• Alondra El Joauhari y Rami Noureddine llegaron al Líbano en 2018. Son de Coro, estado Falcón. Luego de una semana de la explosión que afectó a la capital libanesa, comentan para El Diario las consecuencias desde el punto de vista social, político y económico, para un país donde la guerra es una vieja costumbre. Foto principal: AFP / Patrick Baz

Son las 10:00 am del jueves 6 de agosto. En una escuela en downtown –o en lo que queda de ella–, una zona exclusiva de Beirut, todavía se respira polvo. El ambiente es desolador. Las ventanas estallaron, las puertas de madera volaron, y el techo ahora son solo láminas de zinc al desnudo. Todo forma parte del nuevo rostro de la ciudad: algunos edificios, que hasta hace poco eran símbolo de resistencia a la guerra y convivían con los más modernos de fachadas de vidrio, se convirtieron en estructuras grisáceas vacías, amorfas. Muchos quedaron inservibles, otros simplemente ya no están. Quizás vuelvan algún día. 

En medio del desastre, una cadena humana, la mayoría de ellos jóvenes, recogen los escombros, barren, limpian. Hacen lo que pueden. Se unieron para levantar a Beirut de las cenizas. Literalmente. No han pasado 48 horas de la explosión que dejó a al menos 300.000 damnificados, 6.000 heridos y 158 muertos, y la capital libanesa ya se levanta, otra vez, de la miseria. Ciudad rebelde atormentada por las guerras, por la sangre, Beirut se resiste a desaparecer.

Entre los cientos de voluntarios está Alondra El Joauhari. Viajó especialmente desde Aaramoun, una zona montañosa a 22 kilómetros de Beirut, para colaborar con la remoción de escombros. Todavía se le dificulta encontrar las palabras para describir lo que vio ese día y, cuando las consigue, las suelta una tras otra. Es impresionante, increíble, triste, devastador. “Nada es como antes”, lamenta.

El recuerdo aviva su elocuencia. Antes de la tragedia, para ella Beirut era la ciudad verde, liberal, donde lo antiguo y lo moderno confluyen para crear la atracción ideal. “Cuando tú vas por Beirut, lo sientes. Su estructura, su esencia”. También evoca a Caracas: Alondra es venezolana. Aunque nació y se crió en Coro, siente a Caracas y a Venezuela tan suyas como Beirut y el Líbano, el país de sus padres. Pero el lamento y la resignación duran poco. En estos días pos tragedia, el dolor se convirtió en reclamo, en hartazgo. “Nuestros líderes”, habla de los libaneses, “son ladrones, se están aprovechando de los ciudadanos”.

A pocos metros de Alondra, aunque los suficientes para no llegar a verlo, el paso de un hombre sobre el polvo y los escombros es noticia. Todos hablan de él. Viste camisa que recoge hasta sus antebrazos, corbata azul oscuro y tapabocas. Todos se agolpan para saludarlo, estrechar su mano, fotografiarlo. Para agradecerle. En las cinco horas que estuvo en Beirut, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, revolucionó el Líbano. Fue, de pronto, el inicio de algo todavía más importante.

Recién cae la tarde y Alondra debe volver a casa. Una llamada de sus padres para advertirle que grupos radicales golpean y maltratan a voluntarios en algunas zonas fue suficiente para poner fin al trabajo. Al final solo eran rumores, pero en un país en el que conviven los extremos políticos y religiosos, el temor a los conflictos bélicos es perenne. En la escuela, los voluntarios siguen con su arduo esfuerzo sin descanso. Alondra piensa en lo que falta por hacer. La explosión lo cambió todo.

***

— ¡Papá, acaban de bombardear el edificio! –dijo Rami Noureddine por el celular, con las pulsaciones a mil-.

— ¿Estás seguro? ¿Estás viendo lo que hay en las calles? –respondió de inmediato una voz un tanto menos nerviosa, todavía incrédula-.

