La palabra, que es “aire herido”, 

tiene más perennidad que las cosas…”

Rosenblat

“Perro viejo late echao”, reza el viejo refrán, pero ¿cuántos de nosotros sabemos que, en este caso, ese latir vale por ladrar? De hecho, originariamente, latir solamente significaba ladrar, ya que el término latino glattire se refiere a los ladridos o gruñidos agudos que dan los cachorros caninos, a veces tan breves, que esos sonidos parecen una especie de temblor, como el movimiento de un corazón excitado, y de allí surgió un nuevo significado de la palabra latir, para referirse a la contracción cardíaca. Pero su sentido original como ladrar se mantiene en varias regiones del ámbito hispanoamericano, sobre todo en los Andes. “¡Cómo late ese perro!” es una expresión común en las tierras altas del occidente venezolano, un buen ejemplo para adentrarnos en el apasionante terreno de los arcaísmos, términos o expresiones que fueron de uso corriente en nuestro idioma, pero que, por diversas razones, entraron en desuso en nuestra cotidianidad.

Con frecuencia se castiga con rudeza el uso de arcaísmos y se les toma, sin piedad, como muestra de la ignorancia del hablante. Sin embargo, Rosenblat los miraba hasta con ternura: “En el habla popular hay un aluvión de usos pasados (…) y me siento conmovido porque me recuerdan a Cervantes”. Entonces, si la gran figura de la historia de nuestra lingüística no era tan severo contra el uso de los arcaísmos, por qué habríamos de serlo nosotros. Cierto que tampoco era permisivo con ellos: “No los admitiría en un alumno de escuela”, afirmaba. En todo caso, se justifica un estudio con detalle de los arcaísmos, vestigios de la historia de nuestro lenguaje y muy necesarios para entender mejor nuestra actual manera de expresarnos.

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En la hermosa ciudad de Maturín hay un barrio llamado La Puente, que podría inducirnos a pensar en otra muestra de la fuerza del feminismo en nuestros tiempos. Sin embargo, ese era el género arcaico del término, ya que en el español medieval y clásico era femenino. De hecho, la ciudad de Cieza, en Murcia, lo lleva en su lema: “Por cruzar la puente nos dieron la muerte”, en recuerdo de la invasión de los moros a dicha población a fines de la Edad Media. Varios siglos transcurrieron para que la RAE lo asumiera como arcaísmo, ya que hasta 1985 lo ubicaba en la lista de palabras de género ambiguo. Por cierto, allí también está la calor, perfectamente válida, tanto como la mar y el mar, la poza y el pozo, o la sartén y el sartén. 

Los lexicólogos venezolanos han brillado con luz propia y la mayoría, en mayor o menor medida, ha brindado atención al capítulo de los arcaísmos. Entre ellos destacan la doctora María Josefina Tejera, fallecida el pasado año, y su equipo de la UCV; Edgar Colmenares, Irma Chumaceiro y Alejandra Álvarez, Rocío Núñez y Francisco Javier Pérez, actual secretario de la Asale (Asociación de Academias de la Lengua Española), quien ha afirmado: “Los arcaísmos pueden ser vistos como una dimensión enriquecedora de la lengua”. Y no le falta razón, ¿a quién se le ocurriría criticar al Tío Simón por cantar “yo vide una garza mora dándole combate a un río”, o a cualquier amante del merengue dominicano por bailar “a mí me llaman el negrito del batey”? Y eso que muy pocos están al tanto del significado de batey como “plaza” o “patio”, como era su uso antiguo, procedente del taíno en el Caribe, y que luego pasó a usarse como el área de convivencia de los trabajadores en los ingenios azucareros, tal y como se llamó al humilde caserío en torno a la Venezuelan Sugar Company, construido en la región del Sur del Lago en el estado Zulia, a principios del pasado siglo donde, por cierto, vino al mundo el recordado dirigente político Teodoro Petkoff.  

