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- Cuatro días después del deslave que arrasó con gran parte del pueblo, sus habitantes luchan por recuperar sus vidas, entre casas aún tapiadas por el lodo y operativos con más militares que rescatistas. En los barrios más cercanos a la montaña, donde el desastre fue mayor, el duelo por los desaparecidos va de la mano con la melancolía de ver desperdigados en el río todo lo que alguna vez llamaron hogar. Fotos: José Daniel Ramos
“¿Eso es una antena?”, se preguntaron unos jóvenes al ver la gran estructura de metales retorcidos que yacía semienterrada en el lodo. Aunque estaba cobijada por un manto de ramas, rocas y basura, se podía asumir que lo era por sus barras cruzadas de color blanco y rojo, además de su tamaño, quizás de unos 15 metros de largo. “No. Es un pedazo del puente que se trajo el río de allá arriba”, responde un militar señalando las montañas.
Ya han pasado cuatro días desde que un deslave arrasó con gran parte de la población de Las Tejerías, al noreste del estado Aragua. Del escenario posapocalíptico del primer día del desastre, que se produjo el 8 de octubre de 2022, todavía quedan vestigios en los edificios y el polvo que levantan los convoyes cubiertos de tierra que pasan por la recién despejada carretera Panamericana. Al caminar solo se puede ver a tramos el verdadero color del asfalto, pues una capa de lodo seco mimetiza todo el paisaje. La calle, las paredes de las casas y el interior de los comercios, incluso los uniformes de los bomberos. Todo está cubierto por un filtro café que recuerda que venimos de la tierra y estamos destinados a volver a ella.
Precisamente alrededor de la vía principal de Las Tejerías se concentra la gran mayoría de los trabajos de limpieza. Pelotones de soldados en overol verde oliva marchan con sus cascos y palas, mientras topadoras, excavadoras y camiones ahora ocupan el espacio. A gritos, la policía ordena a la gente circular por la acera, mientras los trabajadores sacan cúmulos de fango de una oficina del Banco Bicentenario que quedó reducida a un caparazón vacío.
En el casco central la imagen es ya la de un pueblo que, con el apoyo de las autoridades, comienza poco a poco a levantarse para volver a la normalidad. Sin embargo, en las comunidades más cercanas a la montaña, donde el daño fue mucho mayor, las cicatrices del deslave siguen intactas. Con tobos y palas, son los propios vecinos quienes intentan recuperar sus pertenencias de los restos de lo que hace poco eran sus hogares, sin esperar ya el apoyo de nadie. Otros permanecen en refugios, dispuestos a ser reubicados ante la desoladora certidumbre de que ya no existe el barrio en el que vivían.
La ola que vino desde la montaña
La tarde del 8 de octubre de 2022 quedará como una marca en la memoria de sus habitantes, evocando traumas en cada día de cielo nublado. Luego de semanas de fuertes lluvias por el paso de varias ondas tropicales por el norte de Venezuela, la onda número 41 del año dejó una estela de calles inundadas y ríos desbordados por todo el país. En poco tiempo evolucionó en depresión tropical y el 7 de octubre se convirtió en la tormenta Julia, dando un último coletazo en el país antes de seguir su rumbo hacia Centroamérica.
Aquel aguacero fue lo último que pudo soportar la montaña. Una semana antes habían visto con preocupación la crecida de la quebrada Los Patos, un afluente del río Tuy que atraviesa el centro del pueblo. La mayoría de las personas que presenció el deslave coinciden en que desde la mañana ya había comenzado a llover; sin embargo, ese día nada parecía estar fuera de lo normal.
Como todos los sábados, salieron a hacer sus compras, visitar a sus vecinos o reunirse para beber en alguna esquina, hasta que en la tarde notaron cómo el agua bajaba por las calles convertida en un torrente. Estiman que fue entre las 5:00 pm y 6:00 pm cuando el cerro colapsó. Sin que tuvieran apenas chance de reaccionar o de correr, una avalancha descendió a toda velocidad por el cauce de Los Patos. En pocos minutos, sectores como El Matadero y El Beisbol quedaron enterrados.
A Erika Quintero le viene a la mente la imagen de un tsunami al momento de describir lo que vio. Luego del impacto de la ola, logró salvarse saliendo por una pared y trepando hasta otra casa en terreno alto. El agua llegó hasta el segundo piso de la casa del frente, donde su sobrina debió saltar desde la platabanda y nadar hasta el techo de un galpón contiguo.