De vez en cuando, Rami bromeaba con alguna situación bélica. Pero esta vez el tono era diferente.

— No, no me he asomado todavía –contestó de vuelta Rami para disipar las dudas, antes que su padre colgara la llamada-.

Entre el nerviosismo y el desconcierto, las sospechas iniciales apuntaban hacia un ataque de Israel. Eran las 6:08 pm cuando la normalidad dio un vuelco. En cuestión de segundos, el viejo edificio en la acomodada zona de Achrafieh, en el este de Beirut, era la representación exacta de un filme de guerra. Había vidrios rotos por todos lados, cables y láminas blancas colgaban desde el techo, y gotas de sangre fresca manchaban las escaleras. Para rematar, un olor a gas empezaba a inundar el apartamento de Rami. “O cierro aquí, o terminamos de explotar”, pensó.

Rami estaba en su habitación cuando sucedió todo. Primero, el silencio absoluto. Al poco tiempo, un leve temblor y el sonido de las cornetas que se colaban por las ventanas. Se puso de pie. Casi al mismo tiempo, sin poder hacer nada, el gran estallido, un ventarrón que se llevó todo a su paso. Por suerte, salió ileso.

— ¡No salgan del edificio! –le ordenaban los vecinos, en un árabe que Rami todavía no es capaz de reproducir-.

El temor era que, si se trataba de terrorismo, pudieran explotar otras bombas. Pero, por otra parte, la señal en los teléfonos era un indicio de que el motivo de la destrucción era otro. Cinco minutos después, dio con la respuesta: desde Venezuela, su país de origen, su papá fue quien le informó que la explosión se generó en el puerto, a casi cuatro kilómetros de distancia de donde vive Rami, y que había afectado a toda la ciudad. Los vecinos confirmaron: pedían a la gente que, ahora sí, podía salir. “No es una intervención”, “estamos a salvo”, gritaban para alentar la evacuación de los edificios.

Mapa de beirut sobre explosión en km y ubicación de entrevistados

Las instrucciones de su papá, a la distancia, fueron claras. Mantener la calma, ayudar a heridos como pudiera y luego pedir un taxi para regresar a casa de su familia en Ras El Matn, una ciudad en las alturas del Líbano, a 29 kilómetros de la capital. Rami obedeció.

Una vez afuera, la realidad era dantesca. Achrafieh pasó de las vitrinas lujosas, calles estrechas con piso de piedra y edificios de arquitectura moderna, a ser una zona de guerra. Algunos carros de último modelo, que hasta hace poco todavía robaban alguna mirada de fascinación, ahora eran casi lata inservible; otros quedaron casi intactos.

En medio de la polverada, un hombre –pañoleta en brazo y otro en la cabeza para cortar con el sangrado– gritaba cosas en árabe. Rami no entendía qué decía, pero eran gritos de angustia. Las nubes se volvieron rojizas. El motivo, explican los expertos, es el nitrato de amonio; ese día explotaron 2.750 toneladas, según informó después el gobierno libanés. Pocos minutos más tarde, un choque entre tres carros alteró aún más el ambiente. Cornetas, sirenas de ambulancias, gritos. Caos.

— Es como una escena de Call Of Duty, cuando vas pasando como por un desierto bombardeado –ejemplifica Rami-.

La Beirut que quedó: la vivencia de dos venezolanos en el Líbano
Foto: Rami Noureddine

De vuelta al apartamento, sin obedecer los gritos que le pedían que no entrara, Rami se dio cuenta de que, dentro de todo, había sido un afortunado. “Si hubiese estado en la cama quién sabe lo que me hubiera pasado”, dice. La cama, llena de vidrios, da hacia una de las ventanas que estalló. Recogió lo que pudo y pidió el taxi, tal como se lo pidió su papá. Llamó a la línea y le asignaron un carro. Debido al tráfico, debía esperar 40 minutos. Al final fue un poco más: el primer taxi estaba en el puerto, muy cerca del lugar de la explosión. Le asignaron otro y, ahora sí, pudo salir de Beirut.

