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Va terminando 2024, año convulso que posiblemente será polvo de venideros e inminentes lodos, y la ópera venezolana va junto con él contemplando su crepúsculo sin demasiado cenit. Después del ya comentado espectáculo dedicado al centenario de Giacomo Puccini que nos presentara el Teatro Teresa Carreño (TTC), entramos indefectiblemente en la curva descendente del año lírico. En esta crónica comentaremos dos momentos más, consecutivos de esa despedida.

El primero de ellos fue la edición 2024 del Opera Gala Caracas, que en su tercera entrega se trasladó esta vez al Teatro Municipal, en cuyos casi legendarios recintos recibimos la grata sorpresa de su cuidado ambiente. Pulcro el terciopelo rojo, recuperadas las balaustradas de madera y sus majestuosas escalinatas, luminosos y románticos sus corredores, con sus lámparas antiguas y sus ventanales, y unos baños de verdadero primer mundo, junto a un aire acondicionado repotenciado hicieron de casi ideal marco a la acústica siempre notable de esta vetusta sala guzmancista, donde el arte lírico vivió sus momentos más dorados e inolvidables, durante más de un siglo. Caracas cambió, y cambió también su ópera, su público, la infraestructura y la producción de sus espectáculos y la recepción de los mismos. Por ello volver al Teatro Municipal fue como entrar a un entrañable tunel del tiempo que nos devolvió por menos de dos horas a un pasado capitalino del que nos resistíamos a regresar al contexto actual.

Puccini de vuelta en el Municipal

Pero lo actual está y no se ausentó ni por un momento. La Opera Gala Caracas de este año quiso sumarse al año Puccini, pero quedó vulnerado por el precedente espectáculo del TTC, en donde se cantaron casi los mismos números con muchos de los mismos cantantes. Esa sensación de reiteración afectó la recepción. Tambien 2024 estuvo presente en la exigua asistencia. Asistimos a la función del sábado 23 de noviembre y la concurrencia era selecta pero poco nutrida. Del frescor de la sala pasamos a una sensación de frío al faltar el equilibrio del calor del respetable, como cuando vamos al cine y en la sala no pasamos de las 10 personas. Caracas es otra y su centro y casco histórico ya casi inexistente no son todo lo hospitalarios que deberían ser o fueron un tiempo.

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Y por último se manifestó también en el contingente vocal. El espectáculo que consistía en una suerte de antología pucciniana, enfocada en la trilogía más popular del compositor, Bohéme,  Tosca y Madama Butterfly, quería ofrecer, con su escenografía y dirección escénica, cuadros extraídos de las óperas completas. Y el dispositivo funcionó sólo una vez: con la selección de La Bohéme en las últimas tres escenas de su Acto I, protagonizadas por las mejores voces de la velada: el Rodolfo de Iván Cardozo y la Mimí de Annelia Hernández. La puesta en escena, en esta primera parte, firmada por Carlos Scoffio, se amparaba fundamentalmente en la escenografía, aquí bastante concreta y lograda, con los ventanales mirando hacia la Tour Eiffel y algo que podía ser Sacre-Coeur o Les Invalides. El anacronismo fue medular en este espectáculo, así que muy temprano nos dimos cuenta de que era ocioso buscar exactitudes, aunque a ratos se hiciera agresivo el desfase. No fue el caso en La Bohéme. Su principal falla radicó en lo mismo que los otros dos cuadros: abandonar a los cantantes a la soledad del escenario. La soprano fue más diestra y se amparó en una astuta discreción, pero el tenor daba vueltas un poco caóticas por la escena y sus brazos y gestos estaban más cerca de lo artificial que de la naturalidad que un título como Bohéme demanda.

En la acústica real del Municipal, la voz de Cardozo adquiere su verdadera dimensión: no demasiado amplia mantiene igual su frescura, seguridad, tono brillante y su ligereza al frasear. “Che gelida manina” es un aria narrativa que exige multitud de matices que relaten al Rodolfo poeta, enamorado, irónico de si mismo, consciente de su condición. Más de la mitad de lo cual está ausente en su interpretación, lo cual es hasta misterioso, pues teniendo firme su do de pecho, disfrutar el aria ya debería serle obligado. Annelia Hernández se destacó por el hermoso timbre y la elegancia al describir a su Mimí. Aún le quedan lejanos algunos secretos del fraseo y la intensidad pucciniana y de los cuales el “Sí, mi chiamano Mimí” es como el manual de texto, pero su comunicatividad fue muy cercana. El ensamblaje de voces en el “O soave fanciulla” dio notables frutos. Mucho más que la orquesta un poco anémica de Daniel Gil.

