La ópera es el Ave Fénix más fallido de Venezuela. Desde que tengo memoria se ha intentado de innumerables formas hacer de ella un arte estable, como lograron hacerlo Vicente Emilio Sojo y José Antonio Abreu con las orquestas sinfónicas, como intentaron, mientras estuvieron activos, Zhandra Rodríguez, Adriana Urdaneta y Vicente Nebrada, con la danza y el ballet. Las primeras han llegado a ser orgullo internacional, los segundos corrieron la misma suerte que el país en la marabunta de la Revolución Bolivariana, pero la ópera es algo así como el equipo de Beisbol de los Tiburones de La Guaira desde hace cuarenta años: perseverante y heroico, pero no gana una.

A Juan Vicente Gómez le gustaba la ópera, y por ello aupaba las regulares visitas de la afamada compañía Bracale que traía a este lado occidental del mundo a las voces más rutilantes de comienzos de siglo. Hacia mediados de esa vigésima centuria, aparecieron brillantes singularidades, como Lucrecia Manzano y Fedora Alemán, pero no eran suficientes para motorizar una ópera nacional ni las dictaduras de entonces estaban muy interesadas en ello. Otras individualidades durante la década de los años 60 volvieron a intentarlo, pero con escaso apoyo oficial y privado. En la década de los 70 se funda la Opera Metropolitana de Caracas, a quienes debemos quizás las temporadas de arte lírico más espectaculares del último medio siglo, pero era más una empresa que contrataba cantantes y producciones extranjeras y solo esporádicamente produjo ópera con talento venezolano. Semejante credo tenía la Fundación Teresa Carreño que se repartía, con la primera, el Teatro Municipal en la década de los 80. Por fin se inaugura el Teatro Teresa Carreño (TTC), pero la historia de las producciones de ópera en él fue lenta, larga y desigual. Sin embargo, por primera vez y de manera sostenida durante más de 10 años, logramos Opera Made in Venezuela, con cantantes, orquestas, directores musicales, de escena, escenografía, vestuario y producciones absolutamente vernáculas. A ello se sumo la creación oficial de la Compañía Nacional de Ópera Alfredo Sadel que rescató títulos y produjo interesantes espectáculos de lírica, opereta y zarzuela. El auge fue tal que hasta los compositores del patio se animaron a estrenar nuevos títulos con notable éxito en buena parte de los casos. 

Pero llegó la Revolución y mandó a parar: los montajes se repetían ad absurdum, los títulos no se renovaban, la ópera tuvo que emigrar del TTC convertido en cascarón de la oligarquía bolivariana y sus actos de grado. Con los montajes emigraron, pero fuera del país, los cantantes y los directores musicales. La esperanza de vivir de hacer música profesionalmente que sus maestros habían disfrutado se extinguía inevitablemente para ellos. Finalmente llegó la pandemia y con ella el más pavoroso de los  silencios. No había ópera ni quien la cantara, ni quien pagara por ella, ni quien la dirigiera, ni teatro donde albergarla. El hermoso monumento de Los Caobos había quedado en tan lamentable estado que hasta los espectáculos políticos del régimen se mudaron a otros espacios.

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Una nueva compañía de ópera

En este desolador escenario aparece un puñado de Quijotes: unos, los maestros de canto, concentrados en el organismo de El Sistema, y a quienes se les imponen unos pretendidos expertos italianos en estilo y en producción teatral que no han hecho sino traer más pesadumbre y tristeza a las experiencias líricas en Caracas, a juzgar por los consuetudinarios desaguisados perpetrados en el Centro de Acción Social para la Música, para perjuicio fundamentalmente de los cantantes noveles a quienes ni les dan destrezas para sobrellevar sus deficiencias vocales ni colaboran con ellos para hacerlos menos imberbes en escena. (I Capuleti e I Montecchi de Bellini montado hace unos meses allí es uno de los espectáculos más lamentables que me ha tocado atestiguar en más de cuarenta años de aficionado a la ópera) Otros quijotes lograron ser atendidos por los directivos del Teatro Teresa Carreño y se dieron a la tarea de crear una nueva Compañía de Opera, esta vez amparada por el Teatro, cuya labor de recuperación decidieron llevar a cabo. Al frente de esta enésima tentativa de resucitar la ópera están Isabel Palacios, de indiscutible mérito en la longeva aventura de ya varias décadas con su Camerata de Caracas; Miguel Issa, intelectual y veterano hombre de teatro, con experiencia en el género lírico, y la Maestra Elisa Vegas, sobreviviente de la diáspora y casi única batuta ya curtida en los menesteres líricos. 

