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  • Este texto obtuvo mención honorífica en el Concurso de Crónicas: Dando voz a las historias silenciadas, organizado por El Diario, en el que se evaluaron 90 crónicas autobiográficas enfocadas en historias de resiliencia de grupos o poblaciones marginadas

La llamada fue breve, muy breve en verdad. “Hijo, Dios te bendiga. Tu mamá está mal”. Hubo una pausa en la voz de mi tía. Tomó aire y concluyó aquella conversación con la frase que me acompañaría desde entonces: “Ven a buscar a tu loca”. Había llegado el momento. Debía hacerme cargo, personalmente, de mi madre.

Durante 40 años, mi madre fue una enferma mental crónica, diagnosticada con esquizofrenia paranoide. Aquello, ya complicado para un familiar cercano en cualquier parte del mundo, me resultaba arduo. Dolorosamente arduo en la Venezuela de los años en que me tocó lidiar, siendo yo adulto, con atención médica, hospitalizaciones prolongadas, reinserción en el hogar, acceso a medicamentos y la vida cotidiana de mi madre.

En Venezuela, ningún seguro médico privado otorga cobertura a los trastornos mentales, como si estos no fuesen una enfermedad; mientras que, históricamente, la atención psiquiátrica vía Instituto Venezolano de los Seguros Sociales (IVSS) no está entre las prioridades de esa entidad, depauperada en líneas generales. Los enfermos mentales —lo viví en carne propia durante casi dos décadas con mi madre— son sencillamente los últimos de la cola dentro de un sistema de salud público que perdió su norte de privilegiar al enfermo, al paciente.

En muchas de las tantas veces que lloré en algún banco de la sede del IVSS de Sebucán, bien sea porque no me aceptaban un documento o porque una medicina no estaba en inventario y resultaba costosísimo comprarla en una farmacia o porque literalmente estaba harto y agobiado con la carga que me había tocado, terminaba pensando que quienes estaban peor que nosotros eran los locos, los olvidados.

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“Y usted anda solito con todo esto”, me preguntó una enfermera la primera vez que me adentré en la atención psiquiátrica que funcionaba en Sebucán, tratando de “meter en el sistema” a mi madre. Ella nunca había trabajado, yo ejercía profesionalmente sin cotizar ante el IVSS, pero una de esas manos amigas me incluyó ficticiamente como trabajador de una ONG de derechos humanos. Al estar afiliado al Seguro Social, podría paliar la situación y aquello resultaba absolutamente necesario.

Una semana de hospitalización en una clínica privada me había consumido todos mis ahorros y un médico de ese mismo centro psiquiátrico me dijo, honesta y duramente: “Venga a buscar a su madre, ella requiere hospitalización prolongada y, por lo que veo, usted no podrá pagarla. Esta clínica es para personas con otro estatus económico”. Aquello fue otro golpe en medio de una situación que ya me tenía descorazonado.

Aquella clínica privada, en la parte alta de Los Palos Grandes, fue aleccionadora en varios sentidos. Allí, por primera vez, estampé mi firma en un consentimiento para hospitalizar a mi madre. Como suele ser en los casos de los enfermos mentales, el pariente más cercano suscribe para exonerar a la institución de toda responsabilidad sobre lo que, en cualquier caso, termine ocurriendo con el familiar que ingresa.

Aquel día, en ese acto que la clínica incluía dentro de los trámites administrativos, sentí que la vida de mi madre dependía completamente de mis decisiones y, aunque luego esa escena se repitió varias veces a lo largo de los años, nunca dejó de generarme un temor telúrico que se me concentraba en el estómago y del que solo podía sobreponerme cuando lloraba. Era el dolor de la soledad ante un hecho que me sobrepasaba.

