- La cineasta venezolana Anabel Rodríguez Ríos se internó durante años en Congo Mirador, el pueblo palafítico ubicado a un margen del Lago de Maracaibo, al occidente del país, y ahora cuenta la experiencia en su primer largometraje documental, que se ha convertido en metáfora visible de la tragedia nacional
- Érase una vez en Venezuela fue elegida para representar al país en la competencia por el Óscar de la Academia
Hay una imagen, dice Anabel Rodríguez Ríos, la cineasta venezolana cuya película Érase una vez en Venezuela fue elegida para representar al país en la competencia por el Óscar de la Academia, que la persigue desde hace meses: la de la poeta rusa Anna Ajmátova, quien en su Réquiem narra cómo hizo fila durante 17 años delante de las cárceles de Leningrado para tratar de reencontrarse con su amor en los terribles tiempos de Nikolái Yezhov.
“Una vez alguien me ‘reconoció’. Entonces una mujer que estaba detrás de mí, con el frío azul en sus labios y que, evidentemente, nunca había oído mi nombre, despertó del desasosiego habitual en todas nosotras y me preguntó al oído: (allí todas hablábamos entre susurros):
—¿Y usted puede describir esto?
Y yo dije: Puedo
Entonces algo similar a una sonrisa se asomó en lo que una vez ha sido su rostro”.
Anabel Rodríguez también sonríe hoy aunque con miedo, porque –como Ajmátova- ha podido contar por fin con su cámara lo que sucede en Congo Mirador, el pueblo palafítico ubicado a un margen del Lago de Maracaibo, al occidente de Venezuela, a donde ella fue a parar doce años atrás, y que gracias a su primer largometraje documental se ha convertido en metáfora visible de la tragedia nacional.
Y mejor aún: con ecos expansivos en festivales internacionales de cine como el de Sundance, en Utah, donde debutó la película; así como el Festival Hot Doc en Canadá, el Hot Springs en Arkansas, y el de la ciudad de Miami. Amén de apuntarse ahora a la competencia por la estatuilla dorada más apetecible de la industria en dos categorías: Mejor Película Internacional y Mejor Documental.
“¿Cómo llegué tan lejos? Como todo, la vida lo va llevando a uno”, deja escapar vía Zoom Anabel Rodríguez, quien no olvida sin embargo que su travesía incluyó aterrizar primero en 2008 en Santa Bárbara del Zulia, parroquia del Municipio Colón, donde se las arregló como pudo para conseguir gasolina, ya en ese entonces escasa; y subir después a una embarcación para viajar durante tres horas por los caños del lago, con los ojos muy abiertos, advierte, “porque hay mucha piratería”, hasta llegar finalmente a su destino: Congo Mirador. Pero valió la pena. Quedó hechizada.
“Congo Mirador es una especie de pueblo minero, con casas que tienen 30, 40 o 50 años, pero que de un día para otro puedes desarmar y llevártelas. Un pueblo realmente cautivante que, además, hace vida sobre el agua, lo que me pareció muy simbólico porque, como sabes, Venezuela se llama así porque parecía una ‘pequeña Venecia’. Yo fui para hacer un documental para una serie de televisión llamada Los latinoamericanos. Estaba encargada del episodio correspondiente a Los venezolanos, que comenzaba con el relámpago del Catatumbo, y Congo Mirador es precisamente el sitio desde el cual se disfruta mejor el fenómeno y a donde van fotógrafos de todas partes del mundo para captarlo. Y estar en estos muelles de madera con el equipo de filmación, bajo la bóveda celeste ahí pelada, con un roncito y una guitarra, en medio del silencio de la noche… es en verdad una cosa mágica. Es como una puertica al más allá”, relata ella, que apenas llegó no tardó en notar además dos hechos sumamente relevantes.
El primero: “Debido al cambio climático”, explica, “el agua se ha ido sedimentando y lo que antes era una laguna se ha convertido en un gran pantano, así que los pobladores de la zona han estado esperando durante muchísimo tiempo la ayuda del gobierno para hacer un trabajo de ingeniería hidráulica”. El segundo: los habitantes de Congo Mirador “han estado durante mucho tiempo y siguen estando sumamente divididos por causa de la política”.
