A apenas cinco meses de la presentación de su L’elisir d’amore, la Compañía de Ópera del Teatro Teresa Carreño (TTC), en una muestra de que el trabajo no se detiene, lo cual es muy loable, nos presenta un nuevo reto, que salta del bel canto romántico al estilo italiano de la transición del siglo XIX al XX, con el siempre difícil Giacomo Puccini, pero en una vena relativamente menos frecuentada.

Este autor, el mismo de La bohème, Tosca y Madama Butterfly, compone entre 1913 y 1918 una obra de cierto sentido experimental a la que llamaría, sin demasiada convicción, Il Trittico (El tríptico): no una, sino tres óperas consistentes cada una de ellas en un acto, que en homenaje a Dante Alighieri representarían el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Hemos, pues, vuelto a perder la oportunidad de hacer el viaje completo. Il Tabarro, que exige un plantel vocal semejante al de Tosca, fue considerado too much para el estado actual de la Compañía, por lo que la obra de Puccini se transformó en un “Díptico” y se nos ofreció el drama femenino (no hay una voz masculina en su reparto) Suor Angelica, y la siempre gratificante Gianni Schicchi (para mí la más lograda de las tres óperas).

Este es su incompleto balance, pues estaban programadas algunas alternativas de elencos: la protagonista de Suor Angelica sería encarnada por Betzabeth Talavera y Patricia Laguado; Schicchi se repartía entre Álvaro Carrillo y Anderson Piaspam; Lauretta entre las otrora Adina, Annelia Hernández y Ninoska Camacaro; Rinuccio entre Gregory Pino e Ivan Cardozo, y así con otros roles secundarios. La gerencia de comunicaciones del TTC no es particularmente colaborativa con nuestro trabajo, así que nos resignamos a ver solo a un grupo de estos jóvenes artistas.

Drama y realidad

Suor Angelica es sobre todo un drama intimista y femenino, que denuncia varias cosas que hoy han recobrado vigencia, como por ejemplo, la complicidad de los conventos en la separación, secuestro y comercio de niños arrebatados de sus madres biológicas para entregarlos a familias pudientes pero estériles. Una suerte de precuela de The Handmaid’s Tale de Margaret Atwood. Para Puccini era una ocasión invalorable no solo para hacer algo distinto (una ópera de puras voces femeninas), y ahondar tanto en eso que se ha definido como el toque femenino de su música y el ambivalente enfoque dramático sobre sus heroínas sensuales y víctimas; seductoras y torturadas o llevadas al límite en el colmo de su abnegación o de lo que acarrea su hermosura (Manon Lescaut, Mimí, Floria Tosca o Madama Butterfly). En la historia de esta monja penitente del pecado de deshonrar a su familia por haber engendrado a un hijo de la seducción y la concupiscencia, sin la bendición del matrimonio, se agitaba la sombra de una historia personal: la de Doria, criada en su casa, y a quien su esposa, Elvira, acosó por celos de tal manera que la empujó al suicidio por veneno, con un consiguiente juicio público en el que se la procesó por instigadora de la muerte de la joven, con el silencio reprobador de su marido. Por ello son singulares los revoloteos de estas monjas y novicias reprimiendo sus deseos, la soledad austera de la protagonista y la telúrica visita, tras siete años de reclusión y despojo de su hijo, de la sobrecogedora Zia Principessa (posible trasunto de la figura autoritaria y cruel de Elvira, no el único en la dramaturgia musical pucciniana), y el desenlace de la ópera.

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La engañosa sencillez de la trama es fácil trampa para los registas despistados y, lamentablemente, este fue el caso de Miguel Issa, en esta reedición de esta ópera, por primera vez en la Sala Ríos Reyna. Su pasión por las puestas coreográficas no le dio tregua en el ánimo de sobriedad que este título reclama. Puso a las religiosas a hacer unos aeróbicos o unos saludos yoguis al sol en las escenas iniciales. Aliado con la escenografía un poco inacabada de Francisco Caraballo y Edgar Guerrero, hizo descender y subir una impráctica estantería de botánica gigante de la que solo un gigante se serviría, pero su llegada y desaparición desde lo alto era lo más indescifrable. El corazón dramático de Suor Angelica despunta con la visita de la intimidante tía, y allí es donde hace falta un oficio mínimo para mantener lo que se representa lejos de la cursilería y la vulgaridad.

No lo consiguió: la Zia Principessa es un rol para contralto: su andar, sus gestos, su voz deben ser todo el tiempo terroríficos pero aristocráticos, incisivos pero calculados, oscuros y escalofriantes. Marilyn Viloria solo contaba con el buen hacer de sus facultades y técnica, pero carecía de casi todo lo demás, al estar desamparada por un director que no tiene para nada claras las ideas con esta obra. Pero además debió compartir escena con alguien que las tenía aún menos.