El camino a Ras El Matn, sin embargo, fue un choque contra la realidad para Rami. El puerto de Beirut, hasta hace pocos minutos obra de arquitectura moderna, quedó calcinado. Personas que se auxiliaban las unas a las otras, sin entender muy bien qué pasaba, tapaban sus heridas. Los hospitales, que hasta ese momento tenían poco menos de 1.900 casos de covid-19, se vieron colapsados entre tantas personas ensangrentadas. Y la imagen remitía otra vez a la de un desierto. Estaba en Beirut, pero todo era diferente. La ciudad había cambiado. Otra vez.

***

Cuando Rami Noureddine llegó al Líbano en febrero de 2018, sabía que su vida había cambiado para siempre. La idea de hacer una carrera universitaria en el país de origen de su papá, luego de haberse graduado de bachiller en Coro, parecía lo más promisorio para su futuro. Y así lo hizo. Ahora estudia –estudiaba, rectifica– ciberseguridad en la Universidad Estadounidense de Ciencia y Tecnología. No sabe si volverá a las clases: el campus está a 300 metros de distancia del puerto de Beirut. La fachada de vidrio estalló y la estructura quedó con daños severos.

Pero el fantasma de la crisis venezolana todavía persigue a Rami. Desde finales de 2019, el Líbano afronta una de las peores crisis económicas de su historia. El valor de la libra libanesa, que estuvo durante dos décadas atado al dólar, se devaluó a la mitad de su precio. Se desveló que el Estado funcionaba como un esquema financiero piramidal, conocido como Ponzi. Se creó un mercado negro de dólares. El desempleo llegó al 25%, la inflación mensual superó el 50% y la deuda pública representaba 170% del producto interno bruto (PIB). El resultado: una especie de corralito libanés que ha producido 4.500.000 millones de pobres.

La explosión del 4 de agosto también se llevó las importaciones, el principal sostén de la ya débil economía libanesa. Todo el grano almacenado en el puerto se perdió.

— Es como estar en Venezuela –dice Rami, con cierto tono de resignación-.

Antes y después de la explosión en el puerto de Beirut
Puerto de Beirut, antes y después de la explosión del 4 de agosto.

Con la economía en picada, las imágenes del Líbano volverían a dar la vuelta al mundo. Pero esta vez el motivo era diferente. A partir de octubre de 2019, cientos de manifestantes tomaron las calles de Beirut, con banderas y gritos de exigencia, que acabó con la renuncia del primer ministro Saad Hariri y su gobierno de coalición.

El paralelismo con Venezuela es también inevitable para Alondra El Joauhari. Desde que llegó al Líbano en 2018, la situación no ha hecho más que complicarse. Con solo 19 años de edad, la idea de pasar por otro proceso migratorio, además del dolor ajeno, son pensamientos que nuevamente la atormentan. Piensa en quienes no pueden comer o estudiar. En quienes protestan por cambiar la situación política. Los de Venezuela y los del Líbano.

— Esto que acaba de pasar empeora todo. Ya es tanta desgracia que sentimos que no pasa nada bueno en el país. Es demasiado. –dice Alondra sobre El Líbano, con voz temblorosa y pausas largas-. En octubre del año pasado comenzaron las protestas y es por eso mismo, porque la gente ya no puede más. Gracias a Dios yo tengo techo, tengo comida, educación, mis papás están trabajando, pero hay mucha gente que ni siquiera puede comprarse un pan todos los días. Hay mucha gente que no puede comprarle comida a sus hijos. Entonces tú dices “¿qué te motiva a seguir luchando si todo lo que estás haciendo no te alcanza?”.

Con todo, Alondra se resiste a abandonar el Líbano. Ya es su país y, al menos por ahora, se quedará para reconstruirlo.