No solo debía hacerme cargo de mi madre, en todo sentido, al ser hijo único, sino que viví aquello de una manera dolorosa y solitaria, aunque muchas manos solidarias me ayudaron en diversos momentos. La llamada de mi tía, hermana de mi madre, fue una suerte de clarinada de lo que viviría los años siguientes. La locura que arropaba a mi madre la distanciaba de su familia, tal vez con un temor inconsciente de que aquellos episodios delirantes que se hacían frecuentes en sus crisis psicóticas terminaran siendo contagiosos para ellos.

Estaba llegando a los 30 años para entonces. Me sentía solo, muy solo. La loca de mi madre era enteramente mi responsabilidad, ella con su enfermedad era mi problema, pero no siempre fue así. 

El ángel de la guarda

Mi madre tuvo su primera crisis severa, que ameritó una hospitalización de algunas semanas, cuando yo era un niño. Tenía 9 años y en ese entonces vivíamos en una ciudad lejos de Caracas. Mi madre y yo, junto a quien siempre consideré mi padre, vivíamos en una zona popular. Estudié, jugué, hice travesuras, llevé la vida habitual de un niño hasta esa primera crisis psicótica. Mi madre había intentado agredirse con un cuchillo y antes había intentado hacerlo contra quien me había asumido como su hijo.

Aquel hombre, bastante mayor que mi madre, era médico. Decidieron vivir juntos cuando yo tenía un par de años de nacido y desde que tuve consciencia de las cosas siempre estuvo allí, fue mi padre. Él realmente la amaba. Tuve esa certeza después de vivir tantos traspiés con su atención psiquiátrica, cuando tantas veces renegué de mi destino. Tras aquella primera crisis, a la casa regresó otra persona. Desde entonces, mi madre consumió altas dosis de medicamentos, engordó bárbaramente y años después supe que también había perdido el apetito sexual.

Durante los siguientes 20 años, mi padre se hizo cargo de todo y logró mantenerla estable. Como era usual en aquel tiempo, tenía un esquema de medicación que, literalmente, la noqueaba. No había, ni existe aún, cura para la esquizofrenia. En esencia, los medicamentos tranquilizan al paciente, lo hacen una persona dócil, y cuando las cosas están muy graves, lo duermen.

Mi infancia transcurrió en soledad. Mi madre dormía mucho tiempo, mi padre no solo tenía varios trabajos, sino que también tenía su familia principal, nosotros fuimos la “casa chica”, como suelen decir en México. Él estaba pendiente de todo, nada nos faltó y, especialmente, se hizo cargo de mi madre. Gracias a ese sostén que me dio mi padre, me dediqué a estudiar, luego pude irme a Caracas a cursar la universidad y viajé al exterior. Si bien ningún día de mi vida pude olvidar que mi madre estaba loca, como me decían vecinos y familiares, ella no era mi responsabilidad.

Aquel ángel de la guarda me llamó un día. Yo estaba acercándome a los 30 años y estaba fuera de Venezuela, trabajando como periodista en el extranjero. Me dijo que tenía cáncer. Siendo él médico, estaba muy claro de lo que vendría con su salud. “Llegó la hora de que te hagas cargo de tu mamá”, me comentó sin amargura, ni ofuscación. Era el ciclo de la vida, él estaba ya de despedida y había llegado mi momento. Una amiga de la adolescencia me recordó entonces que, cuando éramos chamos, yo ya hablaba de que me llegaría esa hora.

En medio de la ignorancia y la soledad

Tras la muerte de mi padre, empezó un periodo de sobreexigencia para mí, en relación con la generación de bienes económicos. No solo debía sostenerme en Caracas, sino hacer frente a todos los gastos hogareños de la casa de mi madre, que incluían sus medicamentos de uso cotidiano para la esquizofrenia. Comenzó entonces un proceso personal: tratar de entender aquella locura de mi madre. En el camino, en medio de mi ignorancia sobre las enfermedades mentales, cometí, quizás, un gran error.

