- El escultor venezolano murió el 14 de enero de 2005 en París, Francia. Su obra es un referente perpetuo de la luminosidad y movilidad del arte moderno. Foto: Soto en su atelier en rue des Blancs Manteaux, París (1968) / Michel Desjardins
En la década de los ochenta el periodista español Joaquín Soler Serrano visitó Venezuela con el objetivo de entrevistar a los grandes personajes del ámbito cultural, político y científico de la vitrina democrática de Latinoamérica. Entre ellos se encontraba Jesús Rafael Soto, uno de los grandes exponentes del arte cinético y reconocido escultor, el cual es categorizado por Serrano como un “rara avis”, un hombre “sencillo, discreto, introvertido, sin la menor afectación, despojado de todo narcisismo, sin la pose de tantos enamorados de su propia persona y sus geniales dotes”.
El muchacho del río, el hijo de llaneros que imaginaba en sus largas caminatas por los terraplenes de Ciudad Bolívar un mundo de colores, encontró en la maraña de sueños móviles y fragmentados el sentido de su arte. Hace 15 años este hombre, tan reconocido, pero, en palabras de Serrano, cálido y sereno, murió en su casa de París, Francia.
Jesús Soto nació el 5 de julio de 1923 en una pequeña casa del barrio Santa Ana de Ciudad Bolívar. El artista venezolano relata que su nacimiento estuvo acompañado de las aguas inhóspitas del río Orinoco, lugar que se convirtió, en sus primeros años, en un juguete de caudales traicioneros. “Nadar y pescar en él era mi juego primordial”, explicó a Serrano. Sus padres fueron Emma Soto y Luís García Parra. Ella era originaria del poblado de Soledad en el estado Anzoátegui y se dedicó durante sus años de vida al trabajo del hogar; él, por su parte, era violinista de profesión.
El río Orinoco, tomando las máximas heraclitianas del pasar del agua, se volvió el acompañante principal del joven Jesús Soto. Quizás en ese movimiento continuo de las aguas, entremezcladas con el Caroní, en las cuales se refleja la luz solar, Soto encontró los primeros vestigios de un sentido artístico diferente a la estaticidad del lienzo y la pintura. Su casa era el hogar de su abuela, sus cuatro hermanos, sus padres y las tías de su madre. No había lugar para el silencio, pero a los cinco años de edad comenzó a dibujar en pequeñas hojas blancas, con un par de colores que su abuela consiguió en otra casa, ya que la pobreza de su infancia no permitía el lujo del color.
Sus padres se separaron cuando él tenía 10 años de edad y quedó bajo la custodia de su tío, un hombre acostumbrado a la “mano dura” y los tratos rigurosos, rebosantes de violencia. Incluso, en una entrevista a El Diario de Caracas Soto explicó el momento de su libertad, cuando sus pantalones se ensancharon y pudo fumar, beber, caminar y volver a ser.
“Era la época en que a los muchachos les pegaban por cualquier cosa, con una regla o con un madero. La formación de un niño era con esos tipos de castigos, eso era lo que iba a darle la personalidad, para ser un hombre. Lloraba mucho porque tenía pavor a esas actitudes, pero el día en que me alargaron los pantalones, más nunca me tocaron. Tenía 15 años y desde entonces me trataron como se debía, podía llegar tarde, podía beber y podía fumar”, dijo.
El aura del artista venía consigo y desde pequeño, sea con colores prestados o robados, consiguió el inicio de su vocación. En la entrevista con Serrano comenta que un día, cuando tenía 8 años de edad, le robó las pinturas labiales a una tía para poder dibujar. En su casa no había dinero para colores, hojas y, mucho menos, arte. “La pobre muchacha al no encontrarlos, formó un drama y con el escándalo me pegaron. Pero salió un vecino a defenderme, y una semana después, recibía un regalo de una familia en cuya casa trabajaba mi abuela. Era una caja de crayones”.
Luego, en su adolescencia comenzó a trabajar como pintor de afiches para marquesinas de películas en el cine de Ciudad Bolívar. Su paso por la ciudad, luego de vivir por un tiempo en la casa del poblado Soledad, lo llevó a conocer a un grupo de estudiantes surrealistas. Los referentes naturales, las aguas del río y los recovecos de la luz, comienzan a unirse con los referentes plásticos de la vanguardia. En 1942 obtiene una beca otorgada por el estado Bolívar para estudiar en la Escuela de Artes Plásticas y Aplicadas. Su profesor más recordado fue Antonio Edmundo Monsanto y algunos de sus compañeros fueron Carlos Cruz Diez, Alejandro Otero y Pascual Navarro.