Fin de año lírico en Caracas: rompecabezas y joyas inesperadas
Foto cortesía

Opera en rompecabezas

Al salir de París, el naufragio comenzó a ser inevitable y evidente: de Madama Butterfly se nos ofrecieron unos fragmentos inconexos que a quienes asistían a un primer contacto con esta ópera les resultarían incomprensibles: primero una japonesa vestida de secretaria cantando Un bel dí vedremo, soñando que su Pinkerton regresará pronto; salto a escena con catalejo, secretaria y criada o dama de compañía, esta sí, estrechamente enfundada en un kimono y a la que obligan a estar todo el tiempo en escena para cantar solamente el Dúo de las flores, y nuevo salto a la secretaria ahora cubierta con un haori blanco haciéndose un harakiri, precedida de un coro en los balcones del teatro cantando a boca cerrada. Si a ello sumamos que la Butterfly de Patricia Laguado aún está distante de la envergadura de su rol (los centros se le disipan en el tejido orquestal) y su gestualidad es estereotípica y no compleja, como debe ser un personaje que crece delante de nuestros ojos durante la ópera, debemos decir que, salvo los juegos cromáticos de la iluminación y el decorado, el vuelo de esta mariposa pucciniana fue muy efímero. No poco aportaron a ello las tijeras de su regista Deiby Fonseca.

Aún nos tocó presenciar el choque del barco contra los acantilados. Fue con Tosca, en un rompecabezas que le encargaron a Gaspar Colón que armara con retazos igualmente inconexos de la ópera, como en Butterfly, pero aquí tenía el handicap de las voces inadecuadas para sus personajes. Robert Girón a quien Cavaradossi se le derrama por las numerosas fisuras que tiene su canto: registro agudo irresuelto, respiración errática que le dificulta el legato y el fraseo sensual pucciniano, una confusión entre el canto en pianissimo y el abuso de los falsetes. Un par de gallos ribetearon su olvidable prestación. Pero su Tosca, Kimberly Maneiro no está, por su presunta juventud, en mejores condiciones para afrontar el acerado rol, a pesar de que sus selecciones contenían las menos comprometidas. Y es que Vissi d’arte es un aria a la que hay que abordar sobre todo con respeto, pues de lo contrario nos encontramos con las entonaciones aproximativas y las frases de corto aliento que marcaron su lectura. El mismo Gaspar Colón en persona abordó el Te Deum, en el ir y venir de un acto al otro que fue esta fallida antología de Tosca. Aquí el anacronismo del que hablamos arriba fue verdaderamente ofensivo: Tosca iba según la moda de la época del directorio, pero sus compañeros de escena iban de lo más actuales, cuando no esperpénticos como los cinco trapos que como vestimenta lucía el Scarpia resurrecto del Te Deum. La ópera no puede armarse y desarmarse como un rompecabezas sin hacerla irrisoria y absurda. 

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El coro Orfeón Libertador fue eficiente en sus dos intervenciones, superando al veterano Coro del Teatro Teresa Carreño en el coro a bocca chiusa de Butterfly, pero ni así pudieron sobrevivir a la zozobra de Tosca en el Te Deum.

Daniel Gil, al frente de la Orquesta Sinfónica Municipal, desaprovechó la cálida acústica del Municipal y dirigió con escaso sentido teatral. Pero me dedicaré a él en la próxima parte.

Fin de año lírico en Caracas: rompecabezas y joyas inesperadas
Foto cortesía

El retorno de Hadar Halévy

Diciembre llegó con un regalo sorpresa para los operófilos. La mezzosoprano israelita Hadar Halévy volvió a Caracas, después de 13 años para brindarnos un concierto casi secreto en la Sala José Felix Ribas el 1 de este mes. La artista, que viene de cantar frecuentemente en prestigiosos escenarios internacionales, nos proponía un concierto desafiante que iba del belcanto belliniano a los abismos sensuales de la Carmen de Bizet, pasando por un puñado de los más conflictivos y arduos roles de esta cuerda en la literatura operística, en lo que resultó ser la antípoda positiva del concierto que presenciamos al final del primer trimestre de este año con la más mediática Sonya Yoncheva: todo lo que faltó entonces abundó en este concierto de la Halévy: riesgo, un programa coherente y demostrativo de las facultades y del arte de un cantante,  la internalización visceral de los roles y los fragmentos ofrecidos y una entrega inmediata a la audiencia que la esperaba con la misma expectativa que a la diva de abril.

Si de algo adolecía el programa era de continuidad estilística, por lo cual verla navegar de la melodía larga larga de Bellini al feroz verismo de Cilea, de allí a la sutileza francesa de Offenbach o a la voluptuosidad de Dalila en Saint-Saëns y vuelta al telurismo verdiano de la Azucena del Trovatore, que desembocó en la gitana bizetiana con leve escala en la elegíaca Charlotte de Massenet, era una suerte de placer morboso: ¿cómo haría para no tropezar en estos saltos y perder el rumbo del concierto? No siempre salió airosa, es cierto. Sadao Muraki en su prescindible introducción al concierto recordó a Dolora Zajic en un concierto memorable en la década de los noventa, que fue una verdadera historia del canto de la mezzosoprano. Ese criterio pedagógico faltó en la Halévy, pero sobraba su audacia, su valentía y su seguridad en los abordajes de sus roles. La selección belliniana de su juvenil Adelson e Salvini sería, dada su belleza, retomada en I Capuleti e I Montecchi y en Bianca e Fernando. Con todo el sentido melancólico y amparada en intachable legato, la Halévy marcó su primera pica en Flandes.