Un hombre llega con un garrafón de agua que consiguió en el centro. El resto de la familia inspecciona la casa principal. “Bájate de ahí, que no sabes si eso quedó flojo”, le grita Erika a una joven que está apoyada del balcón. Su vivienda, que estaba en la parte de atrás, quedó reducida a una pila de zinc.
“Ya hoy estoy más optimista, más tranquila. Gracias a Dios mis hijos y todos estamos bien”, dice. Su mirada denota una mezcla de cansancio y tristeza que ella misma reconoce sentir. Aunque perdió todos sus enseres, admite que ya no queda de otra que trabajar para reponerlos en el futuro. “Me siento triste por las pérdidas humanas. Porque las paredes, bloques, los muebles, todo eso se recupera, pero las vidas que se han perdido aquí no”, apunta.
Nueva cotidianidad
Para muchos habitantes de Las Tejerías, retomar la normalidad de sus vidas es una forma de vencer a la adversidad. Sin embargo, la contingencia obliga a adoptar nuevas rutinas a las cuales toca aceptar entre resignación y molestia. La más notable es el centenar de voces castrenses indicando hostilmente por dónde circular y ordenando moverse a cualquiera que se detenga por un par de minutos. En cualquier rincón se siente que se estorba ante el frenético flujo de personas y vehículos que va de aquí para allá.
Si bien la electricidad y las telecomunicaciones fueron restablecidas parcialmente a partir del 9 de octubre, muchos sectores continúan sin servicio eléctrico. Especialmente aquellos donde los postes fueron derribados. Por eso muchos comercios se mantuvieron cerrados, incluso en las zonas que no fueron afectadas. Solo están abiertas un par de abastos y charcuterías, además del Mini Restaurante La Colonial, cuyos dueños por el día se dedican incansablemente a preparar enormes ollas de comida para luego repartirla de forma gratuita a los funcionarios y trabajadores. Sus dueños comentaron que su local principal, que quedaba en el sector La Hoyada, quedó completamente tapiado. De hecho, sus ruinas están justo al lado del pedazo de puente que trajo la quebrada.
Ante la dificultad para comprar en el pueblo, sus habitantes dependen de las bolsas de comida repartidas por el Estado y las donaciones. Otros deben salir a comunidades foráneas apenas para comprar una bolsa de pan. Aquellos que vengan desde el exterior deben obligatoriamente detenerse en el parador de Guayas, cerca del peaje y la estación de gasolina. El lugar también está completamente militarizado, aunque con el único propósito de impedir el paso de cualquier vehículo sin permiso. Las alcabalas son intransigentes, al punto de bloquear no solo el acceso de la prensa, sino también de organizaciones con donaciones o hasta de los propios cuerpos de rescate que vienen desde otras ciudades.
La única forma de pasar es a pie, caminando cerca de 2,5 kilómetros por el borde de la vía. Solo de este modo varios activistas han logrado pasar llevando a cuestas o en carretas las bolsas con ropa, comida y colchonetas. Para los locales ya se convirtió en su día a día, su ruta para mantener el contacto con el mundo exterior.
Rastros de muerte en Las Tejerías
Un hombre en muletas camina errático sobre los escombros en La Hoyada. A pesar del terreno irregular, se las ingenia para ingresar en una casa parcialmente enterrada, aunque con la puerta despejada. Otras de la misma cuadra pasaron ahora a estar metro y medio debajo del suelo. A su lado, la quebrada apenas circula entre todas las pilas de tierra y basura que arrastró días atrás. Pero no fue solo eso. Durante los primeros días del desastre, los restos de muchas de las personas que vivían en la montaña aparecieron allí, traídos por la corriente. Otros terminaron en el sector Santa María y al menos siete cadáveres han sido encontrados de las aguas del río Tuy, en el fronterizo estado Miranda.