De ópera, galas fallidas y aves fénix
Foto cortesía

Este equipo decidió montar una gala inaugural a modo de muestrario del talento joven, de qué son capaces, para solicitar respaldo del público y terminar de recuperar la planta física del Teatro para el arte lírico. Una suerte de declaración de buenas intenciones, amarradas con esperanza y dedos cruzados ante las conscientes incertidumbres que el juvenil material que en su mayoría se ponía a consideración del respetable, generaba. Hasta aquí, todo muy bien. Y la expectativa que se creó estaba a la altura del ingente esfuerzo que se emprendía. Pero, lo que faltó en el paquete fue precisamente dirigir la mirada hacia el público e intentar recompensar su respaldo con un espectáculo entretenido, brillante, balanceado, en el cual las carencias vocales se compensaran con la magia teatral, amparados en un repertorio que igualmente combinara partituras al alcance de la impericia vocal de los muchachos con números favoritos que, sin buscar el aplauso fácil, emocionaran auténticamente a la audiencia. El esfuerzo fue notable y hasta encomiable, pero este objetivo recién nombrado, no se consiguió, y en ello, la responsabilidad fundamental y casi exclusiva, es de los quijotes de marras.

Desnivel acústico

Los espectadores desprevenidos podrían haber declarado a la dirección orquestal de Elisa Vegas como la más deslumbrante, tímbricamente hablando, de la historia de la ópera en Venezuela. Era en verdad de una luz y sonoridad apabullantes, pero a estos entusiastas habría que explicarles que entre las víctimas de la Sala Ríos Reyna se cuenta nada más y nada menos que su acústica. Al parecer el enorme escenario de nuestro Teatro ha quedado desprovisto de la concha o dispositivos que evitaban el desagüe del sonido por la vasta tramoya (alta y profunda) del mismo. Para solucionar este problema nuclear se instaló un sistema de amplificación y microfonía que pretende atenuar este escollo grave en un teatro de ópera, pero en la evidencia de lo escuchado este fin de semana, la tecnología sólo beneficia a la orquesta, que suena balanceada, sin distorsión, nítida (incluso los gazapos son perfectamente discernibles), pero extravagantemente alta, sin posibilidad de conseguir el indispensable equilibrio entre la voz humana y la cincuentena grande de instrumentos que compiten contra ella desde el foso (y la de este espectáculo incluía bombo, metales y platillos).

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Si no era posible amplificar también a los cantantes, ¿por qué condenarlos a lucir más desvalidos de lo que sus facultades les permiten? Si había intervención electrónica, ¿por qué no hubo balance tecnológico? ¿No había nadie que durante los ensayos catara en sala los desequilibrios sonoros y aconsejara un remedio?  Conté alrededor de 15 cantantes afectados por esta desproporción sonora. ¡Justo la mitad del elenco! ¿No se trataba de proyectarlos a ellos? La ópera sin voz es un espectáculo vano, casi incomprensible. Ni hablar de esperar fraseos, sutilezas interpretativas, matices sorpresivos. El desnivel sonoro entre orquesta y cantantes lo hacía sencillamente imposible.