En mi familia materna se había hecho común decir que mi padre, siendo médico, no buscó opiniones distintas a las de sus amigos. Con una fama bien ganada de tacaño, se decía con frecuencia que llevaba a mi madre con sus amigos médicos porque no le cobraban. Crecí oyendo esto. Era cierto que no pagaba por aquellas consultas, en un gesto solidario de sus colegas, pero el nivel crónico de la enfermedad mental de mi madre no dejaba espacio para otras cosas más allá de ajustar y administrar los medicamentos, como me dijo años después la psiquiatra que me permitió comprender el tremendo error que yo había cometido tras la muerte de mi padre.

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Cuando falleció de cáncer, mi papá ya estaba bastante mayor. Poco tiempo después, el psiquiatra que era su amigo y que atendía a mi mamá, viejo y cansado, decidió retirarse. Aquello me puso en la urgente situación de buscar otras opciones, porque algunos de los medicamentos de mi madre requerían necesariamente de una orden médica. Alguien conocido me recomendó un tratamiento alternativo para su enfermedad.

Estaba tan ansioso de tener una mamá normal —había sido uno de mis juegos solitarios cuando era niño—, y a la vez era tan ignorante sobre la esquizofrenia, que terminé llevándola con una doctora con título de psiquiatra y con un enfoque alternativo no farmacológico de las enfermedades mentales. 

Ya entonces mi madre tenía algo más de 20 años tomando fármacos. La doctora apeló a agujas de acupuntura, flores de Bach y medicina naturista, mientras iba disminuyendo las dosis de las medicinas tradicionales para la esquizofrenia. Sin medicación, mi madre tuvo entonces una suerte de epifanía cargada de dolor, gracias a la cual pude terminar de entender que ella, en toda esta historia de enfermedad, era en realidad una víctima.

Cuando mi mamá se descontroló de forma severa, tras un largo periodo sin medicamentos y sin que las opciones alternativas la contuvieran, aquella psiquiatra —como mi tía— también me llamó para decirme que me llevara a mi madre a Caracas, donde yo vivía, que ella ya no podía hacer nada. La decisión recomendada era internarla y en la ciudad donde estaba mi madre no había instituciones con mínimas condiciones de salubridad.

Recordé mi infancia. Al caminar desde el parque zoológico hacia la avenida por donde pasaba el transporte público, veía el centro psiquiátrico público. No pocas veces los propios enfermos mentales hacían huecos en la pared que daba la calle y los transeúntes se paraban a mirar y a reírse de los locos. Por alguno de esos huecos, de niño, veía a personas comer sus excrementos, caminar en círculos completamente desnudas o, sencillamente, estar acostadas en el suelo mirando el cielo. No podía permitir que mi madre terminara en un lugar como ese.

Así que, con ella en Caracas, sin dormir y sin parar de hablar durante varios días, escuché una y otra vez el episodio más triste de aquella vida desdichada. De niña fue violada por su padrastro y su madre, mi abuela, no solo no le creyó, sino que siguió viviendo con aquel hombre. Luego, en mi propio proceso terapéutico, entendí que en ese momento se incubó su enfermedad. Aquel episodio tan doloroso, que fue incapaz de procesar y que además debía olvidar, pudo haber sido el detonante de su esquizofrenia. 

También supe sobre mi origen no deseado. Mi madre me dijo que con apenas 19 años, sin haber terminado la escuela primaria y asustada por lo que diría su familia, intentó abortarme por varias vías. No quería que yo naciera. Estaba embarazada de un hombre de más edad, que en esos días se preparaba para casarse y que directamente le dijo que no tendría ninguna responsabilidad con ella ni con su barriga. Por alguna razón estuve tan aferrado a ella en el vientre que cuando nací me sacaron con mucho esfuerzo en un trabajo de parto con fórceps. Mi madre me contó esto mientras masticaba la comida y de forma incontrolada me la escupía en la cara.