Justo frente a la casa de Erika estaba el mercado municipal de Los Cachos. Estaba, en tiempo pasado, pues quedó completamente sepultado. Al momento del deslave habían varias personas en su interior, entre propietarios de locales, personas que pasaban la tarde y otros que se resguardaban de la lluvia bajo su techo. Erika afirma que desde el domingo han recuperado siete cuerpos, entre ellos el de una bebé de un año. También el de su vecina, que apenas lograron rescatar el día anterior. Mientras tanto, los bomberos van sacando tierra de la entrada tobo por tobo, y en el techo un grupo de militares estudia la factibilidad de ingresar desde arriba.
A un lado del mercado, una figura vestida de negro contempla el río, parada sobre los restos de una pared caída. Yusmary Repillosa señala que alguna vez estuvo allí una parte de la feria campesina y una calle, pero desaparecieron. Con la voz quebrada dice que su padre, Luis Alberto Romero, de 73 años de edad, sigue todavía bajo las ruinas. Durante años trabajó en el matadero municipal ubicado justo detrás, y ese día estaba con unos amigos cuando fueron sorprendidos por la ola.
Su hija relata que tres de las personas que estaban en su grupo lograron escapar. Mientras él y dos de sus amigos quedaron sepultados casi al instante. Aunque los cuerpos de sus acompañantes ya fueron extraídos, todavía no han conseguido el suyo. Si bien Yusmary reconoce el trabajo de las autoridades, también se cuestiona que toda la maquinaria pesada y la fuerza de trabajo se concentren en limpiar el casco central y no en rescatar a las personas que aún siguen atrapadas en el mercado. No puede concebir cómo despejar la Panamericana es para ellos más importante que las vidas humanas.
“Yo sé que esto es una catástrofe y hay que hacer todos estos movimientos de tierra, pero le hago un llamado a las autoridades para que por favor tomen como prioridad a todas estas personas que están enterradas”, exclama.
#Exclusivo | Yusmary Repillosa, habitante de Las Tejerías (Aragua), denunció que su padre, Luis Alberto Romero, de 73 años de edad, continúa atrapado bajo los escombros del mercado Los Cachos. Exigió a las autoridades agilizar las labores de rescate.
— El Diario (@eldiario) October 11, 2022
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Unos metros más adelante del matadero, en la otra orilla, se ven más destrozos en las casas. Otro grupo de bomberos del municipio San Joaquín excava para ingresar a la casa de una mujer que quedó atrapada. Luego de varias horas, las unidades caninas alertan que no está allí, pero siguen su rastro. El cuerpo finalmente apareció unas siete cuadras río abajo, cerca de la antigua ensambladora de autos Chery.
Bajo la tierra
Un grupo grande de cristianos emprende una procesión hacia las zonas más altas de Las Tejerías, aquellas que no aparecieron en noticieros oficiales ni en las listas de zonas de rescate, a pesar de ser las más destruidas por el deslave. Alguna vez estuvo allí la calle El Matadero, aunque ahora solo existe como una extensión del cauce de Los Patos. De las cuatro pasarelas que había a lo largo del camino solo una sigue en pie. La otra terminó en La Hoyada y de las demás ya no se sabe su paradero. Por las ramas y trozos de corteza que aún cuelgan de sus barras, a unos siete metros de altura, se puede tener una noción del tamaño de la ola que pasó ese sábado. Una puerta de nevera, láminas y piedras ahora sirven para cruzar la quebrada, la cual volvió a su tamaño de siempre.
Los crisitianos llevan consigo arepas y ropa para donar en el Barrio Bolívar. Van escoltados por un grupo de policías y, tras ellos, marcha también una misión de médicos. La mayoría son de la Gobernación de Aragua y vienen de diferentes ciudades como Turmero, La Victoria y Maracay. Otros desde Los Teques, en Miranda. También llevan cajas con medicamentos e insumos. “Necesitamos alcohol por aquí”, grita una mujer con bata blanca desde una casa con la tierra en la puerta. Sobre el techo, un par de personas intenta limpiar con una ponchera una mecedora llena de lodo. Un joven con una caja de botellas de alcohol isopropílico apura el paso al llamado de su compañera, aunque en el intento resbala al pisar el fango todavía fresco.