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Pérez, en su excelente Diccionario histórico del español en Venezuela (2012), nos recuerda que “comprender la historia de la lengua es una forma de comprender la historia de quienes hablaron esa lengua y de las razones que la hicieron hablarla de esa manera”. Tal es el valor de estudiar los arcaísmos y de evitar una feroz crítica despectiva frente a ellos o las personas que los utilizan, porque su error es permanecer detenidos en el tiempo, sin que esta mirada comprensiva implique ningún aval en su uso, ni sea nuestra idea promover un retorno al habla de hace varios siglos.

Pensemos en esa incómoda “ese” al final del pasado simple de la segunda persona del singular del indicativo (perdonen la “miniclase” de castellano, pero así son las cosas de la gramática). Sí, estoy hablando del muy pesado tú comistes, dijistes o vinistes, de total corrección para el vos de la Edad Media, pero absolutamente fuera de lugar para el contemporáneo. Claro que da gusto leer en el Cantar del Mio Cid: “Merced, Campeador, en buena hora ceñistes espada”, pero eso fue por allá en el año 1200. Por eso, cuando me preguntas: “¿Qué fue lo que vistes?”, me provoca responderte: “Yo vide una mezcla de arcaísmo con barbarismo” y, a la manera de Garcilaso, señalarte: “En una hora me llevastes todo el bien que por términos me distes” (Soneto X, Oh dulces prendas por mí mal halladas). 

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También tenemos el caso de recordar por despertar, todavía vigente en ciertos medios rurales venezolanos: “Doctor, cuando recordé, todavía me dolía”, me dijo alguna vez en el bello pueblo de Caripe un paciente en consulta, sin que hubiese leído las Coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique, del siglo XV: “Recuerde el alma dormida/ avive el seso y despierte…”.

Por supuesto que hay formas anteriores al siglo XVII que han pervivido en nuestro lenguaje: plata o reales por dinero, dilatarse por tardarse o mata por árbol, pero al ser muchos del dominio común de toda América, esos presuntos arcaísmos deberían considerarse americanismos y ya. Pero, como en cualquier análisis comparativo de lo que sea, todo gira en torno a un punto de referencia y la RAE se basa mucho en el uso actual de nuestro idioma en España para incluir tal o cual término en la lista de algunos mal llamados arcaísmos. Es la única explicación para que encontremos allí a los anteojos, de uso corriente en toda Hispanoamérica, la candela, la cobija, o la variante de anteayer, antier. Este caso de antier es interesante, porque la misma RAE aclara: “La variante antier es más cercana al étimo latino (lat. ante heri), de uso corriente en algunos países de América, sobre todo en México y el área centroamericana, aunque en España no pertenece a la norma culta y solo se emplea en el habla rural o popular”. ¡Allí los tenemos de nuevo! Juzgan nuestra manera de expresarnos comparándonos con ellos y, por supuesto, según los guardianes de la lengua, pesan más 47 millones de españoles que los más de 500 millones de hispanohablantes en América. Sumemos: ellos dicen friolero y nosotros friolento, que para la RAE tiene “carácter literario”. Por eso es que, a veces, en lingüística, nos separa un at-lán-ti-co, tal y como ellos pronuncian la secuencia consonántica tl.

Quizás valga la pena tomar todo esto con humor y recordar una anécdota muy graciosa de la España de 1870. Las Cortes habían aprobado que la monarquía siguiera como forma de gobierno y esto generó manifestaciones en las calles de parte de los republicanos de la época. Un gobernador consiguió controlar los disturbios en su ciudad y le telegrafió, con pésima ortografía, al ministro de la Gobernación, Nicolás Rivero: “Hayer controlé la situación. Si oy se repitiera el motín, lo sofocaría en el acto”. Don Nicolás le respondió enviándole sus felicitaciones, pero al final le agregó al texto: “No quiero concluir sin darle un consejo: la hache es una letra muy moderna; no es de ayer, es de hoy”.

Estemos en paz con los arcaísmos, no podemos negar los vestigios de nuestra historia. Sabemos que todo evoluciona y a los términos que finalmente pasarán al desván de los desusados o poco usados ya les diremos adiós con todo el amor que merecen. Mientras tanto, admiremos los viejos robles que se empeñan en seguir entre nosotros. Sí, “los muertos que vos matáis/ gozan de buena salud”.

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