A esta falla ya muy grave se suma una más inextricable aún. La gala se componía de fragmentos, en su mayoría números de conjunto (dúos, tríos, cuartetos, septetos, concertantes), y en más de un 50 % de óperas de Mozart, en una acumulativa sucesión, que sin la guía de Isabel Palacios en sus intervenciones de anfitriona hubieran sido desorientadoras para la mayoría del público, pues la escenografía bastante despojada (hubo quien habló de minimalismo, pero por ello yo entiendo otra cosa) en su genericidad (ventanas, butacas, cortinajes, portales, escalinatas, rejas florales y proyecciones) no distinguía entre el Nápoles dieciochesco de Cosi, la España barroca de Don Giovanni o el palacio sevillano de los Almaviva de Nozze di Figaro; mucho menos de las estancias domésticas de Don Pasquale, la corte de Mantua de Rigoletto, el Boston de Un Ballo in maschera o la residencia parisina de Violetta en Traviata. El vestuario tampoco ayudaba mucho pues sin importar la ambientación todos iban en un impreciso estilo a caballo entre los siglos XVII y XVIII, incluso el renacentista Rigoletto y el ambiguo ambiente de . Por lo demás muy poco color en escena: predominio del negro cerrado, los grises y los casi siempre desagradables marrones. No hubo intención de fascinar visualmente al espectador.

De ópera, galas fallidas y aves fénix
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Puesta en escena ausente

Pero todo ello sería intrascendente si se nos hubiera dispensado una puesta en escena, una idea hilvanadora, un rectoría gestual que apoyara a los jóvenes en los imponentes espacios vacíos del escenario, un argumento tácito que diera cohesión dramática a lo que pasaba (o más bien se omitía, en escena). En realidad la regia de Miguel Issa era, sin más, la narración de Isabel Palacios. Los movimientos de las parejas de amantes de Cosi fan tutte rayaban en lo caótico y regaban el odioso estereotipo. Muchos de los cantantes no tenían idea de que hacer con sus brazos. El Cherubino, uno de los personajes más destrozados por los directores de escena, lució todos los repudiables rasgos de su incomprensión como hechura dramática, con lo cual la actuación de Janis Denis fue aún más patética. En el bloque de Don Giovanni la sospecha que nos germinó desde el trío inicial se desplegó como irresoluta interrogante.

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Con tantos pasajes brillantes, agradecidos tanto para público como para vocalista, que tiene esta ópera, ¿por qué programar estos números de conjunto de tan gran dificultad musical, en donde sólo la solvencia de unas voces son capaces de revelar su calidad magistral, sobre todo a sabiendas que el desbalance acústico conspira en tu contra? La respuesta es muy sencilla. Nuestros Quijotes entendieron que el estado de las voces juveniles no los hace aptos para cantar las aceradas arias de esta ópera, pero se negaron a ver que tampoco lo estaban para los concertantes. Mozart terminó transcurriendo entre lo gris, lo estático y lo inaudible.

Tres cuartos de lo mismo ocurríó en Rossini. Con un actitud más propia de la Carmen de Bizet, Marilyn Viloria se atrevió con “Una voce poco fa”, absolutamente desasistida tanto de estilo vocal como de directriz escénica. De una ópera tan encantadora musicalmente como es L’Elisir d’amore, escogieron el fragmento más vulgar e intrascendente, obviando la seducción de sus arias o duetos. Si la ausencia de una puesta en escena es somnífera en Mozart o el bel canto, en Verdi es pecado de lesa teatralidad. Era lamentable ver a Gaspar Colón, supuesto veterano, indeciso entre la caricatura y el lugar común en su encarnación de Rigoletto. Amenazaba y perdonaba indistintamente a los cortesanos, se tiraba al piso, volvía a levantarse y gesticular sin ton ni son. Nada que nos hiciera recordar que eso era una ópera y que veiamos una de sus escenas más lacerantes. 