Al subir al Barrio Bolívar, un descampado se abre como una llanura donde solo se aprecian rocas y sedimentos. El fino hilo del riachuelo corre libremente por todo el espacio reclamado. Solo al avanzar más, se ve a lo lejos el cascarón vacío de una casa sostenida por sus columnas como si fuera un palafito. Solo en ese momento, al detallar el suelo, se aprecian los restos de cerámicas de las bases de las casas que estuvieron allí. También por toda la ruta se pueden encontrar desde una poceta intacta, hasta cuadernos, juguetes y zapatos. Todas las pertenencias que alguna vez formaron parte de la vida de los habitantes de Las Tejerías ahora integran el nuevo paisaje dibujado por la naturaleza.
Antes del 8 de octubre, al buscar en Internet “la Tragedia de Las Tejerías”, el resultado era un accidente ocurrido en 1993 en el kilómetro 57 de la Autopista Regional del Centro, cuando un gasoducto subterráneo explotó, provocando la muerte de 42 personas. Más allá de eso, no había antecedentes de catástrofes naturales que permitieran justificar lo que ocurrió. “Tengo más de 40 años viviendo aquí y la quebrada nunca creció así”, asegura una mujer. Por eso cuando el río se desbordó el 27 de septiembre de 2022, muchos pensaron que no pasaría de allí. Incluso a pesar de que los bomberos emitieron una alerta de evacuación en Bucaral que fue ignorada hasta por la propia Alcaldía del municipio Santos Michelena.
Para entrar a la casa de Ronny Carrasquel hay que trepar el muro de su escalera, subiendo por la montaña de sedimentos donde estaba su garaje. A su lado, un joven con una pala arroja a esa montaña todo el lodo que va sacando del interior de la vivienda. Ronny dice sentirse afortunado, a pesar de que perdió todos sus bienes. Lo dice pues nadie en su hogar sufrió ningún daño, mientras al menos dos de sus amigos perdieron a sus familias en el deslave. Mientras el joven sigue raspando el suelo con la pala, comenta que solo están limpiando para evaluar el estado de la casa, pero no piensan volver en el corto plazo. Sobre la posibilidad de mudarse definitivamente, solo suspira y responde: “Ya veremos”.
La tragedia de Castor Nieves
Más arriba de Bolívar, en el Barrio Libertador, la gente todavía revive el deslave con cada anécdota. “Menos mal que el palo de agua nos agarró en la tarde y no a la 1:00 am en la cama, porque sino ninguno de nosotros la hubiese contado”, exclama un hombre que lleva sobre el hombro una bolsa de comida. Los misioneros se quedaron unas cuadras abajo, y ahora solo está un grupo de voluntarios con camisas de la Secretaría de Salud de la Gobernación.
La historia que quedará para siempre marcada en ese sector será la de la iglesia evangélica Los Guerreros de Dios, en el caserío Castor Nieves. Esa tarde, el pastor Jorge Cartaya junto a su familia y un grupo de 16 devotos se reunieron en su casa para orar. Mientras tanto, en una de las salas siete niños celebraban un cumpleaños. Cuando el agua irrumpió en el humilde templo comunitario, José Luis Quiñones y su hermano subieron a un árbol de aguacate que estaba en el patio. Apenas alcanzaron a tomar a tres niños para ponerlos a salvo en un techo cercano.
Al resto de los miembros de la iglesia se los llevó la corriente. Armando Escalona fue el sexto sobreviviente. En videos difundidos por redes sociales, relató cómo se aferró a su esposa e hijo hasta que un escombro del río le golpeó la cabeza. Despertó horas después cerca del matadero, pero su familia ya había desaparecido.
Solo un cúmulo compacto de bloques y zinc queda de esa iglesia. Un grupo de vecinos cava una rampa para intentar sacar el camión con el pastor Cartaya, quien trabajaba transportando materiales de construcción. Clavado en el suelo, yace un pedazo de un atril, posiblemente el usado para poner la Biblia. Dos tapas pintadas de blanco con las frases “Cristo viene pronto” y “Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” quedaron atadas a un par de postes, como epitafios que señalan el lugar de la tragedia.
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Los vecinos sospechan que quizás aún hay miembros de la iglesia sepultados bajo los escombros. De hecho, a lo largo del camino de destrucción que dejó la quebrada todavía los cuerpos de rescate no han completado sus labores por falta de personal. A muchos vecinos les inquieta la idea de estar caminando sobre sus muertos. “Huele como a podrido”, advierte un policía, visiblemente consternado, mientras chequea desde afuera una casa tapiada. A través de la ventana solo alcanza a ver un colchón y un par de patines rosados.
