Roma no cayó, se bautizó

José Gregorio Silva
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José Gregorio Silva - Coordinador de edición
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La designación de un nuevo pontífice no es solo un evento religioso: es la reactivación simbólica de un poder milenario. Las campanas de San Pedro, el humo blanco y el anuncio en latín desde el balcón central no remiten únicamente a la fe, sino también a una herencia imperial que ha sabido trascender épocas. Más que una institución religiosa, el Vaticano es la versión espiritual del Imperio romano que nunca terminó de caer. Cambiaron los dioses, pero no el centro de poder.

El papa es una figura que, en otro tiempo, bien podría haber sido un César. Vive en Roma, se expresa en latín, tiene su propio Estado y es recibido con honores por líderes de todo el mundo. Incluso los rituales, la vestimenta y la arquitectura parecen salidos de una continuidad que atraviesa siglos. No es casual. La Iglesia católica no solo heredó la organización y la visión universal del Imperio, sino que la refinó bajo otro relato: el de la fe.

Ya desde finales del siglo IV, con el Edictum Thessalonicense emitido en el año 380 por el emperador Teodosio I, el cristianismo niceno fue declarado la religión oficial del Imperio romano. Este acto transformó la estructura imperial en una maquinaria espiritual, marcando el fin del pluralismo religioso romano y el inicio de una nueva era en la que el cristianismo moldearía cada faceta de la vida pública y privada.

El título de Pontifex Maximus, que hoy ostenta el papa, era originalmente el del sumo sacerdote pagano del Imperio romano. Su raíz etimológica —de pons (puente) y facere (hacer)— lo define literalmente como “el que construye puentes”. “Maximus”, por su parte, señala la supremacía del cargo, el más alto en la jerarquía religiosa romana, convirtiendo al Pontifex Maximus en el líder supremo que mediaba entre los dioses y los hombres. Pero no solo entre los hombres y los dioses, sino también entre épocas, cosmovisiones y estructuras de poder.

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Los romanos sabían de puentes: muchos de los que levantaron hace más de mil quinientos años siguen en pie hoy, testigos silenciosos de una ingeniería obsesionada no solo con la utilidad, sino con la permanencia. Que el líder espiritual de la Iglesia conserve ese título no es un gesto arqueológico, sino una declaración de continuidad histórica. Cuando el papa bendice Urbi et Orbi, a la ciudad y al mundo, no solo repite una fórmula litúrgica: reafirma la función milenaria de tender puentes entre el poder terrenal y el orden trascendente.

La Iglesia se concibe a sí misma como Ecclesia Catholica, una comunidad que trasciende pueblos, gobiernos y épocas. Como en Roma, su vocación no es local, sino universal. No responde a una frontera, sino a una promesa de eternidad.

Los padres de la Iglesia, como san Agustín, comprendieron bien este tránsito. En La ciudad de Dios, escrita tras el saqueo de Roma en el año 410, el obispo de Hipona proponía una distinción entre la ciudad terrena —efímera y corruptible— y la ciudad divina —eterna y verdadera—. Pero lo que quizás no anticipó del todo fue que esa ciudad divina adoptaría muchas de las formas de la terrena: jerarquía, diplomacia, códigos, arquitectura, poder. Es la translatio imperii, ese concepto historiográfico medieval según el cual la historia es una sucesión de transferencias de un imperium —de Roma a Bizancio, de Bizancio al papado, del papado a las monarquías cristianas— como si el poder, lejos de extinguirse, simplemente mudara de vestidura.

Ad Astra Per Aspera

José Gregorio Silva
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