Frank Underwood, el recordado protagonista de la serie de lanzamiento de Netflix, House of Cards, saborea la convicción en uno de sus no menos memorables soliloquios a cámara: “El dinero es una mansión en Sarasota, que luego de 10 años es una ruina. El poder es un antiguo edificio de piedra que permanece en pie por siglos. No siento respeto por alguien que no vea la diferencia.”

McMansion es término peyorativo al uso en los Estados Unidos en referencia a cierto tipo de vivienda que falsea con materiales e ingeniería de bajo costo el emplazamiento de una residencia señorial. El prefijo Mc, obvio, refiere a la marca por excelencia de la llamada “comida chatarra”, metáfora de la civilización del consumo. Tal vez, sea ese el tipo de mansión a la que el personaje se refiera.

El consumo solo requiere dinero, poco o mucho. Lo que resulta inaceptable al talante de un tipo como Frank Underwood es que la vacua operación del shopping asimile a ese enigma en el que tanto se emplean los filósofos y dramaturgos desde la antigüedad: el poder. El mismo Underwood, diligente epígono del malogrado Macbeth, un par de temporadas más adelante voltea a cámara para matizar su sentencia: “Siempre he dicho que el poder es más importante que el dinero. Pero cuando de elecciones se trata, el dinero da poder…”

Que los votos se compren no es nuevo. Se compran y se venden sin pensar en designios ni conjeturas. Se obtiene poder a cambio de dinero en efectivo, preferiblemente; tan fácil como ir de shopping. El problema viene cuando la certeza de Underwood se impone como un inconmovible y milenario edificio que admite muy pocos huéspedes. No hay dinero que pague una noche adicional en esa posada; he ahí el enigma de marras o solo el azar.

Quien quiera el poder del que habla el personaje de la sonada serie de televisión creada por Beau Willimon, habrá de contarse con “el don de la profecía”, como diría otro personaje, aunque manuscrito por William Shakespeare. La gloria proferida por la divinidad o acaso unas brujas en una estepa escocesa demanda, a su vez, el coraje de un héroe trágico; atributo no tan escaso en las cortes de antaño o las puertas de Troya, como sí lo es en las antesalas de los palacios de gobierno y los pasillos de los parlamentos de hoy. Underwood lo sabe y se siente invencible, puesto que no teme la ruina. El poder lo vale hasta la muerte; tal como parece empecinarse Macbeth, más cuando su dama así lo ordena.

Willimont, autor de series, se esmeró al honrar a Shakespeare con una criatura sin fisuras: un militante del poder, tan impecable en su empeño como impío. Pocos personajes hayan, tal vez, representado el mal con apolínea templanza. El mismo Macbeth duda y tiene remansos de arrepentimiento. Underwood, no.

Al desenlace trágico del héroe de House of Cards, le salió al paso el infortunio de la realidad real: el intérprete Kevin Spacey fue apartado de la producción, tras ser acusado por agresión sexual. Pero, el personaje que encarnó con éxito, llevaba para 2017 trecho suficiente del destino macbethiano, fiel a otra confesión a cámara: “El camino al poder está pavimentado de hipocresía…y víctimas. Nunca de arrepentimiento”.

Hay una nueva certeza de los tiempos que corren: siempre hay una votación (cualquiera que sea) a la vuelta de la esquina. De modo que el dinero va y viene, contante y sonante en negros maletines. El escándalo no tarda –dígase, no dura– y así continúa el mecanismo al que un autor de ficciones diera el nombre de “La lotería de Babilonia”.

El poder, azar o designio, es elusivo e inmaterial como la cumbre para el montañista extraviado. Los hay quienes lo confunden con algo más cercano al inframundo que al cielo; entiéndase, la oscuridad de una caja fuerte.

La lotería que conjetura Jorge Luis Borges deviene La Compañía, esa que “con modestia divina, elude toda publicidad”. Continúa la ficción: “sus agentes, como es natural, son secretos; las órdenes que imparte continuamente (quizá incesantemente) no difieren de las que prodigan los impostores”.

En el llamado mundo real, son muchas las compañías, y para el ciudadano siempre incrédulo y cautivo del azar, acaso no sea fácil distinguir al impostor. Agentes de un poder ilusorio, quienes entregan y reciben maletines ahítos de papel moneda, por igual, repiten la pifia que causa queja al impertérrito Underwood: “Él prefiere el dinero al poder”, advierte a cámara no más el lobista de ocasión sale de cuadro. “Un error que todo el mundo comete en esta ciudad”. La palabra “ciudad” en este caso traduce del original inglés “town”; “pueblo” al literal castellano, término que desmerece a la metrópolis que da asiento al gobierno de la mayor potencia del mundo. Pero, hoy por hoy, la política semeja una pequeña y maledicente parroquia; se corresponde más al villorrio provisional que medra de una recién descubierta mina –sobre todo en la mineral Venezuela.

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