal, el caos (…). La infancia es una canción que se desvanece. De todas maneras, la mía no es la infancia del Niño Jesús. Lejos de eso. Ninguna infancia lo es”. 

Von Dangel fija su mirada en algún punto impreciso. 

Dijo:

—Yo me crie con mis padres en un barrio de Petare. Fui el musiuito de la partida. Terrible. Sobreviví de vaina. ¿Quieres que haga la apología? Sí hay una responsabilidad con la clase social, logré felizmente fusionar eso con mi visión del cristianismo y con cierta visión social-demócrata, ya que tuve acceso a ella a través de las enseñanzas de mi madre. Pero ¿hacer la apología del barrio? No quiero una sociedad con barrios. Ahora, la gente de los barrios sí que es una maravilla. Que todo lo que he vivido ha sido mágico y maravilloso, pues sí. Pero de que yo quiera eso para un hijo mío, no, no lo quiero. Como tampoco quiero la clase media, desde luego. Que sea de criterio de otro tenor. 

—Como la ficción, nuestra ciudad cuenta una historia. La ciudad habla a través de sus edificaciones, pasillos, veredas, plazas, paradas, escaleras, balcones, aceras y pasarelas con sentido narrativo. ¿Con cuáles parámetros de ingeniería civil y humanidad construiríamos una suerte de Ciudad de Dios? Puentes y calles que promuevan la trama de las historias del porvenir.

—Genialmente, te lo debo reconocer, estás cerrando el ciclo de tus preguntas. Ahora empiezo a decirte yo entonces, vamos a construir la utopía… Vamos a caer en la misma vaina. Pero no nos queda de otra. En este lugar y cómo están planteadas las cosas, yo creo que una buena dosis de pesimismo nos cae bien. Ya que planteamos la utopía, creo que es tiempo de la construcción. Es tiempo también de cerrar con una línea y ver realmente qué tenemos. No tenemos nada. 

Con mística sobriedad, dijo el Maestro:

—Si tú me preguntaras, como hombre viejo que soy, te respondería: ¿por qué no te planteas la búsqueda dentro de ti? Dentro de tus pensamientos, dentro de tu corazón. Y dejas que este desastre se termine de hundir. Porque en estas circunstancias lo que prevalece es eso. Estamos saliendo de la Edad Media oscura y los cuatro pensadores escribían en su escritorio en sus monasterios oscuros, románicos. Aquellas paredes eran así de gruesas. —El Maestro, extendiendo los brazos, indica un ancho de medio metro—.  De ese modo los bárbaros no terminarían de destruir los poquitos textos teosocráticos de los filósofos que existían todavía, los vestigios de algo para poder construir. Después sobre ellos se levantó Occidente, toda la cultura. Es decir, la vuelta hacia adentro. No hay de otra. Para mí, otra forma no existe. 

6. Escapulario

Las horas de la tarde se escapaban de la casa de Miguel von Dangel. 

Un largo y estrecho corredor conduce hacia la salida. Cruzarlo da una sensación similar a explorar un templo de alguna civilización desconocida, mística, perdida entre las capas geológicas de las Eras. En una de sus altísimas paredes, de unos cinco metros, cuelgan las obras El retrato de mi madre y 11 de abril de 2002. Estas proyectan sombras retorcidas en la pared contraria, en el suelo, en tu piel, en ti mismo. Una trama de claroscuros que nos invitaba a descifrar los códigos ocultos de estas voluminosas piezas. El drama colectivo en la parte superior, 11 de abril de 2002; lo psiconalítico frente a nosotros, El retrato de mi madre

Nos despedimos del artista y su esposa.

Acordamos vernos pronto para compartir otra tarde memorable, perenne; y revisar la entrevista, pulir, quitar, borrar, incluir, transfigurar un poco el texto desde la pulcritud de un presente que examina lo dicho con suprema discreción. Con ese “cuidado que hay que tener hoy en día” que el Maestro había dejado caer en la conversación como si se tratase de algunos de aquellos soldaditos de plomo que le dejó su padre en herencia.

A pocos pasos de alcanzar la esquina que conecta la calle El Dorado con la avenida Francisco de Miranda y tomar el trayecto que nos guiará hacia el Metro, Álvaro Mata me recuerda que nos giremos, que Miguel no se adentrará en su casa hasta decir adiós desde su puerta. Con efusividad, agitamos nuestros brazos y nos despedimos. 

Miguel, en instantánea respuesta, alzó el suyo y agitó sus manos con tal ímpetu que, en lugar de despedirse, más bien pretendía reubicar esa nube que se hundía en El Ávila. Una nube de un plateado lunar semejante al que descubrimos en algunas de sus obras. En esa fugaz aunque vehemente despedida, parecía ensamblar un nuevo paisaje con todos los elementos a su alrededor, intervenirlo entre láminas y mapas que postulasen un nuevo orden sideral, desde allí, desde el punto de partida del universo que creó: su monumental obra artística.

***

El pasado 25 de julio, en horas de la madrugada, Miguel von Dangel falleció

En diciembre pasado, Álvaro Mata me obsequió uno de las decenas de escapularios que Miguel von Dangel dibujó a finales de 2020. Estos los han ido ofrendando a sus amigos. Hoy, este escapulario cuelga de una esquina de mi biblioteca. Gravita entre lecturas y tareas pendientes. Después de esta conversación con Miguel von Dangel, he añadido una más: la comunión de objetivos, desde lo que me toca, de trabajar por ese país esquivo, volátil, que no se ha sabido hacer.

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