A lo largo del recorrido, una idea común prevalece entre la mayoría de los habitantes de Las Tejerías: desconfían de las cifras oficiales, que para ese momento indicaban apenas una treintena de personas fallecidas y más de 50 desaparecidos. “Solamente entre conocidos míos ya hay más de 30 muertos”, dice una mujer del consejo comunal. Solo en la mañana enterraron a cinco personas en el cementerio local, mientras que en la Clínica Popular Andrés Eloy Rodríguez, convertida coyunturalmente en morgue, decenas de familiares angustiados luchan contra milicianos y médicos en busca de información sobre sus desaparecidos.
La opacidad informativa ha sido una de las grandes constantes tras el desastre. No hay listas oficiales de desaparecidos ni mayor información sobre los cuerpos que han sido recuperados. Todo lo que se sabe es por organizaciones como la Cruz Roja y los reportes de las mismas comunidades, lo que hace que la tarea de armar un panorama completo de la magnitud de las pérdidas humanas sea una tarea cuesta arriba. Durante la tarde del 11 de octubre, Nicolás Maduro informó que habían 37 fallecidos, aunque poco después su vicepresidenta, Delcy Rodríguez, rectificó la cifra aumentándola a 43. Extraoficialmente, los residentes afirman que fácilmente el número de muertes podría superar el centenar. Aunque el equipo de El Diario intentó corroborarlo con las autoridades encargadas de la morgue, estas se negaron, asegurando que tenían órdenes de no dar información.
Botas limpias
Una de las primeras cosas que llama la atención al llegar a Las Tejerías es la gran cantidad de uniformes de todos los colores y siglas que desfilan de un lado a otro. Desde oficiales del Ejército con boina roja, hasta tropas en traje de campaña, guardias nacionales, milicianos, además de policías nacionales, estadales y municipales. Incluso organismos como el Comando Antiextorsión y Secuestro (Conas) y la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM) estaban presentes. En términos de proposición, los fusiles triplicaban a los picos y palas.
Bajo un árbol, un grupo de bomberos toma un descanso. El grupo es bastante diverso: algunos vienen de Caracas y Guacara, aunque la mayoría pertenece a la estación de Las Tejerías. Están cubiertos de lodo y en sus caras se refleja el cansancio de varias faenas. “Solo estamos nosotros para cubrir todo eso de allá arriba”, dice uno señalando la cuesta de los barrios Bolívar y Libertador. Apenas son 10 brigadistas, pero durante cuatro días se han dedicado a rescatar personas en el corazón del desastre sin más apoyo que el de los propios vecinos.
Su molestia se hace visible cada vez que ven a un militar de alto rango pasar rodeado por una comitiva tomando fotos. “Esos que ves con los uniformes y las botas limpias son los que menos han hecho algo por esta gente. Solo suben para las cámaras, pero de resto solo los ves en el casco central, donde se ensucian”, agrega el bombero.
De hecho, denuncia que los militares solo han entorpecido las labores de rescate. Desde las alcabalas en la entrada que impiden el paso a los rescatistas que vienen de otros estados del país o los hacen caminar kilómetros, hasta el robo de la planta de electricidad que usaba Protección Civil. Incluso les ordenaron quitar el punto de control que habían instalado, ya que su estación sigue incomunicada por los derrumbes. “Muchos compañeros que venían de otros estados ya se devolvieron porque no aguantaron los maltratos de los militares”, aporta otro bombero.
Al igual que Yusmary, aseguran que todo el personal y equipos están concentrados en la zona del casco central para labores de limpieza. A pesar de estar aún bajo tierra, se niegan a llevar las excavadoras a los barrios. En otros sectores como La Cañada ni siquiera ha comenzado la búsqueda de desaparecidos. “En unos días se darán cuenta cuando empiecen a oler los cuerpos en descomposición”, advierte.
Una ayuda
La plaza Bolívar de Las Tejerías es el punto neurálgico para toda la logística. Allí está el comando central donde militares, bomberos y paramédicos se reúnen para planificar sus recorridos, descansar o prepararse antes de otra jornada. Al caer la tarde, un pelotón de soldados en uniforme de campaña se forma a las órdenes de su comandante para tomar el siguiente turno. Unas calles más abajo, otro pelotón también hace fila, pero para recibir los envases de comida que reparten los dueños de La Colonial.
