¿Desde cuándo un perro es una “unidad canina”? ¿Desde cuándo un vigilante es un “observador oficial de movimientos nocturnos”? ¿Desde cuándo un delincuente es una persona “éticamente desorientada”? ¡Desde que se inventaron los eufemismos! 

La RAE define el eufemismo como una “manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”. Pues es tan grande el poder de estas “suaves manifestaciones” que hasta la sacrosanta institución madrileña echó mano de una de ellas para definirlas. Del griego ευ-eu, “bien”, y φημι / femi, “presagio, palabra”, en la Antigua Grecia era un término utilizado para hacer referencia a los vocablos que se podían usar en los santuarios durante las ceremonias religiosas como sustitutos de ciertas palabras prohibidas, sobre todo las referidas a lo sobrenatural, a la sexualidad, a la enfermedad o a la muerte.

Pero todo evoluciona en la vida y los eufemismos muy pronto se extendieron fuera del restringido ámbito de los templos, cobrando fuerza en lo psicológico, lo social, lo político o, simplemente, en lo cotidiano. Así que el eufemismo, que inicialmente surgió como una alternativa a expresiones sometidas a interdicción lingüística por ser consideradas dignas de rechazo, pasó a ser un sustituto de otro término por simple determinación de la voluntad del hablante. Sí, bajo el efecto de algún tipo de presión externa que genera esa especie de tabú lingüístico, pero es finalmente el hablante quien decide hasta dónde proyectar su temor a resultar demasiado atrevido, tosco o vulgar y, por ende, apelar al giro eufemístico.

De todo esto debe quedar claro que no hay palabras que, por sí mismas, “sean” eufemismos, sino que se les da un “uso eufemístico” en un momento dado. Como un caso concreto, a día de hoy se sigue escuchando que alguien falleció de una “larga y penosa enfermedad”, para evitar mencionar al cáncer, como si padecer este mal fuera una vergüenza para el paciente o para su familia. 

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Por alguna razón desconocida, muchos reporteros se sienten obligados a hablar del “vital” o “preciado” líquido cada vez que del agua se trata, sin reparar en que, para un bebé, por ejemplo, el “preciado líquido” es la leche de su madre. Tan es así, que la expresión “mala leche” como “mala suerte” no tiene nada que ver con la machista referencia coloquial al semen, sino que, directamente, se está hablando de la leche materna: “Qué mala suerte que la leche de esa madre sea tan mala —por pobre o escasa— para ese bebé”. También se dice que la leche de la madre es “mala” para el niño si la mujer se encuentra en condiciones psicológicas alteradas, sobre todo si está dominada por la rabia o por la tristeza. ¡Por eso es cierto que hay gente con mala leche en esta vida! No sobra aclarar que, en España, tener o hacer algo con mala leche significa actuar con mala intención o con mal humor.

Ya introducidos de lleno en el terreno de lo biológico, las funciones corporales que se asumen como desagradables cuentan con sustituciones eufemísticas muy particulares, aunque algunas de ellas se encuentren en “vías de extinción”. Por ejemplo, ya casi no se escucha la expresión “echarse una pluma” para referirse a la expulsión de un flato. “Devolver” sustituye a “vomitar” de forma muy frecuente en España, pero no en tierras americanas. Desde hace mucho los hombres no presentan impotencia, sino un cuadro de “disfunción eréctil” y las mujeres catalogadas como frígidas escaparon de esa triste circunstancia para comenzar a tener una “disfunción orgásmica”. Ya nuestros viejitos no sufren de demencia, sino de un “trastorno neurocognitivo mayor” y las mujeres no abortan de forma intencional o provocada, sino que “interrumpen voluntariamente” su embarazo. Este último caso ilustra muy bien la función del giro eufemístico como sinonimia (de hecho, todo eufemismo la cumple), quizás por tratarse de un asunto muy delicado o por lo desagradable de la palabra en sí.

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Para denominar a la muerte, se habla del “cese de las funciones vitales” o del “fin de los procesos metabólicos”, y cierto narrador venezolano, cuando se refería al fallecimiento de alguno de sus personajes, utilizaba la fórmula “ya era fiambre” (del latín frigidamen, “frío”) en perfecta concordancia con cierta jerga callejera que, de manera curiosa, opta por referirse a un cadáver directamente como una “mortadela”: “Ya yo llevo catorce mortadelas, doctor”, me comentó un funcionario policial que alguna vez atendí en mi consulta. Obsérvese todo lo contrario en la fórmula casi poética “viajó a reunirse con las estrellas”, quizás origen de la posterior expresión “vuela alto, amigo”, de uso reciente para despedir al finado en su ruta hacia el más allá, pero que genera más repelús que conmiseración por el fallecido.