Una de las sorpresas menos gratas que encontró Jesús Soto en los pasillos de la escuela de Caracas fue la ausencia de creatividad en las primeras clases. Él imaginaba un espacio de creación pura, pero, en cambio, encontró un salón repleto de caballetes y miradas al exterior. “¿Qué es lo que tengo que inventar si lo que tengo que pintar ya estaba ahí”, se preguntó en ese instante. Luego, como todo joven sediento de creatividad, descubrió que en la representación de un espacio natural se puede esconder un gran poder mesiánico.
En esos meses descubre una pintura que lo marca durante sus primeros años: La naturaleza muerta de Braque. Una pintura cubista, del movimiento analítico, que refleja el desdoblamiento completo de la imagen real y la abstracción se introduce como la única perspectiva posible. “Inmediatamente me puse a estudiar todo lo que había en la biblioteca para comprender las razones del cubismo. Por eso arranco prácticamente de un mundo post-cezanniano y antecesor del cubismo hasta el momento en que me fui a París”.
En 1947 se convierte en profesor de Arte en una escuela de Maracaibo, estado Zulia. Jesús Soto explica que para esa época no existía una preocupación por el arte en la región, nadie escuchaba sus pensamientos sobre la plástica y nadie quería prestar atención a las formas conceptuales de un medio ininteligible. Pero en esos años, antes de irse a París, encontró una mujer que le habló del Cuadro Blanco de Kazimir Malevich visto en Nueva York. Para ella era una ridiculez, una total estupidez; sin embargo, Soto encontró una gran fascinación en la narración de ese cuadro. Logró verlo 20 años después y comentó que no le había agregado ni quitado nada a su percepción.
Ese es el arte conceptual para Soto, un espacio en el cual los sentidos están dominados por la capacidad imaginativa del individuo. No es necesario ver, tocar, oír u oler para asimilar la obra de arte.

En 1950 viaja a París y se convierte en uno de los exponentes más importantes del grupo de artistas venezolanos llamado Los Disidentes. Estaba conformado por Alejandro Otero, Mateo Manaure, Pascual Navarro, Luis Guevara Moreno, Perán Erminy, Rubén Nuñez, Aimée Battistini, entre otros. Sus referentes principales eran Piet Mondrian, De Stilj, Kazimir Malevich y muchos más. El arte figurativo y mimético se había agotado en el mundo del arte y para los venezolanos era, al mismo tiempo, una manera errónea de asimilar el oficio. Entonces, la gran duda era: ¿Qué vendría en el arte? Y Soto respondió con un cambio notable en la participación del espectador en la obra misma.
El cambio radical de Jesús Soto
Alfredo Boulton, uno de los críticos de arte más importantes de Venezuela, explicó que Jesús Soto aprendió en su llegada a Francia tres elementos plásticos primordiales para el resto del camino conceptual del arte: “la teoría picassiana de que la imagen comporta una forma de contornos multiangulares, que está ligada a un ordenamiento lineal muy puro y severo y al tiempo es un cuerpo móvil y aleatorio en el juego de las formas”. A partir de estos referentes Soto es capaz de instaurarse en el cinetismo y transformar al hombre, espectador inmóvil, en el eje primordial para darle sentido al juego de formas que posee la obra de arte.
Así como Carlos Cruz Diez persiguió durante toda su vida la autonomía del color, despojándose de los límites del cuadro y la pintura, Jesús Soto decidió enfocar su obra en la participación del individuo en el proceso de significación artística. “Esa es una de las revoluciones que aporta el arte nuevo. El espectador no va a ser solamente un co-creador sino que va a integrarse en la obra de arte mediante el movimiento y descubrir que sus sensaciones pueden ser multivisuales, multiperspectivas”, comentó el artista de Ciudad Bolívar. El arte cinético perseguiría la multiplicidad del espectador, aquel capaz de codificar la obra frente a sus ojos. Es, prácticamente, la autonomía de la obra sobre el autor.