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La cara de Anwar era de absoluta indiferencia. Un vidrio se había incrustado en su brazo, producto de la explosión de las ventanas, y lo tomó con una naturalidad casi burlona. “El pana ni se inmutó”, dice el venezolano todavía sorprendido. Entonces el joven vecino de Rami, en un tono sarcástico, explicó el porqué de su –no- reacción: “Esto pasa en Siria todos los benditos días. Yo estoy muy acostumbrado”. Anwar, no está demás decirlo, es sirio. Pero para mayor sorpresa de Rami, el joven sirio no iba a ser el único en tomar la tragedia con tanta ligereza.

—Tú podías encontrar a gente desangrándose de la tristeza y otra gente riéndose porque era como que “bueno, es la octava vez que nos destruyen la capital” –explica Rami-. Entonces veías ese contraste y era algo fenomenal.

La Beirut que quedó: la vivencia de dos venezolanos en el Líbano
Foto: Rami Noureddine

Los conflictos y la muerte, situaciones endémicas en la vida libanesa, son parte ya de la identidad ciudadana. Lo extraordinario como un hecho común: “El Líbano”, escribe en El espejo roto (Sinalcol) Elias Khoury, uno de los más grandes autores en lengua árabe de las últimas décadas, “es un país en el que interpretamos la comedia de la muerte. No hay mejor pueblo en el mundo que el libanés para convertir lo sagrado en una farsa con tanta perfección. Aquí, incluso la muerte da risa”.

Escritor, dramaturgo y crítico literario de origen libanés, Khoury es considerado como “la conciencia del Líbano”. Sostiene uno de los personajes de la novela que Beirut es, quizás, el “único lugar del mundo en el que una persona debe reinventarse cada día”, una ciudad tan “sensual como cruel”.

Sensual por sus calles de piedra, por su arquitectura, pero también por sus posibilidades individuales. En el mundo árabe, el Líbano es un extraño reducto de libertad. A diferencia de sus países vecinos, por ejemplo, las mujeres y los homosexuales gozan de derechos como en Occidente. También lo es de religiones. De acuerdo con datos del CIA World Factbook para el año 2014, 54% de la población es musulmana (27% de ellos son suníes y 27% chiínes), 40.5% cristianos (21% maronitas católicos, 8% griegos ortodoxos, 5% melquitas católicos, 1% protestantes, 5.5% otros cristianos), drusos 5,6%, y el resto son judíos, bahaíes, budistas, hindúes y mormones.

Todo este crisol religioso del Líbano, explica Rami, ha dado paso a un Estado más diverso pero, al mismo tiempo, más conflictivo a lo largo de su historia. Para muestra, la guerra civil libanesa entre 1975 y 1990, que devino en enfrentamientos con otros países y un éxodo de casi 1.000.000 de personas y la muerte de al menos 120.000.

Las imágenes de ciudades enteras en ruinas –especialmente de Beirut–, de cadáveres en las calles, de cuerpos degollados e incendiados, eran la cara más habitual del Líbano ante Occidente durante esos años. Los maronitas se pusieron del lado de Occidente, mientras que los grupos izquierdistas y los panárabes (nacionalistas árabes) se alinearon con los soviéticos y posteriormente con los palestinos. Intervino Israel. Luego Siria. Y, finalmente, con el Acuerdo de Taif en 1989, llegó la retirada gradual de los sirios en el Líbano y la paz.

Pero en 2006 volvieron las tensiones y, con ella, una nueva guerra, ocasionada por Hezbolá e Israel. El gobierno israelí se plantó en el sur del Líbano, ordenó el bloqueo naval y aéreo del país, y bombardeó las principales ciudades. Hezbolá respondió con cohetes al norte de Israel. Y, aunque la paz se firmó 34 días después, al menos 1.100 libaneses murieron. A Beirut, por su parte, tocaba reconstruirla otra vez.