Pese a todas estas señales y al descontrol que la atravesaba, rechazaba la idea de que mi madre fuese internada. Guardaba la esperanza de que algo milagroso ocurriera. En mi ignorancia de entonces, le pedía que tuviera fuerza de voluntad. Me negaba a aceptar que, con mi madre siendo una enferma mental crónica y con dos décadas de medicación, yo no pudiera improvisar o experimentar. Me tocó aprender dolorosamente que no hay soluciones mágicas para la esquizofrenia.

Como ocurrió en mi infancia, en un pico de descontrol, mi madre tomó un cuchillo y trató de agredirse. No quedaba otra opción que internarla. Así llegué a la clínica privada en Los Palos Grandes y poco después comenzó mi historia de varios años acudiendo a Sebucán, los cuales derivaron muchas veces en hospitalizaciones prolongadas en clínicas subsidiadas por el IVSS en San Antonio de Los Altos y San Bernardino.

La loca nunca estuvo sola

Han pasado ya varios años desde la muerte de mi madre. Un cáncer se extendió por varias partes de su cuerpo. El día que falleció, tras una larga convalecencia, no solo descansó ella, sino yo. Sentí que la responsabilidad que la vida había puesto sobre mis hombros ya había cesado. Supe con antelación que su enfermedad estaba en etapa terminal y eso favoreció que, en aquellos que fueron sus meses finales, pudiera reconciliarme con ella y con mi historia. Asumir que quien era yo en la vida se lo debía al hecho de haber tenido aquella madre, de haber tenido aquella gran responsabilidad.

Aquel primer día que fui a Sebucán, la enfermera no solo constató que yo estaba solo, sino que me hizo ver otra arista que luego tendría muy presente en los años siguientes, cuando lidié con mi madre en centros de salud, hospitalizaciones e interacciones familiares. “Lo bueno es que su mamá no está sola”, me dijo. 

Me sentía derrotado luego de varias horas de espera y diligencias que no fructificaron. No lograba que a mi madre la “metieran en el sistema” de la Dirección de Psiquiatría del IVSS. Hablar de sistema era un eufemismo. Solo bastaba —y aquella enfermera fue determinante para que ocurriera finalmente— que tomaran una ficha de cartulina, la llenaran con los datos de mi madre y me asignaran una consulta de emergencia.

En medio de un ambiente generalmente apático y descortés, también conseguí a diversas personas solidarias que fueron decisivas para lograr ingresar a mi madre en clínicas de reposo, que, al tener un subsidio oficial, ofrecían tarifas manejables. En varios de estos lugares presencié la soledad de los locos y fui testigo de cómo los familiares llevaban o enviaban cada semana ropa limpia, retiraban la sucia y dejaban algo de comida, pero se negaban a hacerle compañía a sus enfermos mentales allí recluidos. Asistí a visitas en patios donde abundaba la soledad, ya que pocos decidían pasar una hora a la semana en esas instalaciones con sus seres queridos. Para ellos, la locura era un trámite administrativo o logístico. En mi caso, y especialmente cuando mi madre estuvo internada, tuve que vencer mi deseo inicial de mandarla al carajo, de dejarla internada y olvidarme de ella. No pude, nunca pude. Decidí estar.

Siempre la visité, pero cuando no podía ir, por algún viaje de trabajo, contaba con manos solidarias que iban a hacerle compañía. En los años en que ella debió vivir conmigo, porque sencillamente era inviable que habitara otra casa por más compañía que tuviera, tuve un respaldo familiar repleto de paciencia, porque mi madre, incluso en sus mejores momentos, podía sacar de quicio a cualquiera.

Fueron diversas las mujeres que le hicieron compañía y la atendieron. Aunque eran relaciones en las que había un pago por sus servicios, le brindaron atención, cuidados y cariño. Me obligué a estar, pero solo ocurrió cuando entendí la complejidad de ser un enfermo mental. Y sí, fui a buscar a mi loca cuando me llamó mi tía y cuando más tarde lo hizo la psiquiatra alternativa. Hoy, solamente puedo decir que mi madre no estuvo sola.

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