Detrás de las carpas verde oliva y el camión de Movilnet que funciona como antena provisional mientras se restablecen las telecomunicaciones, está la iglesia Nuestra Señora del Carmen. Allí varias personas también hacen fila para entrar, pues es el centro de acopio donde llegan los donativos enviados de todas partes del país. Una joven de la organización Cáritas Venezuela vigila la puerta y deja pasar a los de la cola en grupos de tres. La mayoría son mujeres con niños en busca de ropa para reponer la pérdida. Otros esperan poder conseguir una colchoneta donde dormir, o pañales. Adentro podrán conseguir todo lo que les fue arrebatado por la tempestad.
Todas las bancas de la iglesia están apoyadas sobre las paredes blancas. En el centro, decenas de cúmulos de ropa se extienden hasta el altar, bajo la mirada del Cristo crucificado y la estatua de la Virgen de Coromoto. En las capillas a cada lado de la entrada, los murales descoloridos de santos reciben a quienes hurgan entre pilas de zapatos en busca de su par faltante. Los voluntarios atienden a cada visitante y los conducen a cada montículo según sus necesidades. Ante la cara de pena de una chica, solo responden con una sonrisa y la invitación de llevar lo que necesite.
Sin embargo, no en todos lados llega la ayuda. En la cola frente a la iglesia abundan rumores de que gran parte de las donaciones se quedan retenidas en las alcabalas. A unos metros de una de las escuelas habilitadas como refugio para los damnificados, un funcionario recomienda llevar cualquier donación directamente a la gente de las comunidades, “para que no se pierda”. Precisamente son las más remotas e incomunicadas donde reconoce que menos bolsas han recibido.
Una jornada más
El sol se oculta y unas cuantas gotas amenazan con una nueva lluvia que jamás logra concretarse. En La Hoyada, varias personas se congregan alrededor de una excavadora que saca tierra bajo el puente de la Panamericana. En primera fila, varios guardias nacionales hacen un círculo alrededor de otro grupo de funcionarios vestidos de negro y encapucachos. Los perros de la unidad canina señalaron ese punto como el de una potencial persona atrapada, por lo que equipos de rescate y forenses esperan el descubrimiento. Sin embargo, luego de una hora de remover tierra y buscar entre escombros, no logran encontrar ningún cuerpo.
Mientras eso ocurría, a unos metros otro círculo de personas se reúne, pero esta vez para ver la puesta en escena instalada en la entrada del sector El Beisbol. Un día antes Nicolás Maduro estuvo allí y prometió reconstruir “hasta el último comercio y hasta la última casa”. Efectivamente, la calle que recorrió concentró durante todo el día la mayor parte de las maquinarias, preparando ahora el terreno para la visita de Delcy Rodríguez y una comitiva integrada por la gobernadora de Aragua, Karina Carpio y el comandante del Ceofanb, Domingo Hernández Lárez.
Vestida con una sencilla franela amarilla, en contraste con los outfits más pulcros de sus colaboradores detrás de cámaras, Rodríguez consideró como un avance importante el despeje de la vía principal de Las Tejerías y afirmó que para esa misma noche restablecerían el servicio eléctrico en El Beisbol. También que para pronto comenzaría el despliegue en los barrios Bolívar y Libertador, cinco días después de la emergencia.
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Apenas son las 6:00 pm y el cielo está completamente oscuro. En las luces del cerro se ve la diferencia entre las casas que ya tienen electricidad y las que aún no. A un lado de la carretera, un grupo de jóvenes con uniformes naranjas de Protección Civil y chalecos de paramédicos caminan con un paso pesado. Nadie se dispuso a llevarlos de regreso al peaje de Guayas. Un autobús Yutong vacío se detiene para darles la cola, aunque ya andaron más de la mitad del camino y están a menos de un kilómetro de su parada.
A pesar del cansancio, los de la parte de atrás se gastan bromas entre risas. Adelante, algunos aprovechan para cerrar por un momento sus ojos. Probablemente les toque volver al día siguiente en otra jornada más de trabajo. Y también al día que sigue, y por muchos otros más, hasta que de la tierra se pueda volver a ver el asfalto, y los sobrevivientes de Las Tejerías emprendan ese desafío que supone volver a reconstruir su normalidad.
