(Relato en clave lingüística)

al Negro De Lima, presente cada día en mi recuerdo.

A mi hermana Olga, africana por su determinación y por su fe.

Calabó y bambú. / Bambú y calabó. / 

El Gran Cocoroco dice: tu-cu-tú / La Gran Cocoroca dice: toco-tó. 

Luis Palés Matos

Hoy quiero compartir con ustedes el fruto de una larga y exhaustiva revisión de una antigua biblioteca privada —rica en añejos manuscritos— cuyo dueño me ha solicitado total discreción al respecto. Pude encontrar allí algunos de los muy pocos originales de los buscados textos de Makura Sembene y comprobar que su existencia era cierta y no una más de tantas leyendas sobre documentos escritos por su propia mano acerca de las horrendas experiencias de los africanos esclavos trasladados con cruda violencia y máxima crueldad al continente americano, durante el largo período de los siglos XVI hasta mediados del siglo XIX, o incluso hasta fines del mismo en los casos de Brasil y de Cuba. 

Makura fue capturado en la isla de Pagalú (Guinea Ecuatorial) y posteriormente transportado a Venezuela, donde llevó una vida de terribles sufrimientos y agravios. El carácter singular de esta investigación documental es que se trata de la obra de uno de los pocos esclavos, posteriormente libertos y alfabetas, que pudieron consignar para la historia el testimonio de la época de vergüenza y deshonra que les tocó vivir. En esta oportunidad me limitaré a conducir estas líneas enfocándome en los aportes lingüísticos al español de varias lenguas africanas que, afortunadamente, Makura manejaba con solvencia. Su condición de políglota derivó, aparte de su enorme talento para asuntos del lenguaje, de sus largos viajes por extensas comarcas africanas del hecho de ser ya adulto cuando fue víctima del bárbaro rapto por negreros portugueses —quienes luego lo vendieron a esclavistas españoles— y de su interacción y apretada amistad con muchos representantes de etnias de lenguas diferentes a la suya, las cuales pudo incorporar de forma impresionante a su extenso acervo lingüístico.   

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Su relato comienza de forma conmovedora: “Yo, Makura Sembene, fui arrancado brutalmente de mi familia, de mi casa y de mi aldea, cercana a Fernando Poo, en 1805, cuando contaba aproximadamente cuarenta años de edad. Humillado y sometido, encadenado y sojuzgado, se me trajo a las costas de Venezuela a trabajar en las plantaciones de caña de azúcar en la región de Aragua, donde fui torturado cada día para dominar mi carácter díscolo y rebelde…”. Insisto en que, deliberadamente, mi intención no es estrictamente histórica, acerca de la ignominia y el salvaje maltrato al que Makura fue sometido en su larga existencia (falleció en Maracay a los 68 años, toda una proeza para la época), sino que me mueven mis intereses lingüísticos para ilustrar el aporte lexicológico de las lenguas africanas a nuestro idioma. Afronegrismos o africanismos a secas, los denominan los entendidos en la materia. Así, en sus escritos, él describe a su mujer como marabunta (“de mal carácter”, “agresiva”). Cuando habla de un grupo que se desplaza de un sitio a otro lo llama cambote. Al mencionar un malestar general de salud se refiere a un yeyo, y a una enfermedad febril y debilitante la llama dengue (de origen tan lejano como el suajili, de donde también nos viene merengue). Makura aclara el origen de la palabra bemba para referirse al labio grueso, de chimbo para “lo que es malo”, o de bimba para “gente” (y de allí nuestro “Juan Bimba”). Del kikongo (luganda), nos presenta el uso de candanga (“terrible”, “violento”), de burundanga o burrundanga (“mezcla de bagatelas”, y de allí “enredo”), de tanga (“trapo”), de tángana (“pelea”), y de ganga (“objeto conseguido a buen precio”). Pachanga pareciera ser una excepción, ya que viene del yoruba (pa’Changó), uno de los principales orishas (espíritus) enviados por Olodumare (el “Ser Supremo”) para beneficio del ser humano.

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A medida que se avanza en la lectura de sus escritos, conocemos que también vienen del yoruba, zombi y babalao. Que al café claro lo llama guayoyo, y al zumo de la caña le dice guarapo, lo que nos lleva a franca controversia con su etimología más aceptada actualmente como voz quechua. Otro tanto ocurre con catinga, para muchos de origen guaraní, pero que Makura ubica como proveniente del quimbundú. La catinga alude a un olor fuerte y desagradable que puede surgir de plantas o animales, pero que se usó como expresión racista para el olor del sudor del esclavo en su trabajo. 