De ello se percató con el primer estrechón de manos, esto es, apenas conoció a la maestra del pueblo, de nombre Natalie Sánchez. “Ella fue mi primer contacto porque al principio yo lo que quería era trabajar con los niños. Documentar quizás cómo era su crecimiento, pero lo que aprendí después es que esos niños son unos malandritos y no quieren ir a la escuela. Pero la primera que me abrió las puertas de su casa fue ella: Natalie, una muchacha menor que yo, madre soltera, que vivía con sus padres, y que siempre decía que tenía una misión: recolectar algún día todas las historias del Congo Mirador, sus leyendas, sus mitos, su poesía. Una ‘chamita’ a la que daba mucha ilusión verla esforzándose por trabajar en un lugar donde a veces te pagan y a veces no. Nos hicimos muy amigas, tanto que su hija se terminó convirtiendo en mi ahijada. Solo que pertenece al partido de oposición y, cuando la conocí, ya se sentía aplastada porque desde hacía rato era acosada por otras personas de la zona que la veían como una enemiga y que se habían empeñado en sacarla de ahí a como diera lugar”.
Anabel Rodríguez, “una chama de Montalbán que se fue del país porque le montaron los cachos y porque se había ganado una beca”, como se define a sí misma, en ese momento de 32 años, comunicadora social graduada de la Universidad Católica Andrés Bello, y egresada de la London Film School, terminó por corroborar el estado de polarización del Congo Mirador al escuchar hablar de Tamara Villasmil, la líder gubernamental de la zona, representante del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), y fiel devota del expresidente Hugo Chávez Frías, a quien le enciende cirios de cuando en cuando, a quien abraza con sus manos porque posee un muñeco de plástico a imagen y semejanza de ‘El comandante’, y cuyas imágenes adornan las paredes de su casa.
“Cuando la conocí, tenía 56 años de edad. Yo diría que es una mujer que tiene varios huevos en distintas canastas. Una persona de negocios. Por un lado, vende comida. Por el otro, tiene unas tierras con ganado en el Catatumbo, a unos 40 minutos del Congo. Pero en concreto, es la presidenta del consejo comunal de ‘no sé qué cosa’ de los pescadores, instancia cuyo control está dentro del partido o del gobierno. Nos tomó tres años entrar a su casa, porque me veía, digamos, como… ‘una escuálida’. Yo detesto ese término. No me gusta usarlo porque nos ha hecho mucho daño, nos ha dividido, y no deseo alimentar ese tipo de comportamientos. Pero cuando entramos a casa de Tamara, fue porque le propusimos un negocio: que nos alquilara un lugar para quedarnos”.
Fue en 2013, tras ir y venir varias veces de Caracas a Congo Mirador, cuando Rodríguez y la guionista Marianela Maldonado entendieron por fin que tenían en sus manos una gran historia. “Dijimos: ‘Aquí hay una película larga. Aquí hay una posibilidad interesante de hablar del fenómeno de la polarización de una manera muy simple. Nada más con la historia de la profesora a la que todos los habitantes querían sacar del pueblo, teníamos suficiente, porque ¿quién no ha tenido un pariente cercano, un amigo o un vecino al que han botado de su trabajo por no aceptar los mecanismos de presión que se ejercen desde el poder? Pero decidimos esperar un poco más y observar de cerca lo que sucedía en Congo Mirador, sobre todo después de las elecciones parlamentarias de 2015”.
Y es que, sin ánimos de hacer spoiler, es decir, de adelantar lo que ha quedado reflejado en Érase una vez en Venezuela, Anabel Rodríguez y su equipo fue testigo durante los años siguientes de cómo Tamara Villasmil se fue convirtiendo en una suerte de “Doña Barbara del Congo Mirador” a la que todos los habitantes de la zona se acercaban para pedir no solo sus respectivas cajas CLAP, sino para rogarle que se ocupara del dragado de las aguas, que es el trabajo que se necesita para sacar los sedimentos y, en definitiva, regresar al pueblo su estado natural. “Solo que para eso se usan unas máquinas muy costosas llamadas dragas. El gobierno tiene, por cierto, diez de ellas de fabricación china varadas en un río cercano. Solo que para moverlas… esos trabajos se hacen con contratos y ya sabes lo que significa eso”.