Cómo arruinar una ópera con una pataleta

Betzabeth Talavera es una cantante muy hábil, de innegables recursos e impronta vocal, y debía tener suficiente experiencia para el rol, pero demostró justo lo contrario. ¿En virtud de qué, esta mujer confinada durante siete años a expiar la culpa que ha admitido, resignada y, según el texto, habituada al ejercicio de su humildad, su paciencia y la fe en que la virgen le concederá los limitados beneficios de la absolución; por cuál coherente razón, insisto, despliega la pataleta insólita de arrancarse tocado, velo y compostura? Ni la época ni el rigor de la orden a la que se ha consagrado lo permitirían. Además de que invierte y deshace toda la relación de poder que la escena contiene. La Principessa resulta más víctima ante la soberbia y aspaviento de la sobrina, cuando debería ser lo contrario: el poder de los prejuicios nunca satisfecho de humillar al caído, a la falta imperdonable según sus parámetros, la frialdad y desapego familiares frente al sacrificio penitente. Todo eso rodó por el piso del escenario del teatro junto con las prendas arrojadas, y con ello la credibilidad del personaje, la coherencia del drama y la gradación teatral del final. La Talavera casi se redime en su “Senza mamma” cantada con muchísima sensibilidad, pero el cansancio al final le evitó la absolución. A partir de allí todo fue desatino, extravío en el escenario, incongruencia. Ni la soprano ni el público nos enteramos jamás de que tras la partida de la tía, ella ha quedado como en un trance que la conduce a la ingestión del veneno, y que este le devuelve la conciencia y el pavor fervoroso. La didascalia de la ópera propone la representación de un milagro con descenso de ángeles y aparición del hijo muerto de la protagonista. Los primeros fueron muy sensatamente obviados, el niño sí apareció, pero a la Talavera le dio absolutamente igual. Cuando el niño se le acerca y le da la mano, ella sigue haciendo aspavientos y olvidada de su dolor de madre frustrada ni se dio por enterada de su presencia. Ignoro cómo resolvió esta exigencia escénica la soprano Laguado. Esperemos que de forma más respetuosa con el texto.

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Los inoportunos silencios de la vis cómica

También es engañosa la unidad de espacio de Gianni Schicchi, que es tan o más coral que la Suor Angelica, y por ello requiere una dirección atenta en los movimientos de los 16 personajes que demoran por la escena. Uno pensaría que por la frecuencia con la cual este epílogo de Il Trittico se ha montado en Caracas en los últimos 30 años, tendríamos ya una sabiduría y una experiencia valiosa que aligeraría su compleja representación. Nos equivocamos estrepitosamente. Este fue el Schicchi más flojo y aburrido que hemos visto en la capital.

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Contenido de su inclinación a la danza, en la primera ópera, Issa se desahogó poniendo a bailar hasta a las sillas en su puesta, la significación o necesidad se nos escapa, pero de tanto agotar al signo, ya este es inofensivo. Lo que sí no lo es fue la deficiencia vocal alarmante de los ocho deudos de Buoso Donati. (Salazar, la pareja Camacho, Montenegro, Ramírez, Guerrero y Pineda. Al octavo me referiré más tarde), cada uno vestido peor que el otro, por el vestuario de más sombras que luces de César Córdova. Por más que Daniel Gil, desde el podio, fue condescendiente con ellos, la “sensación sinfónica” (de orquesta sin voces) fue reiterada. Solo los subtítulos proyectados salvaban la peripecia de la comedia.

Nos tocó la desventura del Rinuccio de Gregory Pino, caricatura desdichada de un tenor: voz de pobre calidad, timbre infeliz, notas agudas forzadas y casi estranguladas, y una presencia escénica deplorable más propia de un comediante, hoy precandidato presidencial, que de un cantante de ópera. Nueva evidencia de la laxa regia de Issa. Ojalá que Iván Cardozo haya hecho mejor justicia a la bellísima aria “Firenze è come un albero fiorito”, de la que en esta función ni nos enteramos.

Gianni Schicchi fue Álvaro Carrillo. Su instrumento, hoy en día un tanto cavernoso y bastante engolado, le limita considerablemente la proyección, que en este rol breve, pero exigente frente a la orquestación de los pasajes que Puccini le estructuró, es un elemento indispensable. Pero no fue ese su problema mayor, sino el de la ausencia de vis cómica durante la mitad de la representación: solo cuando estaba en el lecho de Buoso, consiguió despertarla, pero frases tan cruciales como “si perde Buoso”, “ma c’è l’ereditá!”, “Vecchia taccagna!”, la arietta “In testa la cappellina”, “Tutto è crollato!” y la advertencia a los parientes sobre la ley de Florencia contra los fraudulentos carecieron de la rotundidad y picardía cómica de la que hemos disfrutado en tantos cantantes criollos en un pasado absolutamente reciente. Se benefició más de una vez de los subtítulos. Tampoco lo ayudó la dirección de escena, pues solo la indulgencia del público podía hacer creíble que el maestro Spinelloccio no se diera cuenta de la presencia de Schicchi cuando va a chequear a su paciente. Es una falla, no obstante, frecuente de muchos montajes, pero precisamente para eso están: para aprender lo que no se debe hacer.

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Sobreponiéndose al malhadado vestuario que le endilgaron, Annelia Hernández reeditó su buen hacer y su voz lustrosa en su “O mio babbino caro. Del duettino final con Rinuccio, preferimos no hablar, no por ella sino por lo ya dicho del tenor Pino.

Spinelloccio (Eduardo Sammartin), el Notario (Deivis Martín) y los testigos (Abraham Ramos y Miguel Salvatierra) eran más graciosos y sonoros que todos los familiares de Buoso juntos.

Hubo ganancia con el Maestro Daniel Gil, quien manejó con mucha más destreza la sonoridad amplificada del TTC y consiguió mejores equilibrios con las voces con su Sinfónica Municipal de Caracas, sin embargo la morbidez y el vigor casi lujurioso de la orquesta pucciniana (los últimos minutos de Suor Angelica y toda la partitura de Gianni Schicchi, están entre lo mejor compuesto por este autor) aún estuvieron distantes.

Tras tres producciones de la nueva Compañía de Ópera del Teatro Teresa Carreño vistas en casi un año me permito una osada conclusión: las deficiencias más graves no están en el plantel vocal.

No digo más.

Caracas, mayo de 2023.

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