La principal búsqueda de Soto, además de la apertura simbólica de la obra de arte, es la conciencia del espacio como un elemento pleno y existente. Él mismo comenta que anteriormente en el arte canónico y figurativo se pensaba al espacio como un ente vacío y el artista se encargaba de llenar dicho espacio para darle sentido. En cambio, para Jesús Soto, el muchacho del río, era imperante reconocer la vitalidad simbólica del espacio como elemento autónomo.
Un ejemplo de ello es la reconocida Esfera de Caracas, que todos los habitantes de la ciudad nombran como Esfera de Soto, ya que la forma de circularidad se construye desde la compenetración de varas individuales. Es el ojo del individuo, como eje principal, el único capaz de encontrar el sentido de la esfera y, además, el espacio vacío en sí mismo es partícipe de la significación de la obra.

- Joaquín Soler Serrano: El espectador puede mirar las obras, integrarse en ellas, pero también tocarlas, hacerlas vibrar, vivir, sonar, existir.
Jesús Soto: Mucha gente pierde en esta experiencia la noción espacial convencional (el muro, el suelo, el techo) y siente la habitación metida dentro de sí cuando la toca, conecta con ella, entra en contacto con el mundo que la envuelve. Es la humanización del vacío.
- JSS: Y alcanzas la mayor dimensión de esa conquista cuando el penetrable es sonoro.
- JS: ¿Verdad? Entrar y producir sonidos, ritmos, músicas, variedades sonoras infinitas por una especie de musicalia que se extiende en los tamaños y espesores de los tubos que componen la obra. La gente, niños y adultos, disfruta de esa participación, entran y salen con toda libertad en la obra, la hacen crecer y moverse en imágenes y sonidos…
Entre sus obras más icónicas en Venezuela están la Esfera de Caracas, inaugurada en 1996; Progresión en amarillo, ubicada en la estación de Metro de Chacaíto, inaugurada en 1982; El cielo de Soto en el Teatro Teresa Carreño, entre otras. La importancia de Jesús Soto se extiende a la historia universal del arte y su legado se mantiene, tanto en las obras esparcidas por el mundo en museos como el MoMA, el Guggenheim, ubicados en Nueva York, Estados Unidos; el Centro Georges Pompidou, en París (Francia), el Museo Reina Sofía de Madrid y también en importantes eventos como la Bienal de Venecia de 1966 y la de Sao Paulo en 1996. En su ciudad natal se encuentra el Museo de Arte Jesús Soto, en el cual se exponen más de 700 obras del autor y muchas otras, recopiladas por él mismo, de artistas como Malevich, Mondrian, Calder, Vasarely, entre otros.

El muchacho del río vivió en su corazón hasta su muerte el 14 de enero de 2005 en París, Francia. “Los amigos de siempre que me conocen de muchos años me dicen que soy el mismo de siempre, que nada ha cambiado en mí, me sigue gustando la música, vivir sin angustia, reunirme con amigos. Pero no he mezclado nunca mis sentimientos personales con mi necesidad de elaborar un arte enteramente razonado”. Jesús Soto, oriundo de las orillas del Orinoco, dio vida, movilidad, sonoridad y existencia plausible al espacio considerado como muerto en el devenir de los días.