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Sí. ¿Qué pensarán de mí mis amigos? Digo, los de siempre, los que me han acompañado a lo largo del camino sin descanso y todavía están ahí. También los de alguna etapa importante: la infancia, la adolescencia, la universidad —“¡U, U, UCV!”—. Los compañeros de algún momento de lucha, los de la noche, los de los tragos y las novias, pero también los colegas de los hospitales, los del ajedrez y las canciones, los escritores y los académicos.

¿Y mis amigas? ¿Qué pensarán? ¿De verdad se habrán sentido halagadas por aquel piropo con aires de poesía? ¿O les habrá caído mal y, por decoro y por el mismo afecto que me profesan, nunca me lo dijeron? ¿Qué pensarían de alguna fantasía atrevida, como el deseo de una caricia furtiva o de un beso robado tras una vieja columna o en el banco escondido de algún parque? Pero todo quedó en la imaginación porque sabemos del valor de la amistad y del cuidado de ese precioso vínculo para siempre.

“A mí no me importa lo que piensen de mí mis amigos, porque yo no vivo del qué dirán”, se vanaglorian algunos. Pero nadie te había preguntado. ¿Y entonces? ¿Por qué la excusa que nadie te pidió? A mí sí me importa, porque ellos también son el reflejo de mi vida, testigos inmejorables de mi paso por el mundo. Ellos conocen mis verdades, mis fuerzas y mis flaquezas, y a ellos les he entregado mis sentimientos más nobles. Por la seguridad y confianza que me brindan, nunca necesité mostrarles mi sombra ni los demonios que la habitan, y nuestros enfrentamientos jamás pasaron de leves escaramuzas. O tal vez sí, pero fue tan grande el dolor que sentimos, que empleamos rápidamente el bálsamo de la reconciliación.

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Me importa la opinión de mis amigos porque ellos me importan, porque valoro lo que piensan y aprecio sus puntos de vista. Y digo “aprecio” con toda la intención, porque mis amigos son piedras preciosas que se cotizan más alto que el más caro de los diamantes. El amigo verdadero, hay que decirlo, es toda una rareza, más escaso que el más precioso de los metales.

Mis amigos están en todo el mundo, en México, en Chile, en París y en Barcelona. Aquí al lado, en Colombia, o muy lejos, en Australia. Por supuesto que también, y sobre todo, están en Venezuela: en Maturín, donde pasé largos y espléndidos años; en Caripe, donde fui médico rural; en la bella tierra de Mérida; bajo el sol de Valencia o en el Llano. También en Caracas, naturalmente, donde nací, donde vivo y trabajo, compartiendo con seres muy especiales. Donde quiera que estés, cuando leas esto, sabrás que estoy pensando en ti.

Muchos otros, lamentablemente, ya se marcharon, dejándome el corazón diminuto, con una mueca de dolor en la cara y, en un gran prodigio de la física, llenándome de vacíos el alma.

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Yo le pido a Dios por mis amigos. Que los cuide y que los quiera. Que sea con ellos de verdad clemente y misericordioso, que se mantenga a su lado y nunca los abandone. Que tome sus pecados como travesuras de colegiales y no se moleste si son incrédulos porque ¿quién no tiene un momento de confusión, así ese “momento” dure toda la vida? Le pido que, si algunos están ciegos, su luz les haga ver pronto. Que, si alguno enferma, sane de una vez y para siempre, para que Él sienta la alegría que me han hecho sentir a mí.

Para mis amigos, mi casa, mi alma, mis risas, mi corazón y mi piel. Para mis enemigos, el olvido. Y para los demás, la bondad que Dios, lo sé, guarda para ellos. Pero en el cielo —eso también lo sé—, los cuartos más bonitos son para mis amigos: desde aquí pagué la reserva y, a los ángeles, lo juro, nunca les habían dado una propina semejante.

Ya encontré la respuesta a mi pregunta: mis amigos, los de verdad, los espontáneos y genuinos, los del compromiso sincero, los que nunca han fingido nada porque no aparentan lo que no sienten ni ocultan ninguna malicia, piensan lo mejor de mí, sienten y hacen lo mejor por mí. Y eso es lo que yo pienso, siento y hago por ellos. 

En este momento, amigo mío, envuelto entre recuerdos y fantasmas, otra vez tu risa rompe el silencio, la cerveza cae en las jarras vacías y el pan llena la cesta. Sí. Era eso. En eso estaba pensando y así, de repente, traje tu luz. 

Así vino tu luz para alumbrar de nuevo lo más negro de la noche.

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