• El escritor venezolano, residenciado en Málaga, España, conversó con el equipo de El Diario sobre su más reciente novela titulada Simpatía y sobres sus percepciones ante el contexto actual de Venezuela. Foto principal: EFE

Rodrigo Blanco Calderón es uno de los autores más reconocidos de la literatura venezolana en la contemporaneidad. Su obra, dividida entre el ensayo, el cuento y la novela, permite hilar, aunque bajo un camino tenebroso y repleto de vertientes, una preocupación constante sobre la transformación de Venezuela en los últimos 20 años. 

Simpatía (2021) es su segunda novela, después de la aclamada The Night (2016), en la que se puede analizar un encuentro con cierta esencialidad humana detonada por la presencia de un perro, desde las acciones más horripilantes de una bota militar en su arribo represivo, hasta la calidez de un lenguetazo en un momento de tristeza. El hocico de los perros se inmiscuye en el relato para dar cuenta de la interiorización de los personajes, de sus carencias y, a su vez, de su bienaventuranza. De esta manera, los signos de lo perruno, como explica Rodrigo, permiten conectar las distintas etapas de la historia. 

Asimismo, Rodrigo Blanco Calderón ha publicado los libros de cuentos Una larga fila de hombres (2005), Los Invencibles (2007), Las rayas (2011), Los terneros (2018) y Emuntorios (2018). Su primera novela, The Night, lo hizo acreedor de la III Bienal Mario Vargas Llosa. Su obra es un faro que ronda alrededor de un cráter oscuro y profundo para apuntar a los detalles de la primera explosión. 

Calderón explica que su preocupación literaria está dirigida a la visión panorámica de un periodo traumático que, por los momentos, no encuentra respuesta.

Y, aunque de una u otra manera, todo gira en torno a la tragedia de estos últimos 20 años, también hay un intento de asimilación del hecho que el país cambió para siempre y hay que aceptarlo”, agrega en exclusiva para El Diario.
Simpatía de Rodrigo Blanco Calderón
Foto cortesía

Uno de los puntos más interesantes de la novela es su consideración interna de los matices de un conflicto colectivo. En ese caso, ¿cuál fue el detonante para la idea de la novela?

—El detonante fue la unión de dos circunstancias: una de ellas fue la circunstancia de que mi esposa y yo, en París, nos pusimos a cuidar perros como una manera de tener un ingreso extra y en paralelo lo que ocurría en Venezuela como una consecuencia del éxodo masivo que era -y sigue ocurriendo- el abandono masivo de perros. Yo me mantuve informado porque mi familia creó una fundación para encontrarle hogar a esos perros abandonados. Esas dos circunstancias tan distintas, pero conectadas por el elemento de lo perruno, fue el disparador. 

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¿Cuál es la función del perro en el relato, su existencia puede desencadenar cierta pureza humana?

—Yo sabía que, temáticamente, estaba escribiendo una novela sobre perros, pero se fue cargando de muchos sentidos. Hay un sentido colectivo, aquel ligado al abandono de los perros en Venezuela, que termina siendo una metáfora muy clara del deterioro de ciertos sectores de la sociedad que pudiendo emigrar, en circunstancias siempre difíciles pero no dramáticas, deciden abandonar de la manera más cobarde a sus mascotas. Hay ahí una especie de declaración de impiedad que te dice que hay un daño muy profundo. No importa hacia dónde emigre esa familia ni qué calidad de vida logre tener, si fueron capaces de hacer semejante sacrificio y acto de crueldad hay una especie de mancha que acompaña su camino. 

Pero también, por ejemplo, en el caso de mi cercanía con los perros que viví en París se formaba una relación más personal, individual, y que tocaba otras fibras. Hubo un perro en particular que nos tocó cuidar: inmenso, bellísimo, con una personalidad muy fuerte. A mí me transmitió una sensación un poco mística. Yo siempre he sido agnóstico con ese tema y, por primera vez, viendo a ese perro tuve una ligera sospecha divina.

Si Dios existe, muy probablemente se pueda expresar a través de animales como los perros. Y, bueno, a partir de esas dos coordenadas se van aflorando nuevos significados sobre los perros.

Rodrigo Blanco
Foto: EFE

El personaje de Ulises replantea los núcleos familiares, los vínculos amorosos, al no reconocerlos por su orfandad. Esto permite que los demás personajes, a su vez, también se replanteen sus vínculos emocionales. En este caso, ya que la novela tiene como contexto a Venezuela, ¿ese replanteo emocional es parte de la fractura existente en los últimos años? 

—En principio, yo planteé a Ulises como un personaje que sería lo más parecido a un perrito abandonado. Un huérfano que crece sin saber lo que es una familia y, que más bien, en su comportamiento con los demás refleja esa carencia, pero también sus ganas de subsanarlas. A partir de este personaje tan particular la novela, sin darme cuenta, terminó problematizando las relaciones familiares. La novela anuncia que, quizás, Ulises pudo haber tenido mucha más afinidad con su suegro -el general Ayala- que los propios hijos. A veces los lazos de sangre no bastan para generar un vínculo fuerte y una familia solidaria. La metáfora del abandono se fue cargando de sentido con el avance de la novela. Por supuesto, quedan lecturas más generales como el abandono del propio país y cómo se descoyuntan las familias venezolanas, pero no fue nada planificado, aunque entiendo que son lecturas plausibles. 

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Ahora, la lectura de Simpatía, aunque es un relato más íntimo, me hizo conectar con una serie de emociones universales, sobre todo en el caso de Venezuela. ¿Crees que el hecho de narrar “puertas adentro” permite una identificación más notable en algunos lectores? 