La inexistencia de la puesta hizo completamente incomprensible los descuajados e incoherentes fragmentos del Un ballo in maschera, y del Brindis de Traviata la prestación más triste y antifestiva (a pesar de los intentos de la Palacios por convencernos de lo contrario) que se haya visto de este popular fragmento (al menos no deliberadamente).

De ópera, galas fallidas y aves fénix
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Si la voz no es protagonista

Poco más puede decirse del ámbito vocal de esta fallida Gala inuagural, pues donde la voz no se ha hecho protagonista en un espectáculo de ópera, es difícil recuperar valores. Cercanos a lo inadecuado para sus roles los intérpretes del bloque de Cosi fan tutte; ya señalamos lo inaudible del septeto de Nozze di Figaro, y lo desvalida de Janis Denis como Cherubino; no hubo mayores cambios en el bloque de Don Giovanni, y Alvaro Carrillo, con más tablas, fue incapaz de hacer un Leporello menos socorrido. Teniendo a un Don Giovanni tan inmaduro vocalmente no se explica que no haya él asumido ese rol y quizás dado un poco de brillo a las selecciones de esta ópera mozartiana.

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Con el fragmento de Il barbiere di Siviglia escuchamos una porción del estilo lírico rossiniano en la agradable voz del tenor Pedro Nieves, con la salvedad de que cantó acaso el trozo menos expuesto del rol de Almaviva, la serenata “Se il mio nome”. Y por fin la ópera, en su dimensión vocal de plenitud sonora, soltura interpretativa, solvencia técnica y conexión con el público, hizo su epifanía más de hora y media después de haber comenzado la gala, con la irreprochable prestación de la soprano Amelia Hernández en el aria y dúo con Malatesta de la ópera bufa Don Pasquale, de Gaetano Donizetti.

Fue un relámpago entre dos tinieblas. La segunda parte de la Gala estaba dedicada a Verdi, con la precaria selección de Rigoletto ya descrita antes y su negligencia escénica. Valiente, pero sin poder brillar en una escena donde otro es el protagonista, la Gilda de Ninoska Camacaro. El bloque de Un ballo in maschera mostró a otro veterano desangelado: Robert Girón, implacablemente asordinado por la orquesta amplificada, a la otrora brillante Hernández ahora envarada en la vulgaridad escénica del paje Oscar y una Janis Denis que si desvarió en Cherubino, en Ulrica no tenía absolutamente ninguna oportunidad. Pero eso ya no es mayoritariamente culpa suya. Sobre la escogencia del aria “Morró, ma prima in grazia” para la soprano Yenny Quintero, cabe exactamente lo que hemos dicho acerca de la elección de números solistas poco adecuados para voces inmaduras, con el inri del desbalance sonoro. Esta aria necesita sutilezas y honduras dramáticas fuera del alcance de esta ocasión y de la cantante que las intentó. A la pobreza teatral del “Libiamo nei lieti calici” se sumó la absoluta carencia de arrestos tenoriles, en una parte que los derrocha, de Robert Girón, mientras que la solvencia de Amelia Hernández trataba de capear la poco agraciada resolución del espectáculo.

Sorprendentemente pocos los fragmentos corales, aunque en el estado actual del Coro de Ópera del Teatro Teresa Carreño, con déficit de tenores, quizás haya sido de agradecer. El “Va pensiero” sonó como un premio de consolación interpretado bizarramente por cortesanos dieciochescos.

La ópera es un arte tan complejo y difícil que ni siquiera la nobleza quijotesca pudo hacer renacer de sus venezolanas cenizas esta vez. Quizás valdría recordar, que además de soñador, Don Quijote estaba loco y cometía no pocos extravíos y desmesuras. Quizás haga falta agregar unas gotas de razón y asumir que la ópera hay que abordarla desde la formidable dificultad que representa, no desde la aventura y el albur. En ella se cumple inexorablemente la Ley de Murphy: si algo en su producción puede salir mal, saldrá mal.

Lástima, porque los jóvenes artistas y el público quieren seguir esperando al Ave Fénix.

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