El racismo se expresa de muchas formas en terrenos del lenguaje, pero hay casos donde se hace más patente, como en el término mulato, ya que proviene del ámbito de la zoología: cuando se habla del “cruce” o “hibridación” entre el caballo y la burra, o entre el burro y la yegua, surge el mulo o la mula. En el caso de mulato se agrega el sufijo “ato”, muy utilizado para definir animales de corta edad: lobato, jabato (cachorro del jabalí),  ballenato o chivato. De manera que mulato viene a significar “mulito”, con toda la burla, agresión y menosprecio que implica calificar como animal a un ser humano, con el frecuente disfraz de lo presuntamente “tierno” al usar un diminutivo. ¡Hasta qué punto de cinismo se puede llegar a la hora de someter a escarnio a un semejante!

El mulato formaba parte de un “sistema de castas”, clasificación generada en el siglo XV por los españoles en América para establecer una jerarquía étnica, sobre la base de la “limpieza de sangre”, donde el blanco peninsular estaba en la cúspide, por no tener ninguna “mancha”, y el negro esclavo en lo más bajo de la misma. En el medio, una abigarrada categorización: el blanco criollo, el mestizo (de español con india), el zambo (de indio con negra), el zambo prieto (de negro con zamba), el morisco (de mulato con española, diferente al morisco peninsular), el octavón (de español con morisca), el salto atrás o saltatrás (de octavón con española), el chino (de mulato con india), el lobo (de saltatrás con mulata) y así, hasta llegar a las extrañas categorías de tente en el aire y no te entiendo para referirse a las personas de difícil clasificación a partir del color de su piel, por provenir de mezclas muy variadas.

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Pero volvamos a los aportes de los escritos de Makura. Cuando habla de lo vegetal se refiere al bejuco, al ñame, al cambur y al quimbombó. Y al mencionar otros alimentos nos habla del mondongo, sopa de mucha sustancia incorporada férreamente a la dieta del venezolano.

Hubo negros esclavistas, sobre todo de la etnia mandinga o mandé (hoy habitantes del Malí y de Senegal), quienes se asociaron con los europeos para cazar a sus hermanos: “el negro mandinga es el diablo”, afirma rotundamente Makura en algún pasaje.

Cuando hay mucha gente, habla de bululú o bululó. Pero también habla de música: guaguancó, bongó, bachata, marimba, cumbancha y cumbia (del yoruba kumb, “hacer escándalo” o “gritar”), lo que niega la procedencia indígena del nombre del conocido baile colombiano. Por cierto, a propósito de escándalo, la interjección ¡epa!, de uso tan común en Venezuela, también es de origen yoruba.

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Si habla de un viaje, dice safari, y a la esclava dedicada al trabajo doméstico la llama mucama (del kikongo mukamba).

Al realizar el análisis del vocabulario por él reseñado, se observa que la gran mayoría de los términos procede de las lenguas de la extendida familia bantú, de África centro-occidental y del sur. Por ejemplo, bantú es makondo, fitónimo que designa al plátano y que siglos después daría el nombre al pueblo donde todo pasa, a partir de la portentosa imaginación de García Márquez; así como también es bantú milonga (plural de mulonga, “palabra”). La familia bantú se incluye dentro de otra mayor, la del Níger-Congo, donde está también la lengua ga, de Ghana, de donde procede el término toto, para denominar a la vulva, uso que persiste en la actualidad en ese idioma, y de allí nuestra cotidiana totona (¡iluminado Makura!).

“Zumbar” viene de zumba (ruido áspero y sordo en kituba) y de esa misma lengua es ñoco o ñeco (“mocho”).

Son muchos los africanismos que Makura consignó para nosotros, pero los guardaré para un trabajo de mayor aliento. Baste agregar que su obra es un compendio de inteligencia y de dolor, de sufrimiento y de ilustración —totalmente merecedora de abrirse al público algún día— y que su vida fue ejemplo de valentía y de honor, de amor al conocimiento y generosidad, al atesorar para el futuro este valioso legado lingüístico. Al terminar de leer sus escritos volvió a mi mente aquella emotiva canción de Sindo Garay, La tarde: “Las penas que me maltratan/ son tantas que se atropellan/ y como de matarme tratan/ se agolpan unas a otras/ y por eso no me matan”.

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