—No puedo saberlo, pero guiándome por algunas reacciones de lectura, creo que en la medida que, para usar una imagen cinematográfica, la cámara del narrador se enfoque en sus personajes y sus relaciones se tiene una mayor oportunidad de tocar elementos humanos que son comunes independientemente de la sociedad. Quizás esos puentes entre lo particular y lo general están representados en experiencias masivas como el cine, la televisión o la propia literatura. Fíjate la afinidad que tienen algunos personajes con las películas de El Padrino y el Ladrón de Bicicletas o la presencia de Elizabeth Von Arnim que termina generando un puente insospechado entre Nadine y la esposa del general Ayala, que al momento de los acontecimientos ya ha fallecido. Entonces, creo que eso sucede en general con la literatura, la música y el arte; permite conectar a personas de distintas sociedades, épocas y edades.

En la novela me llamó la atención el personaje de Segovia: su vejez, su carga migratoria y, sobre todo, como “un árbol que quiere hablar”. ¿Cómo fue la construcción de este personaje?

—El personaje de Segovia aparece porque hay ciertos subgéneros narrativos que vienen acompañados con cierto tipo de personajes. Por ejemplo, cuando escribes una novela que sucede en una casa familiar muy grande ese relato viene acompañado de los trabajadores de ese lugar: señoras de servicio, jardineros, entre otros. Estos son los que terminan siendo el registro de los secretos que guarda la casa. En mi novela Segovia y la señora Carmen son los personajes que han permanecido más tiempo en la casa y conocen las historias que no conocen los nuevos habitantes. Tienen una función crucial al final para intentar amarrar los hilos narrativos. Por eso mismo, quizás inconscientemente Segovia tiene las características de un verdadero narrador: calla y escucha. 

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Ahora, hablando un poco sobre tu experiencia en Málaga, España, me gustaría preguntarte si tu estancia allí ha modificado, de alguna manera, tu lenguaje literario o tu manera de aproximarse a una novela. 

—La verdad, hasta ahora, me da la impresión que no ha pasado tanto. Incluso, Simpatía la escribí en París, donde mi español venezolano estaba bastante encapsulado y cuidado, porque allá hablaba en francés. Habría que ver si en mis nuevos textos se notan ciertos modismos del lenguaje de acá. No son cosas que me interesen demasiado: si pasan me parecen naturales. 

¿Y cómo ha sido tu encuentro con la cultura malagueña y española en general? 

—Mira, la verdad que estoy contentísimo en España. Lo digo cada vez que puedo: creo que este es el mejor país del mundo para vivir en términos de costo y calidad de vida. Además, que es un país con una diversidad regional impresionante; tiene tantos países dentro de un mismo país que, de verdad, es un lujo poder vivir en Málaga y tomar un tren para Madrid o tomar un avión e ir a Galicia y percibir sus diferencias, pero también sus parecidos. Algo que quizás un extranjero puede notar, porque entre los españoles perciben sus diferencias, pero uno es capaz de ver una característica española común que me parece muy interesante. En España la migración, sobre todo latinoamericana, es muy interesante: es como encontrarse en otro espacio y descubrir quiénes somos ahora. 

Rodrigo Blanco Calderón: “Si Dios existe, muy probablemente se pueda expresar a través de animales como los perros”
Foto: Francis Silva

Ahora, con varios años fuera de Venezuela y con distintas etapas migratorias, primero en Francia y ahora en España, me gustaría preguntarte: ¿Cuál es tu perspectiva del país en este momento? ¿Y, además, sigue siendo un contexto factible para ambientar tus historias? 

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—Con respecto a la realidad política del país soy bastante pesimista. Creo que la dictadura se ha establecido finalmente y seguirá así por muchos años. Espero equivocarme. Y, la verdad, ya no forma parte de mis pensamientos más allá de lo inmediato y lo importante para mí: mi familia que sigue allá. Ahora, literariamente no cambia mucho tampoco porque gran parte de lo que estoy escribiendo desde hace años y que probablemente publique en los próximos 5 o 10 años tiene que ver con Venezuela, pero desde distintos puntos de vista. Y, aunque de una u otra manera, todo gira en torno a la tragedia de estos últimos 20 años, también hay un intento de asimilación del hecho que el país cambió para siempre y hay que aceptarlo. 

¿Y cuáles son los distintos puntos de tus nuevos proyectos de escritura? 

—Bueno, son como muchas variantes: tanto historias que suceden antes de la llegada del chavismo, como historias que se proyectan en un futuro distópico en el cual el país ya no existe, que se plantean en realidades paralelas como qué hubiera pasado si Chávez nunca hubiese llegado al poder o si Chávez no ha muerto y sigue gobernando. Al final, es como ir cambiando posiciones alrededor de un cráter, de algo que pasó y marcó la vida de todos.

—Para cerrar el tema venezolano, me gustaría conversar contigo sobre el recuerdo del Golpe de Estado de 2002, que hace poco cumplió 20 años. ¿Cómo viviste ese suceso y cómo se ha modificado el país y su identidad desde ese momento? 

—Ese día estaba, como mucha gente, en la marcha. Tuve la suerte de que cuando estaba por entrar a la avenida Baralt la gente se estaba regresando porque había comenzado el tiroteo. Me salvé de vivir la parte más dramática de esa marcha. Tiene la misma condición de quiebre para el país que el Caracazo, el 27 de febrero de 1987. La verdad sorprende que haya pasado tanto; creo que, como muchos venezolanos, me fui alejando emocionalmente de esa fecha, porque la sufrimos bastante los primeros años. Quedará allí hasta que vuelva la democracia y será parte de esos traumas colectivos. 

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