Si del suicidio se trata, en el medio médico con frecuencia se le ha reemplazado por “intento de autólisis”, apostando de nuevo porque su presunta “neutralidad” combata el estigma del término precedente. ¿Se ha logrado ese cometido? No lo creo: tiene fuerza el lenguaje, pero no tanta como para transformar tan fácilmente ciertas realidades. 

En el campo político-militar parece que ya ningún país invade ningún territorio soberano, sino que desarrolla una “operación militar especial”. Los civiles fallecidos en dichas “operaciones” integran los “daños colaterales ineludibles”. Los campos de batalla pasan a ser “teatros de operaciones” y los inmigrantes ya no son expulsados, sino “reconducidos en las fronteras”.

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Alguna vez mi padre —Dios bendiga su nombre por siempre— entró en los bretes de la política y fue acusado de “anónimo” por cierta autoridad regional. Esto desató la mordacidad característica del Negro De Lima, como se le conocía en el Oriente del país, cuya respuesta mereció la primera plana de la prensa local: “Prefiero la serena paz del anonimato a la estruendosa celebridad del alce”, en alusión a la cornamenta del cérvido por las presuntas infidelidades cometidas por la pareja del poderoso de turno.

En lo social, en algunos países se estila llamar a los indigentes y vagabundos, “personas sin domicilio fijo”. Ya no se despide a nadie del trabajo, sino que se le incluye en un “plan de restructuración laboral”. No existen más vendedores sino “agentes comerciales” o “ejecutivos de ventas” y el señor que recoge la basura ahora es un “recolector de residuos sólidos urbanos”.

Realmente es grande el poder de los eufemismos. ¿Cómo escapar del influjo de un discurso que permite hablar de lo que sea sin que se nos acuse de ser “políticamente incorrectos”, agresivos, o incluso vulgares? ¿Cómo eludir ese juego tan atractivo que nos brinda la oportunidad de exhibir nuestra creatividad para transgredir ciertos códigos sociales a través de la ironía y del ingenio? Sin embargo, se ha abusado tanto de este recurso expresivo que, hoy por hoy, es uno de los instrumentos preferidos de los humoristas. Porque ¿dónde, si no en la retorcida mente de un maquiavélico humorista, un humilde repartidor de volantes publicitarios podría convertirse en un “técnico de mercadeo dirigido”, un mensajero en un “especialista en logística documental” y un tipo feo en alguien “estéticamente comprometido”? Por supuesto que los pobres ahora son “personas en riesgo de exclusión social” y un “limpio” cualquiera no debería definirse jamás con un término tan costumbrista o populachero, cuando se cuenta con una descripción tan elegante como “la afectación actual por un flujo de caja transitoriamente negativo”.

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Las expresiones eufemísticas dan para todo. Como docente universitario, en cierta ocasión advertí que un alumno se copiaba en un examen de la forma más descarada. Cuando le hice el señalamiento, el joven negó rotundamente su falta y optó por referirse a la misma comunicándome que había respondido el examen utilizando “métodos no convencionales, diferentes a la memoria o el razonamiento, como el acceso a material informativo de carácter alterno”. ¡Dios mío!, pensé de inmediato, ¿y para qué necesitaría copiarse alguien tan inteligente? Pero como yo también soy aficionado a estas formas “perifrásticas” y “elípticas” y ya había percibido un penetrante olor a alcohol en su aliento (¡la explicación de la necesidad del uso de sus “métodos no convencionales” para responder la prueba!), le respondí de inmediato: “Joven, no me puedo hacer responsable de su reciente intoxicación etílica aguda y de la consecuente afectación de las impresiones mnémicas en su corteza hipocámpica de los textos revisados: entregue el examen y espere a ver si decido incoar las acciones disciplinarias correspondientes”. Ahora responda usted, sin eufemismos: ¿hay una forma más refinada de mandar a un bachiller al carajo? ¡Realmente son grandes los eufemismos! Me permitieron salir victorioso de esa breve pero intensa escaramuza dialéctica, al tiempo que me transformaron en un tris de humilde escribidor en un docto magistrado. Ah, sí, los eufemismos…

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