“A diferencia de Doña Bárbara”, cree la cineasta refiriéndose, claro, al personaje del escritor venezolano Rómulo Gallegos, “lo que mueve a Tamara es una mezcla de cosas, entre ellas el interés, por supuesto, pero también el empuje por sacar adelante al pueblo y una independencia envidiable. Claro, lo hace a su manera y desde su posición. Porque entre los legados que nos han dejado estos veinte años, está la normalización de la corrupción y la exacerbación de lo que llamamos ‘el vivo criollo’. Y entonces vamos a ver que en Congo Mirador existen varios mecanismos para la compra de votos. Uno de ellos es dar regalos a los votantes. Otro, mucho más grave aún, es el uso de las cajas de comida para ejercer presión”.
Lo más triste, se lamenta Rodríguez, es que “Tamara tiene poder dentro de la comunidad, pero cuando se ve en perspectiva cómo son sus encuentros con otras instancias del PSUV, te das cuenta de que, al igual que ha sucedido con muchos chavistas, ella ha tenido que pasar por una desilusión muy grande, porque el problema es que la solución para los problemas de Congo Mirador no termina de llegar. Y entonces la mayor esperanza de Tamara sigue siendo Chávez, que para ella es prácticamente un Dios”.
“Érase una vez en Venezuela muestra entonces cómo la política puede llegar a rincones tan remotos”, sentencia Anabel Rodríguez Ríos. “Muestra cómo el discurso del gobierno, que ha sido tan violento, tan agresivo y erosionador, penetra en el alma y se convierte en miedo. Muestra cómo la omnipresencia de ese discurso puede aplastar. Muestra cómo se puede sobrevivir pese a sentirse uno aplastado. Y lamentablemente muestra cómo muchas personas llegan a sentir que la única escapatoria es agarrar sus pertenencias y marcharse, porque no podemos perder de vista que ya son más de 5.000.000 los venezolanos que han salido del país, de los cuales 3.000.000 viven actualmente en condiciones de verdadera humillación colectiva. Sí, Érase una vez en Venezuela muestra cómo este poder que no terminas de entender de dónde viene es capaz de doblegarte”.
Ella jura que aún sigue devastada… Aunque la posibilidad de ser nominada al Óscar, respinga, la tiene ahora un poco más animada. “Por supuesto que hay una cantidad de películas increíbles, pero decidimos montarnos en ese toro y ahora hay que tratar de agarrarlo como podamos. Ya me he dado cuenta de que es como participar en una campaña por las elecciones y por lo tanto hay que trabajar mucho. Tenemos un equipo, pequeño, sí, pero que está poniendo todo su empeño para que Érase una vez en Venezuela pueda entrar en las categorías de Mejor Película Internacional y Mejor Documental. Siento que ahí vamos, subiendo el Himalaya con cholitas, pero le vamos a dar para conseguir el Óscar”.
¿Miedo a alguna retaliación? Rodríguez acepta haberlo sentido una y otra vez, pero no tarda en explicar que su estrategia ha sido más bien aprender a convivir con ello. “Por supuesto que el miedo siempre ha estado ahí, porque somos humanos. Pero ahora busco armarme de coraje para decir las cosas de una manera en la que no alimente más las arrecheras. Y sin temor a contradecirme, me he dado cuenta de que hay mucha gente dentro y fuera del país que se está animando más bien a eso: a contar sus historias. No solo los cineastas. También los escritores. Y a ellos hay que insistirles en que aquí lo que hay ahora es un tesoro de historias. Apenas estamos empezando a ver la naturaleza del quiebre. Apenas se comienzan a ver las dimensiones de esas historias que tienen que ver con las torturas, con la cantidad de armas que hay en el país y cómo se convive con ellas en una comunidad, con la escasez…. Y hay que narrarlas con responsabilidad, como hizo Anna Ajmátova en su Réquiem. Esa es una forma de hallar el coraje. Esa es una forma de aliviar las pérdidas. Ajmátova dijo: ‘Yo puedo’. Y mira cómo lo hizo”.
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