Pero ya en su “Acerba volutta” de la Adriana Lecouvreur, nos dejó saber con que cantante nos estábamos comerciando: el fraseo intenso, el sonido oscuro, tenso, de corposo e insolente impronta, como es cada vez más infrecuente en teatro alguno del orbe atestiguar, construyó a una  Princesa de Bouillon convulsa e intensa en sus celos y orgullo herido.

Siguió a ello una exquisita Barcarolle de Los cuentos de Hoffmann de Offenbach, en la que fue acompañada por una de nuestras más prometedoras voces líricas: la de Greilys Bracho en este siempre mágico y seductor momento de una ópera fantástica. 

Esperando la veta teatral

Entre cada intervención de la mezzo, la Orquesta Sinfónica Municipal dispensaba un preludio, intermezzo o fragmento sinfónico de distintas óperas. Daniel Gil es un director de batuta acertada y vigorosa, que parece tener una disposición especial para la ópera. Cuando descubra el misterio del efecto teatral, de los matices dinámicos que se convierten en nervios dramáticos, la sutileza de los solos instrumentales en el acompañamiento de un aria, el tempo cantabile y la pulsión vibrante de lo percusivo, tendremos un director de ópera apto para el melodrama. Mientras tanto tenemos a una batuta que hace sonar con presteza y limpidez a la orquesta,pero que no expresa las pasiones intrínsecas de sus tramas. Faltó transparencia en el Intermezzo de Adriana Lecouvreur, el dionisos explosivo de la coda de la Bacanal de Sanson y Dalila, las dinámicas imprescindibles de Cavalleria rusticana (recomiendo escuchar más atentamente a Karajan o Levine en este apartado, para entender de que hablamos), y aunque su Interludio de Carmen fue lo mejor de su prestación, gracias a los cautivantes legati de sus maderas, todavía echamos de menos un poco más de abandono. En su descargo recordaremos que dirigió el concierto entero de corrido, sin ir a tomarse ni un respiro en los intervalos de la cantante, por lo cual hizo sobre el podio el equivalente de una Sinfonía de Bruckner entera.

Volvamos a Hadar Halévy en las aventuras de su repertorio donde nos dejó ver sus falencias y valores. Su “Mon coeur s’ouvre a ta voix”, de Samson et Dalila, comenzó impregnado de su fraseo variado, elegante, carnal, magnético, pero no todo fue concordia entre ella y el maestro Gil, que fue inestable en el pulso con que acompañó a la mezzo en este aria; la difícil pero no inaccesible simbiosis entre canto y expansión orquestal que el pasaje requiere en su segunda parte, se fue diluyendo y la misma tersura del legato de la Halévy se fue disipando.

En la más violenta “Condotta ell’era in ceppi” del Trovador verdiano, Halévy tenía en el combate de mi memoria a dos formidables rivales: Fiorenza Cossotto de quien aún me resuena su “drizzarsi ancor” cavernoso, casi ctónico en el Teatro Municipal hace más años de los que yo debería recordar y el otro, el fantasma invocado por Muraki: la Zajick ,quien dejó una trampa casi insalvable en la Sala Ríos Reyna para sus sucesoras. La Halévy volvió a iniciar con mucho brío y color absolutamente certeros para su encarnación, pero a medida que la narración se hacía más fogosa y tétrica, ella impulsada por un approach más lírico (la escena en realidad es un diálogo con Manrico, el protagonista) iba perdiendo mordente en el fraseo y de la oscuridad citada en las frases evocadas, no asistió ni el eco.

Fin de año lírico en Caracas: rompecabezas y joyas inesperadas
Foto cortesía

Una muy breve incursión por la Charlotte del Werther de Massenet no nos permitió valorar su real adecuación al rol. Mientras que la vocalidad de Carmen, una de las óperas más difíciles del repertorio, se asienta en su variedad que mezcla aires populares para sus fragmentos más célebres, una expresividad casi infinita en sus escenas interactivas con los demás personajes y un dramatismo desgarrador para sus dos actos finales. La Halévy se mostró ideal para el primer estilo, pues su canto es elegante, mórbido y cautivante y en un legato magnético nos envolvió en su Habanera, para la que reservaba una sorpresa, pues en la parte del coro de “L’amour est un oiseau rebelle”, la acompañó desde el público, un puñado de jóvenes cantantes de la Compañía de Ópera del Teatro Teresa Carreño, en un giro que encantó aún más al público, ya absolutamente cautivo de la mezzo israelí. Una simpatica Seguidilla de la misma Carmen y una canción judía cantada con el acompañamiento del piano del Maestro Muraki y donde la cantante hizo más patente aún, si esto cabía, su entrega en escena, concluyeron el programa con la sensación de haber encontrado en el aire del crepúsculo, una joya inesperada.   

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