Y entonces llegó nuevamente la destrucción en 2015. El Estado Islámico atacó con dos bombas la zona de Burj al-Barajneh, bastión chiita y de Hezbolá en Beirut. Como en el pasado, la capital libanesa renació de sus cenizas.

Todo este historial bélico al mismo tiempo ocasionó que, en el imaginario colectivo, se afianzara la idea mayoritaria de que Hezbolá fungía como una especie de “protector” del Líbano. Pero eso, al parecer, también empieza a cambiar.

— El pueblo libanés ya está cansado –dice Rami-, y están criticando a Hezbolá porque se dan cuenta de que sus intenciones no son las de cuidar al país. Tú ibas por la calle hace dos años, cuando yo vine, y te decían que eran los grupos que nos protegían en la frontera con Israel para que no nos ataquen. Tú le preguntabas si era un grupo terrorista y te decían que no. Ahorita la opinión acerca de Hezbolá es completamente diferente.

Algunas de las teorías más escuchadas en las calles estos días, comenta el venezolano, es que el grupo terrorista estuvo detrás de las explosiones en el puerto de Beirut. El 7 de agosto, tres días después de la tragedia, estaba previsto que un Tribunal Especial para el Líbano de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) emitiera un veredicto sobre el asesinato del exprimer ministro libanés, Rafik Hariri. Las sospechas de los responsables apuntan hacia Hezbolá. El fallo ahora se emitirá el 18 de agosto.

Israel tampoco sale ileso de las especulaciones. “Una versión que te encuentras siempre, seguro, es que la culpa es de Israel”, dice Rami. Los de ese lado argumentan que el gobierno israelí ordenó explotar la zona porque esta era usada por Hezbolá para un proyecto bélico con el Líbano. Una teoría que, además, daría la razón al gobierno israelí de Bejamín Netanyahu, quien en 2018 aseguró ante la ONU que el grupo terrorista, en alianza con Siria, usaban puntos de Beirut como almacenes de armamento.

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“Los mecanismos de corrupción son más grandes que el Estado”, dijo en tono crítico, con semblante duro, el primer ministro Hassan Diab. Segundos después, anunció su renuncia al cargo junto a todo su gabinete ministerial, como respuesta a las incipientes manifestaciones contra el poder político imperante.

La renuncia del gobierno de Diab, sin embargo, podría ser solo el inicio de un profundo cambio en el funcionamiento del Estado, una labor poco sencilla considerando las diferencias religiosas del Líbano.

El primer ministro del Líbano, Hassan Diab
Hassan Diab, primer ministro del Líbano. Foto: EFE

Desde la firma del Acuerdo de Taif, los curules en el Parlamento libanés se reparten de forma igualitaria entre grupos cristianos y musulmanes. Antes de la firma del acuerdo de paz, los cristianos obtenían una representación superior. De esta manera, existe un convenio no escrito según el cual el presidente debe ser siempre un cristiano maronita; el primer ministro, un musulmán sunita; y el presidente del Parlamento, un musulmán chiita.

Ante el difícil panorama, la visita de Macron el 6 de diciembre marcó, para muchos, el camino a seguir en la política libanesa. Alondra y Rami son unos de ellos. “Espero que su presencia aquí le haya hecho abrir los ojos a ese poquito de personas que aún apoya a los líderes, para que vean cómo debe ser un verdadero líder político que le importa su gente”, dice ella. Él, en la misma línea, dice que mientras Macron enviaba ayuda y recorría las calles, los políticos libaneses “brillaban por su ausencia”.

El futuro, dicen, es impredecible. En Beirut todo puede pasar.

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Es miércoles 4 de agosto. En su habitación, Rami observa fijamente la pantalla de su computadora. Ignora los mensajes que desde hace minutos le llegan al celular, su actividad requiere concentración: disecciona la difícil caligrafía árabe para tratar de reproducirla en su libreta. Ve la hora, son las 5:50 pm. Beirut está en calma. O, al menos, eso pensaba.

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